sábado, 30 de septiembre de 2017

LA INTENCIÓN NO ES LO QUE CUENTA


DOMINGO XXVI DEL TIEMPO ORDINARIO


Queridos hermanos en el Señor:

            ¿Cuántas veces escuchamos “la intención es lo que cuenta”? quizá por conformarnos con las migajas de la resignación, quizá por sobrevivir a la amargura de la propia limitación. Pero no. No siempre la intención es lo que cuenta. La vida no se vive de buenas intenciones por muy nobles que fueren. Esto es así porque la intención pertenece al ámbito de lo íntimo humano, es decir, a la subjetividad, lo que supone que el otro, el prójimo al que iba destinada la acción no tiene porqué conocer dicha intención. La pura buena intención a veces nos traiciona y no nos deja llevar a cabo los actos que nos proponemos: todo lo quedamos en intenciones pero a la hora de la verdad nunca se concreta nada. Así pues, será necesario vivir la simbiosis entre intención y actuación.

            Esta es la diatriba de fondo en que se desarrollan las lecturas de hoy. Se nos plantea un problema: Vivir la voluntad de Dios o dicho de otra manera, vivir la dimensión obediente de la fe cristiana.

            La voluntad de Dios es el designio amoroso y salvífico que Dios dispone para que nuestra vida camine por la vía del bien y la felicidad. La voluntad de Dios nos presenta un horizonte existencial que el hombre debe aprehender para desarrollar su vocación a la santidad. Esta voluntad divina se debe aceptar por la fe. Cuando lo hacemos, nuestra vida se llena de paz en medio de la guerra espiritual en que nos debatimos.

Pero las lecturas de hoy nos presentan dos actitudes a la hora de aceptar o no por la fe la voluntad de Dios:

1. La primera es la de aquellos que tienen buena intención y disposición para cumplirla pero todo se queda ahí, no se lleva a efecto. Es – en palabras del profeta Ezequiel – el justo que se aparta poco a poco del bien. El segundo hijo de la parábola de hoy: “iré” pero no fue. Es una actitud que deviene en maldad y pecado; porque esto es lo que supone el rechazo y la irrealización de la voluntad de Dios.

2. La segunda es la de aquellos que al principio se rebelan y no aceptan la voluntad de Dios porque les parece incomprensible, porque es difícil, por una mala experiencia que les hizo caer en el ateísmo, etc. pero que al final recapacitan y la acometen. Es – en palabras de Ezequiel – la actitud del pecador que se convierte y se salva. Según la parábola del Evangelio es la actitud del primer hijo. Esto es lo que llamamos conversión y obediencia de fe.
¿En cuál de estas dos te encuentras tú actualmente? ¿Cuál es la que más abunda en tu vida? ¿Cómo has llegado a ella?

¿Por qué es posible esta última actitud de obediencia de fe? nos lo recordaba el salmo: porque el Señor recuerda su misericordia eternamente. El sabe de nuestra debilidad y nuestra flaqueza, conoce los pecados de nuestra juventud, es decir, de la primera reacción de rechazo pero prefiere primar la bondad de la acción última del converso al que ha enseñado su camino.

¿Quién nos ha ofrecido el ejemplo más eximio de cumplir la voluntad de Dios? No es otro que el mismo Jesucristo quien siendo de condición divina se hizo hombre hasta morir en la cruz y por eso se le concedió el ser exaltado sobre todo. Del mismo modo quien se humilla para cumplir la voluntad de Dios se granjea la gloria eterna, es decir, ser ensalzado sobre todo. De ahí que san Pablo nos exhorte hoy a tener los mismos sentimientos de Cristo Jesús.

Pues ánimo, hermanos, procuremos vivir nuestra vida santamente teniendo claro cuál es la meta de nuestra vida: buscar el hacer siempre y en todo la voluntad de Dios con buena disposición y sin intenciones “buenistas” que nunca se concluyen. Solo lo haremos ayudados por la gracia de Dios que potencia y conforta nuestra débil voluntad. Así sea.

Dios te bendiga

viernes, 29 de septiembre de 2017

DOMINGO XXVI DEL TIEMPO ORDINARIO





Antífona de entrada

«Cuanto has hecho con nosotros, Señor, es un castigo merecido, porque hemos pecado contra ti y no hemos obedecido tus mandamientos; pero da gloria a tu nombre y trátanos según tu gran misericordia». Del libro del profeta Daniel, capítulo 3, versículos 31 y 29 y 30 y 43 y 42. Tras la profanación del templo de Jerusalén por parte del rey Nabucodonosor, Azarías eleva una súplica de la comunidad confesando la culpa del pueblo por haber caído en el pecado de idolatría. Pero al lado de la confesión de culpas encontramos la apelación a la misericordia infinita de Dios. La antífona de la misa de hoy nos indica el tono penitencial del resto del formulario; sin embargo, debemos tener en cuenta que es domingo y por tanto la confesión de la culpa está marcada por el poder indulgente del resucitado que nos lleva al cielo borrando nuestros delitos.

Oración colecta

«Oh Dios, que manifiestas tu poder sobre todo con el perdón y la misericordia, aumenta en nosotros tu gracia, para que aspirando a tus promesas, nos hagas participar de los bienes del cielo. Por nuestro Señor, Jesucristo». Aparece por vez primera en el sacramentario gelasiano antiguo (s. VIII) y mantenida en el misal romano de 1570. Frente a la antífona de entrada donde hemos visto como Azarías habla de la posibilidad de un castigo como expresión del poder divino, la oración colecta dice que Dios como verdaderamente manifiesta su poder es con el poder y la misericordia. De este Dios misericordioso nos viene la gracia de poder un día participar de su vida divina, la mayor promesa referida y la más alta aspiración del hombre.

