sábado, 26 de agosto de 2017

UNA PREGUNTA, UN NOMBRE, UNA PROMESA...


HOMILIA DEL XXI DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO


Queridos hermanos en el Señor:

En el día de hoy las lecturas de la liturgia nos ofrecen tres claves para una serena reflexión acerca de estos textos: una pregunta, un nombre y una promesa.

Una pregunta: “¿Quién soy yo?. Jesús, como hace 2000 años, nos lanza hoy esta misma pregunta. Es importante conocer la identidad de nuestro Dios para poder amarle y seguirle. No basta con las apreciaciones de otros, ni con los discursos ateos que dibujan a Cristo como un revolucionario o un instructor moral de la humanidad. No. La respuesta a esta pregunta solo tiene una respuesta: Tú eres Cristo, el Señor, el Hijo de Dios.


Son muy explícitas estas palabras del beato Pablo VI “Jesucristo es el Mesías, el Hijo de Dios vivo; él es quien nos ha revelado al Dios invisible, él es el primogénito de toda criatura, y todo se mantiene en él. Él es también el maestro y redentor de los hombres; él nació, murió y resucitó por nosotros. Él es el centro de la historia y del universo; él nos conoce y nos ama, compañero y amigo de nuestra vida, hombre de dolor y de esperanza; él, ciertamente, vendrá de nuevo y será finalmente nuestro juez y también, como esperamos, nuestra plenitud de vida y nuestra felicidad […]Cristo Jesús es el principio y el fin, el alfa y la omega, el rey del nuevo mundo, la arcana y suprema razón de la historia humana y de nuestro destino; él es el mediador, a manera de puente, entre la tierra y el cielo; él es el Hijo del hombre por antonomasia, porque es el Hijo de Dios, eterno, infinito, y el Hijo de María, bendita entre todas las mujeres, su madre según la carne; nuestra madre por la comunión con el Espíritu del cuerpo místico” (Homilía del 29 de noviembre de 1970).

Un nombre: “Tú eres Pedro. Como a Eliaquín, el primero de los apóstoles es revestido de autoridad sobre la casa de Dios. Esta autoridad no le viene por sus cualidades personales, sino por ser el primero quien de manera enérgica confiesa plenamente la fe en el misterio de Cristo. Al reconocer la identidad verdadera de Cristo, Éste le otorga una nueva identidad: ahora Pedro será hasta el final de los tiempos quien guiará a los que nacen no de carne y de la sangre sino de la fe en Cristo por el Bautismo. El ministerio petrino, fundado por voluntad del mismo Jesucristo, se ha ido sucediendo a lo largo de dos milenios hasta el día de hoy dirigiendo la nave de la Iglesia hacia la Patria celestial.


Pero no podemos pensar que este oficio lo realiza el Papa de cualquier manera ni que cualquier cosa que diga se considera magisterio. No. El Papa ejerce su ministerio como cabeza de un cuerpo, de un colegio episcopal. Y siempre en clara sintonía con la Tradición de la Iglesia y el Evangelio de Cristo. El Papado no es un privilegio sino un servicio a la Iglesia, y así hemos de entenderlo. De este modo, nuestra fidelidad y afecto al romano pontífice será acertada y sin radicalismos.

Una promesa: “No la derrotarán. La comunidad de fieles dirigida por Pedro bajo las inspiraciones del Espíritu Santo, y que llamamos Iglesia, es la destinataria de esta promesa. Desde su fundación por Cristo no ha estado exenta de ataques por parte de todos los que han visto en ella un enemigo peligroso para sus intereses. Desde los judíos, los romanos y los árabes hasta el yihadismo actual, pasando por los herejes, nacismo y comunismo, la Iglesia ha sobrevivido a todas las afrentas y embestidas. Pero hoy el ataque del demonio no es externo a ella, sino interno.


Hoy, los peores enemigos de la Iglesia están dentro, como predijo el beato Pablo VI “A través de alguna grieta ha entrado, el humo de Satanás en el templo de Dios” (Homilía del 29 de Junio del 1972). Estos enemigos son la defección de muchos miembros de la Iglesia para vivir coherentemente con la Verdad que han conocido; los nuevos herejes que pretenden presentar como moderno las falsedades que en tiempo pretéritos hicieron daño a la Iglesia; el “carrerismo” de algunos que no tienen miramiento en sus métodos para conseguir puestos en la Iglesia; los grupos de base que fomentan la discordia contra lo que llaman “Iglesia institucional”, etc.

Así pues, Cristo, Pedro e Iglesia son algo más que tres palabras. En realidad, son tres claves para vivir en católico. Tres elementos de un mismo horizonte de salvación fundamentales para la supervivencia de la fe en estos momentos tan complicados en que nos ha tocado vivir. Solo podemos confesar la verdadera fe en Cristo Jesús, Hijo de Dios vivo en el seno de la Santa Iglesia, quien guiada por Pedro y sus sucesores, tiene el grave deber de conducir a todos los pueblos, razas y naciones a un único destino de salvación eterna. Amén.

Dios te bendiga

viernes, 25 de agosto de 2017

DOMINGO XXI DEL TIEMPO ORDINARIO





Antífona de entrada

«Inclina tu oído, Señor, escúchame. Salva a tu siervo que confía en ti. Piedad de mí, Señor, que a ti te estoy llamando todo el día». Del salmo 85, versículos del 1 al 3. Al iniciar nuestra celebración del domingo, estos versos pretenden poner palabras a las veces que nos sentimos ahogados por el peso de la vida. En la santa misa es donde mejor podemos descargar nuestro grito de auxilio porque sabemos que es éste, y no otro, donde Dios se inclina para acoger y recoger la súplica confiada de sus hijos. Nuestra alabanza, que sube al cielo, regresa a nosotros en forma de bendición, misericordia y santificación.

Oración colecta

«Oh Dios, que unes los corazones de tus fieles en un mismo deseo, concede a tu pueblo amar lo que prescribes y esperar lo que prometes, para que, en medio de las vicisitudes del mundo, nuestros ánimos se afirmen allí donde están los gozos verdaderos. Por nuestro Señor Jesucristo». Presente en los sacramentarios gelasiano antiguo (s. VIII) y de Angoulenme (s. IX) y en el misal romano de 1570. Esta oración pivota sobre dos palabras “amar” y “esperar” los gozos verdaderos pues son tanto lo que se prescribe como lo que se promete. Solo este amor guiado por la esperanza puede mantenernos firmes y en pie en medio de los avatares que nos asaltan en el camino de la vida.

Oración sobre las ofrendas

«Señor, que adquiriste para ti un pueblo de adopción con el sacrificio de una vez para siempre, concédenos propicio los dones de la unidad y de la paz en tu Iglesia. Por Jesucristo, nuestro Señor». Esta oración, de nueva creación, está centrada en el sacrificio reconciliador de Cristo testimoniado por san Pablo en Col 1,20. ¿En qué consiste esta reconciliación? En los dones de la unidad y de la paz. Unidad y paz, primeramente entre la comunidad humana y consecuentemente entre los miembros de la Iglesia toda por quien se ofrece este sacrificio de alabanza.

Antífonas de comunión

«La tierra se sacia de tu acción fecunda, Señor, para sacar pan de los campos y vino que alegre el corazón del hombre». Del salmo 103, versículos 13 y del 14 al 15. Esta antífona sintetiza la dimensión cósmica de la liturgia: toda la naturaleza está al servicio del poder y de la manifestación de lo divino y sobrenatural. El pan de los campos y el vino alegre de la vida, puestos en el altar y transformados por la acción del Espíritu Santo, vuelven a nosotros como Cuerpo y Sangre de nuestro Señor Jesucristo. De lo puramente natural a lo grandiosamente sobrenatural.

«El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día, dice el Señor». Tomada de Juan 6, versículos 54. Vuelve a aparecer el evangelio según san Juan como una constante de la acción eucarística. Una vez más se nos vuelve a invitar a saciarnos de estos celestes alimentos que nos dan a pregustar la vida eterna.

Oración para después de la comunión

«Te pedimos, Señor, que realices plenamente en nosotros el auxilio de tu misericordia, y haz que seamos tales y actuemos de tal modo que en todo podamos agradarte. Por Jesucristo, nuestro Señor». Tomada del misal romano de 1570. Esta ha sido la gran aspiración de los personajes más insignes de la Escritura: agradar a Dios en todo. Por conseguir este fin, no dudaron en dejar todo e incluso sacrificar lo que más quisieron. Hoy, el cristiano del s. XXI, debe buscar en medio de “las vicisitudes de este mundo” (o.coll.) el modo y las formas de seguir agradando a Dios con su oración, palabras y obras para ser tales.

Visión de conjunto


La vida nunca es fácil. En el tradicional himno mariano “Salve Regina” se define la vida como “lacrimarum valle (= valle de lágrimas)”. Ciertamente es así pero no del todo. Yo creo que la vida es un  camino de rosas. Si. Hay espinas que pueden punzarnos pero la suave textura de sus pétalos contrasta con la aspereza de éstas. Y todo esto, envuelto en una fragancia aromática que hace las delicias de nuestras pituitarias. Lo que quiero  decir con todo esto es que a veces nos fijamos en la dureza de la vida, en lo mal que esta todo y no percibimos la bondad que Dios va sembrando a nuestro alrededor. Ni ser acríticos optimistas ni agoreros pesimistas sino hombres y mujeres centrados y con ánimo fuerte para capear los malos momentos y disfrutar los buenos.

Quien piense que por ser cristianos se nos tiene ahorradas las vicisitudes de la vida, está muy equivocado. No somos ni más ni menos humanos que otras personas. De carne y hueso como tantos otros. La diferencia está en la vivencia de esas vicisitudes. O vivirlas desde el amor o vivirlas desde el desaliento; o vivirlas desde la esperanza o vivirlas desde la más triste de las desesperaciones. Para el cristiano no hay nada ajeno que no haya padecido o vivido el mismo Señor Jesucristo. Todo acontecimiento humano tiene sentido desde la fe. Todo puede ser vivido desde la unión con Jesucristo.


Necesitamos crecer en este misterio de amor: la unión con Jesús, pues Él nos ha dicho que sin Él no podemos hacer nada (cf. Jn 15,5). La unión con Jesús es un movimiento espiritual que nos hace gustar los bienes celestiales y poner todo nuestro empeño en conseguirlos. Para ello es de capital importancia la oración asidua y detenida ante Jesús-Eucaristía. Dado que la contingencia humana no siempre permite la constancia en el bien, es necesario acudir al sacramento de la reconciliación con frecuencia. Pero previamente será necesario un elaborado examen de conciencia para, no solo escrutar nuestra conciencia y los pecados sino también analizar las causas y circunstancias que han rodeado o llevado a esos pecados.

La devoción a María, Madre del Verbo encarnado, será el lazo de amor que ciña todo nuestro culto y amor a Jesucristo. El ejemplo de los santos y la invocación constante a estos reclamando su intercesión nos será de gran valimiento para esta empresa de la vida cristiana que nos disponemos a acometer. No podemos olvidar nuestra obediencia y amor a las directrices y medios que la Iglesia nos ofrece: la liturgia, los ejercicios de piedad y de devoción. Todo esto nos conducirá a una más y perfecta unión con Jesucristo que se traducirá en actitudes morales nuevas: el amor a Dios y el amor al prójimo, sin límites ni miramientos.

Lo dicho: las vicisitudes y dificultades no se nos ahorrarán pero la vivencia de las mismas desde el amor y la esperanza harán que mantengamos siempre firme el ánimo, mientras buscamos nuestra unión con Jesucristo, sentido último de la existencia humana.

Dios te bendiga

sábado, 19 de agosto de 2017

SUBIR AL MONTE DE LA SALVACION


HOMILIA DEL XX DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO



Queridos hermanos en el Señor:

            Con harta frecuencia, el egoísmo aparece en nuestra vida. El egoísmo es una fuerza que no nos deja salir de nosotros mismos; que nos impide ver que fuera de nosotros hay más personas que viven, que nos interpelan, etc. El egoísmo nos llena de soberbia, nos llena de nosotros mismos y hace imposible cualquier tipo de apertura a nada que provenga del exterior. Así es, en síntesis, el egoísmo en la vida puramente humana.

            También ocurre algo parecido en la vida espiritual. Puede ocurrir que nos sintamos tan privilegiados por tener fe y tan seguros de contar con el amor de Dios que, llevados a una mala comprensión, podemos acabar mirando por encima del hombro a los que no son capaces de creer como nosotros. Es una tentación constante el pensar que porque practiquemos constantemente la religión, somos mejor que otros. El egoísmo espiritual también se manifiesta en querer acaparar los bienes espirituales de tal modo que no nos percatamos de que Dios es también para otros.