Oración sobre las ofrendas

«Concédenos, Dios de misericordia, aceptar esta ofrenda nuestra y que, por ella, se abra para nosotros la fuente de toda bendición. Por Jesucristo, nuestro Señor». De nueva incorporación. El hombre no puede ofrecer a Dios otra cosa que la que Dios le ha dado para que le ofrende. Los dones del pan, del vino y el agua, al ser convertidas en Cuerpo y Sangre del Señor, son la llave que abre la puerta de la gracia del cielo que no es otra sino el mismo Jesucristo.

Antífonas de comunión

«Recuerda la palabra que diste a tu siervo, Señor, de la que hiciste mi esperanza; este es mi consuelo en la aflicción». Del salmo 118, versículos del 49 al 50. Siguiendo el tono penitencial de la misa, la recepción del Cuerpo y la Sangre del Señor nos ofrece un momento propicio de solaz y consuelo en el duro combate contra el mal y el pecado en esta vida. La palabra prometida que inspira la esperanza del cristiano es la de aquella por la cual Cristo dijo que estaría con nosotros hasta el fin del mundo. Su continua presencia en la Eucaristía es la cumplida promesa que nos consuela y alienta para seguir adelante.

«En esto hemos conocido el amor de Dios: en que él dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar nuestra vida por los hermanos». De la primera carta del apóstol san Juan, capítulo 3, versículos 16. La Eucaristía es sacramento de la entrega pascual de Cristo y por tanto figura y ejemplo de nuestra propia entrega pues nadie tiene más amor que el que entrega su vida por los demás.

Oración después de la comunión

«Señor, que el sacramento del cielo renueve nuestro cuerpo y nuestro espíritu, para que seamos coherederos en la gloria de aquel cuya muerte hemos anunciado y compartido. Él, que vive y reina por los siglos de los siglos». Esta oración hunde sus raíces en su primera parte [Señor,…espíritu] en el sacramentario de Angoulenme (s. IX) el resto es nuevo. Es una oración que parte de una antropología unitaria: la gracia del sacramento afecta a todo el hombre entero, pues todo él (cuerpo y alma) está llamado a la gloria, primero el alma en el juicio particular y después el cuerpo resucitando en el juicio universal. Por otra parte, la Eucaristía, en este sentido, vuelve a ser considerada desde la óptica escatológica: por este sacramento anticipamos la gloria eterna que Cristo nos ganó con su pascua; pascua que anunciamos y compartimos en este alimento sacramental.

Visión de conjunto

¡Cuán difícil es la función de ser padres! ¡Qué complicado es educar a los hijos! Por ellos harías cualquier cosa. Estás pendiente de todo. Te importa todo lo suyo. A veces debes echar mano de la severidad y otra de la vehemencia para que te obedezcan, sazonado todo ello con la ternura y el cariño. Pues bien. Todo esto, queridos lectores, los que sois padres o madres de familia y tenéis o habéis tenido hijos a vuestro cargo sabéis bien lo que es, lo que significa y lo que supone.

Creo que educar a una persona debe ser de las tareas más hermosas que hay, a la par que difícil. Nunca sabes cómo vas a atinar con ellos. Sin embargo, todo lo haces por su bien y con miras a su mejor formación y defensa en la vida.

Del mismo modo, actúa Dios con nosotros, sus hijos. Él, a través de diversos modos, va educándonos en la vida de la gracia. Sus enseñanzas se van mostrando a los hombres a través de aquello que llamamos “los signos de los tiempos”, esto es, acontecimiento o señal de diverso orden por medio del cual Dios se muestra a los hombres. Pero… ¿Y el castigo? ¿Dios castiga? La experiencia humana de quien le toca educar a los hijos nos dice que cuando uno de la prole hace algo malo debe recibir una reprimenda para hacerle ver la maldad y fealdad del acto cometido. Luego es deber y obligación de los padres, en aras a la buena educación de su hijo, el castigarlo.


¿Qué dice la Escritura? Veamos: “Hijo mío, no desprecies la disciplina del Señor, ni te ofendas por sus reprensiones. Porque el Señor disciplina a los que ama, como corrige un padre a su hijo querido” (Prov 3, 11-12). Otra: “Ciertamente, ninguna disciplina, en el momento de recibirla, parece agradable, sino más bien penosa; sin embargo, después produce una cosecha de justicia y paz para quienes han sido entrenados por ella” (Heb 12,11) y “Yo reprendo y disciplino a todos los que amo. Por lo tanto, sé fervoroso y arrepiéntete” (Ap 3,19).

Según se desprende de estos textos, Dios castiga a sus hijos buscando su perfeccionamiento. En este sentido, el castigo divino es una prueba de amor que busca aquilatar nuestra vida espiritual para sacar lo mejor de nosotros.

Otras veces, el castigo viene motivado por el mismo pecado: “Arrepiéntanse y apártense de todas sus maldades, para que el pecado no les acarree la ruina”(Ez 18, 30). Porque el pecado del cual no se arrepiente uno, no queda impune. Recordemos la vieja pregunta del Catecismo: “¿Quién es Dios? - Dios es nuestro Padre, que está en los cielos; Creador y Señor de todas las cosas, que premia a los buenos y castiga a los malos”. Los buenos no son tales por si mismos sino por el arrepentimiento y la acción de la gracia en ellos. Los malos son tales en cuanto han pecado y no quieren redimirse.

Tener esto claro puede ayudarnos a vivir una vida espiritual sana y evitar dos extremos: 1. La “manga ancha”: es la actitud del que piensa que Dios no mira los pecados sino que lo perdona y comprende todo y transige todo. Es un Dios sin incidencia personal. Me quiere tal como soy y eso basta y se conforma. 2. Los “escrúpulos espirituales”: es la actitud del que ve pecado en todo y a cada paso que da incurre en un pecado nimio. Es un Dios vengador de maldades, incapaz de sentir compasión ni lástima por el hombre pecador. El horizonte de la salvación se ve cada vez más lejano. Ambas posturas son erróneas y pueden llevar a la perdición.

La actitud intermedia es la de aquel que confía toda su vida en la gracia divina, que reconoce que sin Dios no puede hacer nada y por tanto sabe que todo lo bueno que tiene es don suyo y que lo malo es corrección divina para superarse y seguir progresando humana y espiritualmente. Es la actitud del que se reconoce pecador y necesitado de misericordia y compasión. Quien así lo vive es el justo y el bueno.

De esta manera se entiende y soluciona la aparente contradicción que descubríamos en el formulario de la misa de hoy: “Cuanto has hecho con nosotros, Señor, es un castigo merecido” (Ant. entrada) y “Oh Dios, que manifiestas tu poder sobre todo con el perdón y la misericordia” (O. Colecta). El castigo merecido no es incompatible con la misericordia y el perdón generoso, pues tras la absolución viene la penitencia y la restitución.

Así pues, queridos lectores, dejémonos educar por Dios y transformar por su gracia y su perdón.

Dios te bendiga

miércoles, 27 de septiembre de 2017

MISAS POR DIVERSAS NECESIDADES (I)



PRESENTACIÓN


Iniciamos un nuevo curso en este año 2017 que se prolongará a lo largo del primer semestre del 2018. Durante este verano, entre viajes, vacaciones y quehaceres parroquiales, he dado vuelta a qué tratar con ustedes en este curso que se avecinaba inexorablemente. Así pues, después de pensar y barajar algunos temas, he decidido este año ir comentando cada miércoles un formulario del misal romano de la sección “Misas y oraciones por diversas necesidades”.

Esta sección de la tercera edición del misal romano se divide en tres apartados: 1. Por la Iglesia; II. Por las necesidades públicas; III. En diversas necesidades. Cada apartado a su ve contiene una serie de formularios de lo más variado:

       I.            Por la Iglesia:

1.      Por la Iglesia (A-B-C-D-E).

2.      Por el Papa

3.      Por el obispo

4.      Para elegir un Papa o un obispo

5.      Por el concilio o el sínodo

6.      Por los sacerdotes

7.      Por el propio sacerdote (A-B-C)

8.      Por los ministros de la Iglesia

9.      Por las vocaciones a las Sagradas Órdenes

10.  Por los laicos

11.  Aniversarios de matrimonios

12.  Por la familia

13.  Por los religiosos (A-B)

14.  Por las vocaciones a ña vida religiosa

15.  Para fomentar la concordia

16.  Para la reconciliación

17.  Por la unidad de los cristianos (A-B-C)

18.  Por la evangelización de los pueblos (A-B)

19.  Por los cristianos perseguidos

20.  En una reunión espiritual o pastoral

    II.            Por las necesidades públicas:

21.  Por la patria o la ciudad

22.  Por los gobernantes

23.  Por las asambleas de los gobernantes de las naciones

24.  Por la máxima autoridad de la nación o el Rey

25.  Al comienzo del año civil

26.  Por la santificación del trabajo humano (A-B)

27.  En tiempo de siembra (A-B)

28.  Para después de las cosechas

29.  Por el progreso de los pueblos

30.  Por la paz y la justicia (A-B)

31.  En tiempo de guerra y desorden

32.  Por los prófugos y exiliados

33.  En tiempo de hambre o por los que padecen hambre (A-B)

34.  En tiempo de terremoto

35.  Para pedir la lluvia

36.  Para pedir el buen tiempo

37.  Para alejar las tempestades

 III.            En diversas necesidades:

38.  Por el perdón de los pecados (A-B)

39.  Para pedir la continencia

40.  Para pedir la caridad

41.  Por los familiares y amigos

42.  Por los que nos afligen

43.  Por los cautivos

44.  Por los encarcelados

45.  Por los enfermos

46.  Por los moribundos

47.  Para pedir la gracia de una buena muerte

48.  En cualquier necesidad (A-B-C)

49.  Para dar gracias a Dios (A-B)

Como ven son temas interesantes que afectan más o menos a nuestra vida o a la vida de las personas en general. La Iglesia, como madre que es, pretende con estos formularios litúrgicos acompañar el camino de la vida de sus hijos, santificando cada circunstancia y cada necesidad que estos pudieran tener.

El fundamento y razón de ser de este conglomerado de oraciones y misas está en la Constitución pastoral Gaudium et Spes del Concilio Ecuménico Vaticano II, que se abre con estas palabras: «Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo» (GS 1). Siguiendo esta idea teológico-pastoral, la liturgia, savia de la Iglesia, no podía verse exenta de asumir en ella la vida y las circunstancias de los hombres y mujeres del mundo, de ahí que la idea motriz de la reforma litúrgica, la “participación litúrgica activa”, llevara pareja la de hacer de la vida del cristiano un culto existencial rompiendo así con la visión jurídica y formal de la liturgia y la desconexión de ésta con la vida de los fieles.