Frente a estas pretensiones de quedar a Dios reducido a nuestro provecho personal. Las lecturas de hoy nos hablan de un Dios que rompe toda clase barreras geográficas y espirituales. Dios llama a todos los hombres a la mesa de la comunión que ha preparado en su monte santo, es decir, en su presencia. La profecía de Isaías es una llamada a la universalidad de la salvación. Dios convoca a todos los pueblos de la tierra a vivir con Él. El evangelio es para todos, como pondrá de manifiesta, la intervención impertinente de la mujer cananea. Bendita impertinencia que movió a misericordia al corazón de Cristo.


Pero estas lecturas no se quedan en meras ideas piadosas y en deseos santos, sino que se concretan en la vida ordinaria de los cristianos y de la Iglesia. Estas lecturas nos llaman a la misión para hacer realidad lo que Dios quiere en estos pasajes. Los cristianos debemos romper el egoísmo espiritual y la timidez para anunciar con valentía y sin complejos que la salvación solo está en Jesucristo y en nadie más ni en nada más. Aún resuenan aquellas palabras del beato Pablo VI: “los hombres podrán salvarse por otros caminos, gracias a la misericordia de Dios, si nosotros no les anunciamos el Evangelio; pero ¿podremos nosotros salvarnos si por negligencia, por miedo, por vergüenza —lo que San Pablo llamaba avergonzarse del Evangelio—, o por ideas falsas omitimos anunciarlo? Porque eso significaría ser infieles a la llamada de Dios que, a través de los ministros del Evangelio, quiere hacer germinar la semilla; y de nosotros depende el que esa semilla se convierta en árbol y produzca fruto” (Evangelii Nuntiandi, 80).

Los cristianos tenemos el deben de proponer a todos la Verdad que hemos conocido en Cristo. Pero más aún tenemos la grave obligación de vivir esa misma Verdad pues la gente creerá en Dios en la medida en que nos vean cómo vivimos, cómo amamos y cómo nos realizamos en la vida. De nuestras palabras y de nuestras obras depende que Dios sea conocido, amado y seguido en este mundo. ¿Estás dispuesto? Pues adelante porque la recompensa es la gloria eterna de los santos. Amén.   

viernes, 18 de agosto de 2017

DOMINGO XX DEL TIEMPO ORDINARIO





Antífona de entrada

«Fíjate, oh Dios, escudo nuestro; mira el rostro de tu Ungido, porque vale más un día en tus atrios que mil en mi casa». Del salmo 83, versículos 10 al 11. Cada uno de nosotros somos ese ungido del salmo porque hemos recibido la unción del santo crisma que graba en nosotros la marca indeleble del ser cristiano. Quien recibe esta unción se hace partícipe de la herencia eterna de los hijos de Dios, que no es otra que la de habitar en las moradas celestiales, nuestra verdadera patria. Mientras llega ese feliz momento, el Señor nos permite estar en la antesala del cielo, esto es, la santa misa. Participemos, pues, con gusto de estos santos misterios aspirando a disfrutarlos plenamente en los atrios del cielo.

Oración colecta

«Oh Dios, que has preparado bienes invisibles para los que te aman, infunde la ternura de tu amor en nuestros corazones, para que, amándote en todo y sobre todas las cosas, consigamos alcanzar tus promesas que superan todo deseo. Por nuestro Señor Jesucristo». Presente en los sacramentarios gelasiano antiguo (s. VIII) y de Angoulenme (s. IX) y conservada en el misal romano de 1570. San Pablo en su carta a los Colosenses nos invita a poner los ojos en los bienes imperecederos del cielo porque, a diferencia de los de la tierra, estos no se corroen ni son pasto de las polillas.

Esos bienes celestiales son los que hoy la oración colecta nos recuerda que han sido preparados para nosotros. El tema central de este texto litúrgico es el amor en dos dimensiones: el amor como don divino “infunde la ternura de tu amor…”; y el amor a Dios como motor de la vida cristiana “amándote en todo y sobre todas las cosas”.

Oración sobre las ofrendas

«Acepta, Señor, nuestras ofrendas en las que vas a realizar un admirable intercambio, para que, al ofrecerte lo que tú nos diste, merezcamos recibirte a ti mismo. Por Jesucristo, nuestro Señor». De nueva incorporación. Aunque breve en su redacción, pues se reflejan las dos características de las oraciones romanas: brevedad y concisión, es bastante profunda en su contenido: en primer lugar, encontramos, de nuevo, el navideño tema del “admirable intercambio”, esto es, el Dios que se hace hombre para que el hombre llegue a ser Dios: Encarnación-Divinización, dos caras de una misma moneda.

Aquí el intercambio es el del natural pan y vino por el sobrenatural Cuerpo y Sangre de Cristo. Estos dones naturales son el objeto de nuestra ofrenda en el altar de la celebración para que al recibir el rocío del Espíritu se conviertan en aquello que recibiremos: en el mismo Jesucristo, sujeto y agente de nuestra divinización como nos indicará la primera antífona de comunión de la misa de hoy.

Antífonas de comunión

«Del Señor viene la misericordia, la redención copiosa». Del salmo 129, versículo 7. Misericordia y redención son dos vocablos unidos semánticamente en este versículo ya que pretenden reforzar la idea de que Dios es el único salvador. No hay otro más. Esa salvación operada por Jesucristo con su muerte y resurrección se actualiza en el misterio de la Eucaristía y se nos comunica a nosotros por la comunión del Cuerpo y la Sangre de Jesucristo. De este sagrado banquete nos viene hoy copiosamente la misericordia divina y la redención eterna.

«Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo, dice el Señor; el que coma de este pan vivirá para siempre». Del evangelio según san Juan, capítulo 6, versículo 51. Vuelve hoy la liturgia a traernos el evangelio de Juan para recordarnos que el único alimento que perdura para la vida eterna y tiene, además, la capacidad de saciar nuestra hambre de eternidad es el pan eucarístico.