Para la exposición de estos formularios lo haremos usando el triple esquema “Misterio-Celebración-Vida” o en palabras de la tradición “lex credendi-lex orandi-lex agendi” (= ley del creer, ley del orar, ley del obrar). 

Por nuestra parte solo resta acoger con amor estas oraciones. Orarlas y hacerlas vida será una tarea apasionante de nuestra vida espiritual, la cual se esponjará del Espíritu Santo y llenará la existencia mundana y profana de la vida de la presencia pujante y santificante de Dios o en otras palabras: la realidad trivial y profana se convertirá en altar del sacrificio espiritual de los fieles que unirán su sacerdocio bautismal, al ministerial de la Eucaristía, siendo imagen perfecta en medio del mundo de Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote.

Por otra parte, no debemos pensar que estas misas se pueden decir así sin más, sino que la Iglesia ha establecido algunas cláusulas que regulan su ejecución:

1.   La conveniencia: pueden utilizarse en distintas ocasiones, según sea necesario o conveniente para la comunidad. Los formularios que se encuentran en estas tres secciones pueden usarse tanto en la Misa con el pueblo como en la Misa celebrada sin pueblo.

2.    El momento: si ocurriera alguna grave necesidad, puede celebrarse la Misa más adecuada por esa necesidad, por mandato o licencia del Ordinario del lugar, todos los días, excepto en las solemnidades, en los domingos de Adviento, Cuaresma y Pascua, los días de la Octava de Pascua, la Conmemoración de todos los fieles difuntos, el Miércoles de Ceniza y los días de Semana Santa. En cambio, si alguna verdadera necesidad o utilidad pastoral lo requiere, en la celebración con el pueblo se puede utilizar, a juicio del rector de la iglesia o del mismo sacerdote que celebra, la Misa que responda mejor a esa necesidad o utilidad, también cuando coincide con una memoria obligatoria o una feria de Adviento hasta el 16 de diciembre inclusive, del tiempo de Navidad a partir del 2 de enero y del tiempo pascual después de la octava de Pascua.

3. Pueden utilizarse las Plegarias eucarísticas para varias necesidades, cuyos formularios se encuentran en el Apéndice I del Ordinario de la Misa, p. 573-595. Y que se irán indicando cuáles son las más aptas para cada formulario.

4.  En algunas Misas, los textos litúrgicos que se ponen para el varón se pueden adaptar para la mujer, cambiando el género; y los que son expresados en plural, pueden adaptarse al singular, cambiando el número. Pero no el ordinario, v.gr. no se puede decir “El Señor esté con vosotras” porque solo haya mujeres en misa.

5.  Estas Misas pueden celebrarse con ornamentos del color propio del día o del tiempo litúrgico, o bien con ornamentos morados, si tienen carácter penitencial.

Espero que disfruten de estos textos y que su vida se llene de Dios a través de ellos.

Dios te bendiga

sábado, 23 de septiembre de 2017

DAR A CADA UNO LO SUYO


HOMILIA DEL XXV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO


Queridos hermanos en el Señor:

Las lecturas de este domingo nos plantean un tema de extrema importancia para nosotros: las expectativas de la vida espiritual.

Cada uno de nosotros puede tener legítimas aspiraciones en la vida. Todos, legítimamente, podemos generar expectativas de prosperar en la vida, de obtener cada vez más beneficios. Del mismo modo puede ocurrir en la vida espiritual, iniciamos un camino de fe con una generosa entrega a Dios y esto lo hacemos a veces por diversos motivos que pueden ir desde buscar la salvación hasta el hacer de Dios un refugio que nos proteja de los males de nuestro mundo a los que no queremos enfrentarnos. Lo malo de las expectativas está en cuando llega el momento en que no se cumplen, es decir, cuando viene la defección, la frustración y la tristeza. Y en la vida espiritual se concluye con la duda de que Dios exista y, por tanto, se da el paso o bien a un ateísmo opcional o a cambiar al Dios verdadero por el dios personal y a la carta que nos construimos.

Algo semejante le pasaba a los jornaleros de la parábola de hoy: habían sido contratados a diversas horas del día por un salario adecuado, como era costumbre en aquella época. Pero a la hora de cobrar comenzaron las expectativas en los primeros de cobrar más que los últimos. Es esta una perfecta imagen de la vida espiritual: podemos ser llamados a la gracia en cualquier instante de la existencia; Dios puede llamarnos a su servicio en el momento que menos esperemos…y aun así, por más temprano o tarde que sea, la recompensa será siempre la misma: la alegría de servirlo y la eternidad. Y si esto no nos conviene pues comenzamos a vivir como si Dios no existiera.


En este sentido, Dios es justo y bueno porque da a cada uno lo suyo. Pero, lógicamente, esta justicia no es la humana por eso dice Isaías en la primera lectura “mis planes no son vuestros planes”. Efectivamente, para entender a Dios lo primero es romper con la lógica retributiva y mercantilista humana que en aras de defender la justicia impone la ideología de la igualdad como un absoluto sin darnos cuenta de que la igualdad es lo más injusto y desigual porque mientras que la justicia es dar a cada uno lo suyo, la igualdad es dar a todos lo mismo sin tener en cuenta ninguna otra variante.

Esta parábola es también un antídoto frente al “carrerismo” que puede sobrevenir en la vida de la Iglesia. Entendemos por “carrerismo” el afán exacerbado de buscar el éxito y la promoción personal en la vida y en la Iglesia. Este veneno, aunque  a veces se presente revestido de piedad y buenos motivos, genera siempre en nosotros una insatisfacción y una amargura de vida ya que siempre estamos esperando más y más; y lo que es peor, puede conducirnos a usar medios moralmente reprobables para ocupar puestos y plazas. Y es que el cristiano no debe buscar la promoción personal por medios injustos sino por méritos propios y honestidad personal y entender que donde Dios le pone debe dar testimonio y santificarse.

No habrá, pues, al final de la vida más recompensa que la misma gloria del cielo y el saber que el trabajo estaba bien hecho. No habrá más recompensa que la satisfacción del deber cumplido y la salvación de la humanidad a la que hemos contribuido. Solo en Dios esta nuestra esperanza y nuestra justicia, no desesperemos pues de esta verdad de fe. No nos cansemos de esperar en Él y de amar como Él nos ama. Aquí reside el gozo de la vida espiritual perfecta y plena: amar aquí para ser amados allí.

Dios te bendiga

viernes, 22 de septiembre de 2017

DOMINGO XXV DEL TIEMPO ORDINARIO





Antífona de entrada

«Yo soy la salvación del pueblo, dice el Señor. Cuando me invoquen en la tribulación, los escucharé y seré para siempre su Señor». Origen desconocido. Esta antífona también aparece en otro momento del misal, es la antífona de entrada de la misa del jueves de la III semana de Cuaresma. Hoy el mismo Señor Jesús habla a su pueblo desde el inicio de la celebración al contrario que otros domingos en que el salmo correspondiente nos sitúa en un tono espiritual determinado. En este caso el Señor se aliga con nosotros mediante una promesa: nos escuchará y se quedará para siempre con nosotros. Estas palabras despiertan en nosotros un gozo inefable que nos invita a entrar en la celebración de modo decidido y sin nada que temer.

Oración colecta

«Oh Dios, que has puesto la plenitud de la ley divina en el amor a ti y al prójimo, concédenos cumplir tus mandamientos, para que merezcamos llegar a la vida eterna. Por nuestro Señor Jesucristo». La primera parte de la oración […prójimo] se encuentra en la compilación veronense (s. V) mientras que la segunda parte hasta el final es de nueva incorporación. Dice el Señor que los mandamientos se cierran en dos: amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo (cf. Mt 22, 36-40). Esta misma idea se trasvasó a la liturgia en el s. V indicando que el cumplimiento de esta ley es el camino seguro para heredar la vida eterna.

Oración sobre las ofrendas

«Recibe, Señor, en tu bondad las ofrendas de tu pueblo, para que cuanto creemos por la fe lo alcancemos por el sacramento celestial. Por Jesucristo, nuestro Señor». Tomada de la compilación veronense (s. V). Los dones que ponemos sobre el altar los colocamos confiando en que sean agradables y aceptos para Dios. No por lo que son (pan, vino y agua) sino por lo que serán (Jesucristo), pues para Dios no hay cosa más agradable que la ofrenda de su Hijo. Así, al deponer los dones sobre el altar creemos que se convertirán en sacramento de vida eterna, precisamente lo que queremos alcanzar al final de nuestras vidas.

Antífonas de comunión

«Tú, Señor, promulgas tus decretos para que se observen exactamente; ojalá esté firme mi camino para cumplir tus consignas». Tomada del salmo 118, versículos 4 al 5. Nuestro camino físico en este momento hace que nuestros pasos se encaminen hacia la recepción del Santísimo Sacramento. Pero esta vía solo se puede iniciar, transitar y concluir con éxito siempre que observemos los mandamientos exactamente, es decir, vivamos en gracia de Dios, reconciliados con el Padre y en comunión con la Iglesia.

«Yo soy el Buen Pastor, dice el Señor, que conozco a mis ovejas, y las mías me conocen». Inspirada en el Evangelio según san Juan, capítulo 10, versículo 14. El Pastor nos espera pacientemente, en este momento, para darnos su pasto. El Pastor se hace pasto en la Eucaristía. De este modo, tanto el Pastor como las ovejas, el pasto y los corderos, el amado y los amantes se reconocen mutuamente y se buscan desesperadamente. Es hermoso vivir este momento de la Eucaristía desde estos sentimientos.

Oración de poscomunión

«Señor, apoya bondadoso con tu ayuda continua a los que alimentas con tus sacramentos, para que consigamos el fruto de la salvación en los sacramentos y en la vida diaria. Por Jesucristo, nuestro Señor». Aunque aparece, con alguna variante, en los sacramentarios gelasiano, la oración está tomada tal cual, literalmente, del misal romano de 1570. De esta compleja oración podemos extraer una idea más o menos clara: la liturgia y la vida están íntimamente relacionadas en pos de la salvación del hombre. Los sacramentos a los que se refiere son el pan de la Eucaristía y la dimensión sacramental de la Palabra de Dios proclamada en la celebración. Ambas dos, las dos mesas de la celebración, pretenden fortalecer e iluminar la vida de los cristianos para que caminando en santidad, puedan gozar de celebrar la liturgia del cielo.

Visión de conjunto

En otro post anterior estuvimos tratando acerca del amor a Dios, primera cláusula de la ley divina. Hoy me gustaría compartir con ustedes alguna reflexión del amor al prójimo, cláusula que cierra la nueva ley dada por Cristo.