Oración para después de la comunión

«Después de haber participado de Cristo por estos sacramentos, imploramos humildemente tu misericordia, Señor, para que, configurados en la tierra a su imagen, merezcamos participar de su gloria en el cielo. Él, que vive y reina por los siglos de los siglos». De nueva incorporación en el actual misal. Este texto eucológico nos recuerda uno de los frutos inmediatos de la Eucaristía: nos configura cada vez más con Cristo. Comulgar cada domingo no debería convertirse en un acto ritual y rutinario sino en un gesto de amor grande y de agradecimiento aún mayor por los muchos beneficios que recibimos.

La configuración cristológica que experimentamos, progresivamente, en este mundo supone la vía directa para participar de la eternidad, para morar con Cristo en el cielo. No es, pues, como vemos, una gracia que queda aquí en la cotidianidad del mundo sino que nos proyecta a un destino último y eterno que escapa a nuestros pensamientos y, como dijimos anteriormente, “superan todo deseo”.

Visión de conjunto

            Muchas veces se ha venido hablando del amor de Dios a nosotros. Por doquier encontramos mensajes del tipo “Dios te ama”, “Dios te ama tal como eres”. En principio no hay nada que objetar porque es verdad. El amor de Dios por cada uno de nosotros es indiscutible. Pero si solo nos quedáramos en esto, ofreceríamos una visión parcial del mensaje cristiano. Hoy quiero reflexionar con ustedes acerca del amor a Dios, pues amor con amor se paga, aunque ciertamente jamás podremos corresponder, como merece, al amor de Dios.

            Primeramente, para vivir el amor a Dios hemos de colocar la cuestión en su justo término. El amor es, ante todo, un don de Dios. Un don que, junto a la fe y la esperanza, se nos concede en el Bautismo. El amor, junto a la fe y la esperanza, forma la triada llamada “virtudes teologales”. Por tanto, el amor es una virtud que procede de Dios, tiene a Dios como sujeto y se dirige a Dios como destinatario último.

            Así pues, amar a Dios no es algo que dependa de nosotros sino que surge de una gracia especial que Él nos otorga. Solo podremos amarle en cuanto Él nos ama y nos permite amar, como dice el autor de la Primera Carta de Juan: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados” (1Jn 4,10).


            Y aquí radica la segunda idea del amor a Dios. Nosotros, por nuestra limitada capacidad, no podemos amar a Dios como Éste merece. Entre su amor y el nuestro hay un abismo tal que nunca podríamos colmar, por eso era necesario que un amor divino pudiera entablar la paz y la reconciliación entre Dios y los hombres. De ahí que el amor a Dios sea el motor de la vida y el sacrificio de Cristo al Padre. Para Cristo amar a Dios es cumplir su voluntad y en medida en que nosotros nos unimos más estrechamente con Cristo nuestro amor a Dios será más pleno y agradable. Cristo es, pues, el que salva la distancia entre el Padre y las criaturas. Por eso era necesario que Él padeciera su Pasión y entrara así en la gloria: para allanar el camino de nosotros, pobres mortales.

            Pero, hoy, ¿cómo podemos amar a Dios? ¿Cómo mostrar nuestro amor a Él? La respuesta la hallamos en la misma escritura: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas” (Dt 6, 59). Es decir, el hombre debe poner en el empeño de amar a Dios toda su persona íntegra y entera. Todas las potencias del alma, todos los afectos del corazón deben volcarse en amar a Dios sin medida alguna. La mayor empresa que podemos hacer en este mundo es la de amar a Dios.

            En primer lugar, hemos de amarle con la adoración sincera. Pero… ¿Qué es adorar? Nos dice el catecismo: “Adorar a Dios es reconocerle como Dios, como Creador y Salvador, Señor y Dueño de todo lo que existe, como Amor infinito y misericordioso […] Adorar a Dios es reconocer, con respeto y sumisión absolutos, la “nada de la criatura”, que sólo existe por Dios. Adorar a Dios es alabarlo, exaltarle y humillarse a sí mismo, como hace María en el Magníficat, confesando con gratitud que Él ha hecho grandes cosas y que su nombre es santo. La adoración del Dios único libera al hombre del repliegue sobre sí mismo, de la esclavitud del pecado y de la idolatría del mundo” (cf. CEC 2096-2097).

            En segundo lugar, la celebración, al menos dominical, del santo sacrificio de la misa donde se hace presente el misterio del amor de Dios (santificación) y del amor a Dios (ofrenda). La oración personal también es de capital importancia. Una oración que sea elevación del espíritu hacia Dios, una expresión de nuestra adoración a Dios (cf. CEC 2098). La confesión frecuente y la caridad sin límites, coronarán esta vivencia del amor a Dios.