En las antigua Roma y en las sociedades coetáneas no existía el concepto de persona tal cual hoy lo conocemos y utilizamos. En Roma las personas se dividían en dos clases: en ciudadanos (personas libres) o esclavos. Esta clasificación suponía que solo los libres o los que adquirían la libertad eran considerados ciudadanos del imperio, libres y por tanto personas con derechos. De tal forma, que la individualidad no existía y en caso de que se tuviera era por pura concesión graciosa del todopoderoso estado que controlaba la vida de sus miembros.


La llegada del cristianismo y su encuentro con las categorías filosóficas helénicas supone el surgimiento de un nuevo concepto de persona como imagen de Dios (“ikono Dei”). La maduración de este pensamiento desde el alba de la revelación judía supuso descubrir que el hombre, por ser imagen de Dios, es sujeto libre y depósito de derechos y deberes para con Dios y su prójimo. Esto supuso algunas consecuencias de gran calado, entre otras la de las responsabilidad personal de los actos que se cometen. El hombre ya no está bajo el inexorable dominio de las fuerzas numinosas, de los hados o de la fatalidad y el capricho de los dioses, sino que como sujeto individual y libre es responsable de la moralidad de sus actos: del bien y del mal que comete. Y en este sentido surge la categoría del “pecado”.

El pecado no será otra cosa que el negligente uso de la libertad individual en tanto que contraviene lo dispuesto por el Creador y afecta negativamente a los demás seres con los que compartimos la existencia. Así pues, libertad y pecado están entrelazados del mimo modo que lo están libertad y virtud. Incluso podríamos decir que la libertad es el mismo sujeto actuante y foco de virtudes y errores. Pero no podemos ser ingenuos y pensar que nuestra naturaleza es tan pura y virtuosa hasta el punto de decidir por ella solo lo bueno y lo malo. La experiencia nos demuestra que el hombre está inclinado a hacer el mal, o dicho de otra manera, que no realiza el bien tanto y tantas veces como quisiera. A esta experiencia la llamamos el “Pecado Original” y su efecto en nosotros, “concupiscencia”.

Pero aclaremos esto: la naturaleza humana fue creada a imagen de Dios y por tanto, inocente y en gracia. De tal modo que antes del pecado original fue la inocencia original, en la que fue creada el primer Adán. Precisamente, cuando decimos que Cristo es hombre perfecto, imagen del hombre nuevo o nuevo Adán o que fue en todo semejante a nosotros excepto en el pecado, lo que se pretende señalar es que Él vive y nos muestra el estado de perfección original, antes del pecado. Y a ese nivel de inocencia es adonde quiere llevarnos con su obra de Redención. Por eso decimos que la libertad está asistida por la gracia que, como don y auxilio divino, es la que inspira, sostiene y acompaña nuestro obrar.


Así, podemos decir que el hombre es creatura de Dios, creado a imagen y semejanza de Él, con una naturaleza buena pero inclinada al pecado y esto afecta a la toma de decisiones en el ejercicio de su libertad. Por tanto, cada hombre y mujer es imagen de Dios y por tanto presencia de Dios en el mundo y este es el fundamento último para vivir el mandato del amor al prójimo.

Los cristianos no estamos llamados a ser altruistas. A amar al otro por que sí, sino a amarla en tanto en cuanto descubrimos a Dios en el otro, tal como lo atestigua el santo evangelio cuando dice Jesús “cada vez que lo hicisteis con uno de estos hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (cf. Mt 25, 40) o “a quien vosotros os escucha a mí me escucha” (cf. Lc 10,16).

Cristo se identifica de este modo con el prójimo y con cada uno de nosotros. Según esta lógica, cada vez que un cristiano actúa y ejerce la caridad es Cristo quien actúa y se presenta, de nuevo, como buen samaritano. Y cuando el prójimo recibe nuestra ayuda y colaboración es Cristo quien la recibe como un humilde hermano entre nosotros.

Por tanto, queridos lectores, no nos cansemos de hacer el bien pues desde Cristo lo hacemos y a Cristo se lo hacemos. El cristiano no se conforma con ser buena persona sino que aspira a ser santo y para serlo solo es necesario imitar a nuestro Señor.

Dios te bendiga

sábado, 16 de septiembre de 2017

NADIE DA LO QUE NO TIENE


HOMILIA DEL XXIV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO


Queridos hermanos en el Señor:

            Dice un refrán muy castizo: “nadie da lo que no tiene”. Y, efectivamente, es así. Las lecturas de este domingo parten precisamente de la experiencia del perdón, o mejor dicho: de la experiencia del sentirse perdonado; de haber recibido una palabra concreta capaz de borrar sus pecados y devolverle a la vida de la gracia.

            Tanto el libro del Eclesiástico como la parábola del evangelio de Mateo se centran en el mismo tema: perdonar para ser perdonados.

            Ciertamente, para el hombre es muy difícil perdonar. Las ofensas que recibimos con frecuencia van agrietando nuestra alma hasta el punto de que no somos capaces de perdonarlas ni a quienes nos ofenden; o en el mejor de los casos, podemos perdonar pero no olvidar la deuda que los ofensores contraen con nosotros. Y aquí entran en juego los interrogantes que el Eclesiástico nos propone “¿Cómo puede un hombre guardar rencor a otro y pedir la salud al Señor?”, “No tiene compasión de su semejante, ¿y pide perdón de sus pecados?”.