            
Por el contrario, el Catecismo alerta de aquellas desviaciones que faltan al amor a Dios:
La superstición: la desviación del sentimiento religioso y de las prácticas que impone. Puede afectar también al culto que damos al verdadero Dios, por ejemplo, cuando se atribuye una importancia, de algún modo, mágica a ciertas prácticas, por otra parte, legítimas o necesarias. Atribuir su eficacia a la sola materialidad de las oraciones o de los signos sacramentales, prescindiendo de las disposiciones interiores que exigen, es caer en la superstición. (cf. 2111)
La idolatría: consiste en divinizar lo que no es Dios. Hay idolatría desde el momento en que el hombre honra y reverencia a una criatura en lugar de Dios. Trátese de dioses o de demonios (por ejemplo, el satanismo), de poder, de placer, de la raza, de los antepasados, del Estado, del dinero, etc. La idolatría rechaza el único Señorío de Dios; es, por tanto, incompatible con la comunión divina (cf. 2113).
Adivinación y magia: todas las formas de adivinación deben rechazarse: el recurso a Satán o a los demonios, la evocación de los muertos, y otras prácticas que equivocadamente se supone “desvelan” el porvenir. La consulta de horóscopos, la astrología, la quiromancia, la interpretación de presagios y de suertes, los fenómenos de visión, el recurso a “mediums” encierran una voluntad de poder sobre el tiempo, la historia y, finalmente, los hombres, a la vez que un deseo de granjearse la protección de poderes ocultos. Están en contradicción con el honor y el respeto, mezclados de temor amoroso, que debemos solamente a Dios. Todas las prácticas de magia o de hechicería mediante las que se pretende domesticar potencias ocultas para ponerlas a su servicio y obtener un poder sobrenatural sobre el prójimo —aunque sea para procurar la salud—, son gravemente contrarias a la virtud de la religión. El espiritismo implica con frecuencia prácticas adivinatorias o mágicas. Por eso la Iglesia advierte a los fieles que se guarden de él (cf. 2116-2117).
La irreligión: el primer mandamiento de Dios reprueba los principales pecados de irreligión: 1- La acción de tentar a Dios consiste en poner a prueba, de palabra o de obra, su bondad y su omnipotencia. El reto que contiene este tentar a Dios lesiona el respeto y la confianza que debemos a nuestro Creador y Señor (cf. 2119). 2- El sacrilegio consiste en profanar o tratar indignamente los sacramentos y las otras acciones litúrgicas, así como las personas, las cosas y los lugares consagrados a Dios (cf. 2120). 3- La simonía se define como la compra o venta de cosas espirituales. A Simón el mago, que quiso comprar el poder espiritual del que vio dotado a los Apóstoles, Pedro le responde: “Vaya tu dinero a la perdición y tú con él, pues has pensado que el don de Dios se compra con dinero” (cf. 2121)
El ateísmo: en cuanto rechaza o niega la existencia de Dios, el ateísmo es un pecado contra la virtud de la religión. En la génesis y difusión del ateísmo “puede corresponder a los creyentes una parte no pequeña; en cuanto que, por descuido en la educación para la fe, por una exposición falsificada de la doctrina, o también por los defectos de su vida religiosa, moral y social, puede decirse que han velado el verdadero rostro de Dios y de la religión, más que revelarlo” (GS 19, 3). Con frecuencia el ateísmo se funda en una concepción falsa de la autonomía humana, llevada hasta el rechazo de toda dependencia respecto a Dios (GS 20, 1) (cf. 2125-2126).
El agnosticismo: el agnóstico se resiste a negar a Dios; al contrario, postula la existencia de un ser trascendente que no podría revelarse y del que nadie podría decir nada. En otros casos, el agnóstico no se pronuncia sobre la existencia de Dios, manifestando que es imposible probarla e incluso afirmarla o negarla. El agnosticismo puede contener a veces una cierta búsqueda de Dios, pero puede igualmente representar un indiferentismo, una huida ante la cuestión última de la existencia, y una pereza de la conciencia moral. El agnosticismo equivale con mucha frecuencia a un ateísmo práctico (cf. 2127-2128).
Así pues, no nos cansemos nunca de amar a Dios y huyamos de todo aquello que pueda ofenderle.
Dios te bendiga



sábado, 12 de agosto de 2017

¿ESTAS AHÍ, DIOS?


HOMILIA DEL XIX DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO



Queridos hermanos en el Señor:

¿Cuantas veces en la vida parece que Dios no está? ¿Con cuánta frecuencia invocamos el nombre del Señor esperando que nos responda? Incluso pretendemos decirle a Dios cómo tiene que manifestarse, cómo tiene que actuar, cómo tiene que resolver el problema.

Otras tantas veces buscamos manifestaciones prodigiosas de Dios. Hay gente que anda buscando de aquí para allá apariciones, milagros, mensajes y revelaciones rozando lo paranormal y lo escabroso. Pareciera que nos les basta la revelación normal de Dios plasmada en la Escritura y la Tradición de la Iglesia.

Frente a estas malformaciones en la comprensión del actuar divino las lecturas de este domingo nos dan las claves para saber ver a Dios en lo ordinario de la vida, para saborear su actuar en nosotros sin estridencias ni escrúpulos.



La experiencia del profeta Elías es la de aquellos que aguardan la presencia de Dios en sus vidas. Ni el huracán ni el terremoto ni en el fuego, que son símbolos de las manifestaciones prodigiosas y espectaculares, estaba Dios. Todo esto nos habla de la belleza de lo ordinario, de la santidad de la rutina. Es el Dios que actúa día a día, con un hacer casi imperceptible como el de la brisa suave.

En una de sus cartas, la Madre Teresa de Calcuta cuenta como mientras que aquellos que le rodeaban podían percibir la obra que Dios iba realizando en torno a ella, a ella Dios no le dejaba verla. Esta experiencia también podemos padecerla nosotros: cuántas veces oramos sin sentir nada, sin experimentar la conversión mientras que otros si perciben las gracias divinas que Dios nos regala. Así actúa Dios: en lo escondido y en lo ordinario, para que tengamos una vida cristiana normal y sana, centrada en lo esencial y adornada de la paz que da el saber que Él nunca nos abandona.



Pero todo lo anterior no puede ser conocido por nosotros a través de la desnuda razón y la pura inteligencia sino que se necesita una fuerza sobrenatural que potencie  y de vigor a nuestro conocimiento esto es: la fe.

La fe está en el centro del pasaje evangélico que acabamos de escuchar. Ante las aguas agitadas del mar, los discípulos se llenan de miedo y desconfianza. No tienen seguridad, pueden naufragar, pero saben que Jesús está por allí. Para buscar a Dios es necesaria la fe.

La ausencia de Dios en la vida de las personas va siempre acompañada de los siguientes rasgos: pereza por las cosas de Dios, intranquilidad e inestabilidad en la vida, desconcierto espiritual, agobio por los problemas, que tienden a magnificarse, etc. en estas circunstancias es donde la fe se hace más necesaria aún. Pero no una fe cualquiera, sino la fe que busca a Cristo como persona creíble. Es una fe cristocéntrica. La apelación de Jesús resuena con más fuerza en estas situaciones: “Ánimo, soy yo, no temáis”.

Cristo nos llama, nos dice “Ven”, a confiar cada vez más en Él. A no dudar de su palabra y de su obra en nosotros “¿Por qué has dudado?” ¿Por qué dudamos? ¿Por qué nos cuesta tanto abandonarnos en sus manos? Pues porque, en definitiva, somos como san Pedro, hombres y mujeres de poca fe. Y eso Dios lo sabe y por eso está, continuamente, dándonos pruebas de su amor para alentar nuestra vida y guiarnos a la verdad plena.

Solo cuando uno se ha encontrado con Cristo y mediante la fe es capaz de ver la acción de Dios en su vida: actuando silenciosa y calladamente pero con gran eficacia; entonces podremos concluir al final de nuestra existencia confesando la única, verdadera y santa fe, al decir “Realmente eres Hijo de Dios”. Así sea.