            Este es un tema crucial para los cristianos de hoy y de ayer. A veces, acudimos a Dios creyendo que tenemos derecho a ser perdonados, a recibir su misericordia; y no nos percatamos de que, como dice la carta de Santiago, “el juicio será sin misericordia para quien no practicó la misericordia” (cf. Sant 2,13), que es el caso de la parábola del evangelio y tan real como la vida misma: el mismo empleado a quien el rey perdonó su deuda no dudó en mandar a prisión a quien a él le debía menos. El primero recibió misericordia del rey mientras que el segundo no la recibió del primero, por eso, cuando el rey se entera, no vacila en mandarle también a prisión. De esta manera, la parábola viene a ser como un recordatorio de que la paciencia y la misericordia no son infinitas, porque su único límite lo pone la injusticia obstinada y pertinaz del pecador.

            Expliquemos esto: a veces tenemos una visión ingenua e infantil de la misericordia. Pensamos que es algo que nos pertenece, algo a lo que tenemos derecho, algo que va de suyo en Dios, pero esto no deja de ser una comprensión falsa y tramposa de lo que realmente es la misericordia y la paciencia de Dios. Como se desprende de los textos de la misa de hoy, la misericordia es un don que generosamente Dios regala a quien en este mundo ejerce y vive su ser misericordioso, aun en medio de la debilidad y el pecado, pero no para quedarse instalado en el pecado sino para salir de él, aunque cueste, aunque signifique perder muchas cosas, aunque suponga salir de la estabilidad y la comodidad de vida. Cuando un pecador inicia su camino de conversión, es la gracia la que le mueve al inicio de la misma, le sostiene en su peregrinar y le hace llegar a la plenitud de la vida nueva. Pero el pecador que no hace propósito de enmienda no puede esperar la misericordia divina; no porque Dios no quiera concedérsela, sino porque él mismo se ha auto-limitado y auto-impedido el poder experimentarla.  

            Así pues, queridos hermanos, solo quien busca a Dios, lo encuentra; solo quien necesita misericordia, la recibe; solo quien ha sido perdonado, puede perdonar; solo quien se sabe que no es el centro del mundo, puede acoger a su prójimo. En definitiva, es volver al refrán con el que habíamos comenzado esta homilía: “nadie da lo que no tiene”, pero en nuestro caso, hemos recibido mucho amor de Dios, por tanto, y con gran razón, hemos de dar amor, paciencia y misericordia aun a aquellos que, humanamente, no la merecieran. Y no tanto por ellos sino por nosotros para hallar gracia y paz de parte de Dios.

            Queridos hermanos, que por nuestra parte no quede nunca nada por hacer; que podamos presentarnos siempre ante Dios con una conciencia pura y tranquila de saber que hemos hecho lo que teníamos que hacer y que hemos pasado por este mundo haciendo el bien. “¿Siete veces? Hasta setenta veces siete” ahí está la esencia y la excelencia del cristiano. Que así sea.

Dios te bendiga

viernes, 15 de septiembre de 2017

DOMINGO XXIV DEL TIEMPO ORDINARIO





Antífona de entrada

«Señor, da la paz a los que esperan en ti, y saca veraces a tus profetas, escucha la súplica de tus siervos y de tu pueblo Israel». Tomada del libro del Eclesiástico, capítulo 36, versículo 15. Al comenzar la celebración, nos reconocemos como aquellos que lo esperan todo de Dios y por eso imploramos de su bondad el don de su misericordia. La asamblea cristiana que se reúne cada domingo es imagen y cumplimiento del Israel peregrino que suplica con gran confianza a Dios para que le conceda profetas y ser profetas en medio del mundo. Pedimos profetas que anuncien y denuncien, que sean testigos valientes y veraces de lo que Dios dispone para nuestra salvación. Por otra parte, pedimos el carisma de la profecía para que con nuestras palabras y nuestra vida denunciemos las injusticias del mundo y seamos signo de la vida nueva y joven que Dios nos regala.

Oración colecta

«Míranos, oh Dios, creador y guía de todas las cosas, y concédenos servirte de todo corazón, para que percibamos el fruto de tu misericordia. Por nuestro Señor Jesucristo». Tomada de la compilación veronense (s. V). Esta oración, de las más antiguas de la Iglesia, recoge las características de la composición eucológica romana: la brevedad y la concisión: en primer lugar, Dios es denominado como “creador y guía”, es decir, como el providente; 2. Como consecuencia de esa providencia y confiados en ella, pedimos que nos mire para obtener misericordia; 3. Solo asím animados por su providencia e impulsados por su misericordia, podremos servirle denodadamente de “todo corazón”.

Oración sobre las ofrendas

«Sé propicio a nuestras súplicas, Señor, y recibe complacido estas ofrendas de tus siervos, para que la oblación que ofrece cada uno en honor de tu nombre sirva para la salvación de todos. Por Jesucristo, nuestro Señor». Con alguna variación gramatical, la hallamos en el misal romano de 1570. Esta oración recoge lo que en el credo decimos “Creo-creemos”. Me explico: la dimensión personal de la fe y la dimensión comunitaria o eclesial de la misma. Lo mismo ocurre con la deposición de dones en el altar: junto al sacrificio que ofrece la Iglesia entera, tributando una alabanza perfecta al Padre por medio de Cristo en el Espíritu Santo, tenemos los sacrificio personales que cada uno vive y ofrece a lo largo de la semana realizando así una existencia cultual como dispone su condición sacerdotal por el bautismo. Pero todo esto se realiza sabiendo que tanto la ofrenda eclesial como la personal va encaminada a conseguir la salvación de todos y cada uno de los que se acercan a Cristo, único sacerdote y único salvador.