Dios te bendiga

viernes, 11 de agosto de 2017

DOMINGO XIX DEL TIEMPO ORDINARIO





Antífona de entrada

«Piensa, Señor, en tu alianza, no olvides sin remedio la vida de tus pobres. Levántate, oh Dios, defiende tu casa, no olvides las voces de los que acuden a ti». Formada a partir de los versículos 20, 19, 22 y 23 del salmo 73. Cada domingo, en la celebración de la Santa Misa renovamos la alianza nueva y definitiva sellada con la sangre preciosísima de Cristo. Este pacto eterno tiene por objeto dar vida plena a los pobres que acuden y suplican al Señor en medio de un mundo depravado que busca apartarnos del amor de Dios con sus pompas y lisonjas que no son sino coronas que el tiempo marchita.

Oración colecta

«Dios todopoderoso y eterno, a quien, instruidos por el Espíritu Santo, nos atrevemos a llamar Padre, renueva en nuestros corazones el espíritu de la adopción filial, para que merezcamos acceder a la herencia prometida. Por nuestro Señor Jesucristo». Con algunas variaciones, ya aparece en el sacramentario gelasiano antiguo (s. VIII). Sabemos por cita del texto bíblico que solo el Espíritu Santo puede movernos a a llamar a Dios “Abba-Padre”. Este mismo Espíritu es el que nos hace pasar de ser meras criaturas naturales a ser hijos de Dios por adopción; de nacer al renacer, del pecado a la gracia. A esto le llamamos espíritu de adopción porque, en definitiva, nos hace hijos en el Hijo. Del mismo modo, este Espíritu siembra en nosotros la semilla de la vida eterna, hace que el hombre sea portador de valores y bienes eternos.

Oración sobre las ofrendas

«Acepta complacido, Señor, los dones que en tu misericordia has dado a tu Iglesia para que pueda ofrecértelos, y que ahora transformas con tu poder en sacramento de nuestra salvación. Por Jesucristo, nuestro Señor». Nueva incorporación. Volvemos a traer aquí el tema de la oración sobre las ofrendas del domingo XVII del Tiempo Ordinario. Dios nos provee de lo necesario para vivir cada día y para ofrecerle un sacrificio agradable y acorde a su divina majestad. Como ya dijimos anteriormente: no es pura acción humana, sino que en el culto Dios compromete su poder y su palabra. El culto solo es posible en tanto en cuanto la acción del Espíritu potencia la desnuda naturaleza elevándola a alimento sobrenatural para el alma.

Antífonas de comunión

«Glorifica al Señor, Jerusalén, que te sacia con flor de harina». Del salmo 147, versículos 12 y 14. Esta aclamación está referida a la Iglesia de todos los tiempos que, en este momento de la celebración, vuelve a ser alimentada por su Señor mientras espera la gran manifestación de la Jerusalén celeste que se nos descubrirá en la gloria eterna.

«El pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo, dice el Señor». Del capítulo 6 del evangelio según san Juan, versículo 51. A poco que observemos, nos daremos cuenta que el evangelio de Juan no deja de estar presente en la liturgia a lo largo del año. El capítulo 6 de este escrito neo-testamentario nos ofrece un sinfín de posibilidades para explicitar el misterio eucarístico que se nos da en alimento en cada eucaristía. Cristo, ahora, convoca a sus fieles para que le reciban en alimento pero no para ellos solos sino para que den testimonio de fe en Él en medio del mundo, de ahí que este pan pueda dar vida al mundo.

Oración para después de la comunión

«La comunión en tus sacramentos nos salve, Señor, y nos afiance en la luz de tu verdad. Por Jesucristo, nuestro Señor». Tomada del sacramentario gelasiano antiguo (s. VIII) y presente en el misal romano de 1570. Estamos ante un texto al más puro ingenio romano: breve y conciso. La comunión tiene dos efectos: la salvación y el afianzamiento en Dios (luz de la Verdad).


Visión de conjunto

El salmo 8 comienzo su canto lírico lanzándonos una pregunta “¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él? ¿el ser humano para darle poder?” es la gran pregunta desde que estamos en este mundo y desde el inicio de la historia humana. “¿Quiénes somos?”, “¿Qué hacemos aquí?”, “¿Cuál es nuestro destino último?” son los grandes interrogantes que han marcado el pensamiento de la humanidad.

Muchas han sido las respuestas y diversos los ámbitos desde donde se han ofrecido: filosofía, ciencia, religión, etc. Sin embargo, todas han sido aproximaciones limitadas ya que no abarcaban la realidad en su totalidad porque o bien prescindían de la dimensión interior del hombre o bien de su exterioridad. A este intento de respuesta sobre el ser del hombre lo llamamos “Antropología”.

El idealismo de Platón definía al hombre por su interioridad: un alma encerrada en un cuerpo de carne que hacía las veces de prisión o cárcel y del que debía de salir mediante un proceso de purificación hasta volver al mundo de las ideas de donde descendió. Aristóteles, sin embargo, en una dimensión más realista del hombre lo define por el compuesto psico-somático: el hombre es uno en cuerpo y alma. Estos dos polos, dualismo o unitarismo, han encerrado la oscilación de definición de hombre.

Pero la llegada de la revelación bíblica ha supuesto un antes y un después en el concepto de hombre. El hombre es, ante todo, criatura: ser animado e informado por la voluntad creadora y salvífica de Dios. El hombre es un compuesto de adamah (tierra) y ruah (soplo divino), es decir, real y espiritual, físico y psíquico, sujeto al devenir del mundo y portador de valores eternos. Se es hombre entero por el hecho de haber venido a este mundo, por haber nacido de la carne y de la sangre.

Pero no queda todo ahí. Dios no se conforma con hacernos hombre o mujer biológicamente, piscológicamente y afectivamente. No. Dios quiere elevar la naturaleza humana a un nivel superior, a un nivel sobrenatural, esto es, pasar de ser meras criaturas a ser hijos de Dios. Este prodigio se realiza por medio de la recepción del santo Bautismo único camino conocido para salvación (cf. CEC 1257).

¿Qué entendemos en la expresión “filiación divina”? es lo mismo que decir “ser hijos de Dios”. Por filiación divina, estrictamente, entendemos la relación que mantienen Jesucristo (el Hijo) con el Padre eterno “Este es mi hijo amado, escuchadlo” (cf. Mt 17,5). Jesucristo es el Hijo de Dios, el único Hijo, el Unigénito. ¿Y nosotros? ¿Lo somos o no? Y si lo somos, ¿en qué sentido? Efectivamente nosotros también podemos llamarnos hijos de Dios, pero no en un sentido de filiación directa como lo es Cristo respecto del Padre, sino en un sentido adoptivo, somos hijos en el Hijo. A esto lo llamamos “adopción filial”. Y es uno de los frutos inmediatos del Bautismo, como nos lo recuerda el Catecismo de la Iglesia: “por el Bautismo somos liberados del pecado y regenerados como hijos de Dios, llegamos a ser miembros de Cristo y somos incorporados a la Iglesia y hechos partícipes de su misión” (cf. CEC 1213).

Por último, el artífice de este prodigio maravilloso no es otro que el Espíritu Santo que nos hace clamar Abba-Padre (cf. Rom 8,15). Por el Bautismo y la Confirmación hemos recibido un Espíritu de adopción que  nos hace llamarnos, y ser en verdad, hijos de Dios en el Hijo Único de su amor que es Cristo.

Así pues, queridos lectores, efectivamente somos algo más que criaturas, somos algo más que un mero producto de la evolución. La pregunta del salmo 8 halla aquí su respuesta, somos hijos de Dios pero aún no se ha manifestado del todo lo que seremos, pues como bien nos dice la primera carta de san Juan, cuando venga Cristo seremos semejantes a Él (cf. 1 Jn 3,2), es decir, participaremos plenamente de la divinidad. De este modo, decir que se es hijo de Dios es un don pero también supone una tarea que se inició en el Bautismo y que aguarda su plenitud en el Reino celestial donde los hijos brillarán con un nuevo resplandor (cf. Mt 13,43).

Aprovechemos, pues, estos días de vacaciones para pensar bien esta gran gracia inmerecida que hemos recibido en el Bautismo. Queridos lectores, somos hijos de Dios por adopción, hermanos en Cristo y coherederos de la herencia incorruptible de los tesoros del cielo. Allí está la casa de nuestro Padre y nuestra verdadera Patria. Caminemos, pues, en fidelidad a esta meta última actuando y viviendo como lo que somos en realidad: los  hijos de Dios.

Dios te bendiga


sábado, 5 de agosto de 2017

Y SE TRANSFIGURÓ DELANTE DE ELLOS


HOMILÍA EN LA FIESTA DE LA TRANSFIGURACIÓN DEL SEÑOR


Queridos hermanos en el Señor:

El tiempo ordinario en que nos encontramos esta jalonado de fiestas, memorias y solemnidades referidas al Señor o a su Madre o a los santos que pretenden hacernos ver que el Misterio de Cristo no queda perdido en el tiempo sino que se concreta en la vida de muchos testigos que han dejado transparentar la luz del misterio pascual en sus vidas.

En este domingo, la secuencia del tiempo ordinario se ve interrumpida por una fiesta especial en el calendario litúrgico: especial por dos motivos: por ser un misterio de luz del Señor, donde Cristo se nos muestra con toda su gloria, poder y divinidad; y segundo motivo, por ser una fiesta que une a la Iglesia de oriente con la de occidente. Es, por tanto, en este sentido, una fiesta ecuménica.

A diferencia de la Cuaresma, donde la Transfiguración es el prólogo de la pasión del Señor y el acento se pone en la necesidad de escuchar la voz de Cristo en medio del desierto cuaresmal; la fiesta de hoy  quiere situarnos en la contemplación estática del misterio de Cristo glorioso, el Kyrios (= Señor) que vive en su Iglesia y que vuelve a manifestarse como tal en la celebración de la liturgia, haciendo del altar un nuevo Tabor.

La fiesta de la Transfiguración, hoy día, quiere recordarnos la esencia más profunda de nuestra religión católica: la trascendencia, es decir, ir más allá de los velos que la realidad impone. Podemos correr el riesgo de reducir la fe a un puro sentimiento de tal manera que la religión se desvanece en el ir y venir de lo que experimentamos o no. El problema de todo es el haber perdido el sentido de la trascendencia. Solo vivimos para el placer, el bienestar, la salud y el dinero olvidando, irremediablemente, que el ser humano se distingue del reino animal porque tiene alma. Un alma que necesita ser nutrida por la gracia, que necesita el alimento espiritual que le proporcionan los sacramentos. Y como consecuencia de haber perdido este horizonte, acabamos acudiendo a tarotistas, nigromantes, ouija, espiritismo, etc. Todo para saciar la sed de trascendencia que nuestra alma requiere y nosotros le negamos. Al fin y al cabo, en lugar de darle agua pura y cristalina le damos el peor de los venenos que la abocan, irremediablemente, a morir.

El misterio de la Transfiguración nos ofrece el destino último del cristiano: ser transformados a imagen perfecta de Cristo para participar de su divinidad. Esta meta última de la vida supone la realización plena de las profecías antiguas, del empeño humano de ser como Dios. A diferencia de la serpiente del Génesis, Cristo nos ofrece una verdadera y plena divinización con Dios y nunca sin Él. Pero no creáis, hermanos, que esto es una especie de premio reservado para el final de la vida. No. En nosotros, la Transfiguración es un proceso que se inicia en el bautismo y que va desarrollándose en la vida mediante la vivencia de las virtudes teologales y el cumplimiento de los compromisos bautismales o de la vida cristiana. De esta manera, con la muerte esta progresiva divinización va llegando a su punto final, pues vivimos para siempre en Dios, participando de su vida divina, por toda la eternidad.

De este modo, hermanos, vemos que no somos un producto de la pura y desnuda bilogía; que nuestra vida no es fruto de la casualidad ni el devenir de los astros. No. Cada uno de nosotros, somos algo más que la realidad que vemos y sentimos; somos queridos por Dios, llamados por su voluntad a existir. Cuando estamos a punto de acercarnos al Tabor del altar, debemos disponer nuestro corazón para volver a confesar nuestra fe en Cristo, muerto resucitado. Volver a experimentar el gozo de su compañía que hizo exclamar al apóstol Pedro “Maestro qué bien se está aquí”.

Caminemos, pues, hermanos, con plena confianza al Tabor para encontrarnos con el Dios y hombre verdadero que al igual que el cambió sus vestiduras en un blanco deslumbrante, hoy quiere transformarnos en hombres y mujeres renovados por su gracia para dar testimonio de su amor, poder y gloria en medio del mundo. Así sea.

Dios te bendiga

viernes, 4 de agosto de 2017

LA TRANSFIGURACIÓN DEL SEÑOR





Antífona de entrada

«Se manifestó el Espíritu Santo en una nube luminosa y se oyó la voz del Padre que dijo: “Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadlo”». Tomada del relato de la Transfiguración de Mt 17, 5. Esta antífona al inicio de la celebración nos invita a contemplar el misterio de la Transfiguración en toda su profundidad. Hoy el Tabor es el templo de Dios donde vuelve a manifestarse la Trinidad hablando, iluminando e invitando a escuchar al Verbo de la vida, Jesucristo, el Señor.

Oración colecta

«Oh Dios, que en la gloriosa Transfiguración de tu Unigénito confirmaste los misterios de la fe con el testimonio de los que lo precedieron y prefiguraste maravillosamente la perfecta adopción de los hijos, concede a tus siervos que, escuchando la voz de tu Hijo amado, merezcamos ser sus coherederos. Por nuestro Señor Jesucristo». Con algunas variantes, se ha tomado de la del misal romano de 1570. El acontecimiento de la Transfiguración se sitúa al final de la vida pública de Cristo como prólogo a su pasión, muerte y resurrección, de ahí que sirva como confirmatorio de la predicación y milagros operados por Él; y para hacer ver que estos misterios dan cumplimiento a las antiguas profecías, Moisés y Elías son sus garantes.

La fiesta de hoy nos sitúa ante lo que el Bautismo realiza en cada uno de nosotros, que está bastante bien expresado en el rito de la imposición de la vestidura blanca, sabiendo que esto que se efectúa en germen un día brotará cuál planta frondosa en la eternidad.

Oración sobre las ofrendas

«Te rogamos, Señor, que santifiques la ofrenda que te presentamos en la gloriosa Transfiguración de tu Unigénito y que, con los resplandores de su luz, nos limpies de las manchas de los pecados. Por Jesucristo, nuestro Señor». De nueva incorporación. Nos preparamos para entrar en el corazón de la misa. El Tabor del altar se dispone para acoger una nueva manifestación de la gloria del “kyrios” (= Señor).

La liturgia hace un requiebro mistagógico usando la imagen de los rayos luminosos que desprende el cuerpo transfigurado de Cristo como imagen del Espíritu Santo que hace que los dones presentados sean algo más que pan y vino y que los fieles sean purificados de sus pecados.

Antífona de comunión

          «Cuando Cristo se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es». Tomada de la primera carta del apóstol san Juan, capítulo 3, versículo 2. En el misterio de la Transfiguración Cristo se ha manifestado en toda su gloria y divinidad dándonos a conocer el destino último del que participaremos al final de los tiempos, pero mientras tanto, mientras dura el tránsito por este mundo, la peregrinación de esta vida, este misterio se nos da por anticipado en la Sagrada Comunión “prenda de la gloria futura”.

Oración para después de la comunión

            «Que el alimento celestial que hemos recibido, Señor, nos transforme en imagen de tu Hijo, cuya claridad has querido manifestarnos en su gloriosa Transfiguración. Por Jesucristo, nuestro Señor». De nueva creación. Este texto sintetiza todo lo destilado de los textos precedentes: la Transfiguración como transformación personal del cristiano que debe transparentar a Cristo y como la Eucaristía no solo es manifestación de la gloria del Señor Jesucristo, sino alimento que nos transforma y adelanta el destino que nos tiene reservado al final de los tiempos.


Visión de conjunto

A lo largo del año, la liturgia conmemora por dos veces el misterio de la Transfiguración: una en cuaresma y la otra en el tiempo ordinario. ¿A qué se debe esto? ¿Por qué esta duplicación? ¿Si es el mismo misterio cuál es la diferencia? La diferencia es la siguiente: la Cuaresma es un tiempo litúrgico autónomo que imprime un carácter penitencial y austero al tiempo cristiano y, por tanto, de alguna manera condiciona todas las fiestas y misterios que se albergan en él, como es el caso de la Transfiguración del Señor que se conmemora el II Domingo de Cuaresma donde el acento no está tanto en el misterio en sí sino en el camino hacia la gloria emprendido por Cristo y la necesidad de escuchar con atención al Hijo del Padre. Por otra parte, el Tiempo Ordinario no ofrece ninguna continuidad que determine el tiempo sino que se ve salpicado por domingos, memorias, fiestas y solemnidades, que no se demandan unas a otros, sino que son autónomas e independientes; esto supone que el 6 de agosto sea una fiesta centrada en el misterio de la Transfiguración, propiamente, y las consecuencias teológico-morales que de él se desprenden.

Esta fiesta pretende ser también un puente de unión entre el oriente cristiano y el occidente, ya que su origen lo hallamos en Bizancio aunque La fiesta de la Transfiguración del Señor se venía celebrando desde muy antiguo en las iglesias de Oriente y Occidente, pero el papa Calixto III, en 1457 la extendió a toda la cristiandad para conmemorar la victoria que los cristianos obtuvieron en Belgrado, sobre Mahomet II, orgulloso conquistador de Constantinopla y enemigo del cristianismo, y cuya noticia llegó a Roma el 6 de agosto. Aún así, para la liturgia romana, este misterio del Señor ha quedado en esa categoría litúrgica de “fiesta” mientras que en la Iglesia de Oriente se celebra como gran solemnidad.

La Iglesia hoy se reviste, nuevamente, de luz. De una luz que le viene de lo alto, de los misterios que celebra en el altar. Hoy se nos invita a contemplar la que será, un día, imagen perfecta del cristiano y de la Iglesia. A los nueve días de celebrar la Transfiguración, la Iglesia ve realizada su vocación eterna en la Asunción de María, fruto primero de los méritos de Cristo y consecuencia lógica de aquella que, en virtud de estos, nació sin mácula de pecado original y vivió sin acometer pecado personal. La fiesta del 6 de agosto y del 15 está unidas muy estrechamente en lo que se refiere a nosotros, pues no podemos olvidar que Cristo y María están mutuamente implicados en la redención humana, si bien ésta de manera subordinada al Hijo, pero participe igualmente.

Ánimo y a vivir espiritualmente lo mejor posible esta fiesta del año litúrgico.

Dios te bendiga