Antífonas de comunión

«Qué inapreciable es tu misericordia, oh Dios. Los humanos se acogen a la sombra de tus alas». Del salmo 35, versículo 8. En Dios no suele abundar lo llamativo, ni lo estruendoso, ni lo ruidoso, más bien todo lo contrario. Como prueba singular de esto tenemos el sacramento de la Eucaristía donde de forma inapreciable Dios se contiene todo entero y se nos da para nuestra fortaleza. Al recibir la Santa Comunión nuestra alma se cobija a la sombra y el amparo del Dios altísimo que viene a ella para hacer morada en nosotros. Un don inapreciable pero de un valor infinito.

«El cáliz de la bendición que bendecimos es comunión de la Sangre de Cristo; el pan que partimos es participación en el Cuerpo del Señor». Inspirado en la primera carta de san Pablo a los Corintios, capítulo 10, versículo 16. Esta antífona poco comentario precisa ya que expresa muy a la perfección lo que se produce en este momento de la celebración: Dios y la humanidad entran en contacto sacramental sin que cada una de las partes pierda ni un ápice de su individualidad.

Oración de poscomunión

«Te pedimos, Señor, que el fruto del don del cielo penetre nuestros cuerpos y almas, para que sea su efecto, y no nuestro sentimiento, el que prevalezca siempre en nosotros. Por Jesucristo, nuestro Señor». Su origen más remoto está en los sacramentarios gelasianos antiguo (s. VIII) y de Angoulenme  (s. IX) pero donde la oración ya se encuentra tal como la conocemos hoy es en el misal romano de 1570. Esta breve oración nos plantea un tema complejo de la fe que veremos a continuación: el efecto de la gracia como antídoto ante cualquier interpretación sentimental de la fe o de la gracia. Los efectos de la comunión, según el Catecismo de la Iglesia son: 1. La comunión acrecienta nuestra unión con Cristo; 2. La comunión nos separa del pecado; 3. Nos preserva de futuros pecados mortales; 4. Procura la unidad del Cuerpo místico. 5. La Eucaristía entraña un compromiso a favor de los pobres.


Visión de conjunto

            Con harta frecuencia pensamos que la fe es un sentimiento o una emoción. Hay gente que solo reza cuando se emociona y cuando no siente nada deja de orar hasta que vuelva a apetecerle y el cuerpo se ponga en disposición para volver a derretirse en amor, impostado pero amor.

            La oración última de la misa de este domingo nos propone reflexionar sobre el sentimiento en la fe. Ante todo hemos de decir que reducir la fe a un puro y mero sentimiento es una herejía modernista condenada por Pio X en la encíclica “Pascendi”. Veamos los orígenes:


            Plantear la fe como un sentimiento o como mera experiencia subjetiva de revelación se lo debemos a un teólogo protestante liberal llamado Friederich Schleiermacher (1768-1834), quien junto a otros autores como Sabatier concebían la fe como una pura experiencia a la que resulta extraña los conocimientos y nociones de la misma fe. De tal modo que la fe al ser sentimiento subjetivo no necesita de doctrinas ni de revelación ninguna; cada uno cree en lo que quiere y en aquello que experimenta, siente o le emociona.

            Siguiendo este planteamiento sentimentalista de la fe, la conclusión se impone dada su evidencia: la realidad divina se desvanece en la nebulosa de la subjetividad hasta el punto de que se cree en una divinidad más o menos subjetiva e impersonal sin incidencia moral en la vida. Todo esto ha quedado bastante bien concentrado en la expresión “Yo creo en Dios a mi manera”.  Y esto, queridos lectores, es el problema al que se enfrenta el catolicismo en estos momentos.

            El sentimentalismo religioso que prima la emoción por encima de lo objetivo y eclesial ha dado como resultado un “catolicismo light” en el que todo se puede cuestionar y del que todo se puede dudar. La subjetividad de la fe por encima del aspecto eclesial de la misma da como resultado la percepción de una deidad más o menos real, a la que puedo dirigirme cuando lo necesito sin más compromiso que el dar alguna dádiva o cumplir una promesa en el caso de que la deidad me haya escuchado y atendido mi petición.


            Este sentimentalismo sin fundamento acaba haciendo de Dios una mera proyección personal o bien de todo lo bueno que quisiéramos ser o tener o bien de las aspiraciones más nobles de lo humano. Así lo concibió Arthur Schopenhauer (1788-1860) quien definió al hombre como animal metafísico y por tanto Dios solo sería una proyección de lo bueno del hombre y su ansía de infinitud. En este sentido Schopenhauer sigue la filosofía atea de Feuerbach (1804-1872).

            Así pues, sin entrar en mas profundidas vemos el peligro en el que se puede caer si comprendemos la fe y la vida espiritual como un puro sentimiento o una reducción a la emoción.



            La fe es creer en lo que Dios ha revelado y dicho de sí mismo. Y esto entregarme totalmente y sin reservas, como nos indica el Concilio Vaticano II: “Cuando Dios revela hay que prestarle "la obediencia de la fe", por la que el hombre se confía libre y totalmente a Dios prestando "a Dios revelador el homenaje del entendimiento y de la voluntad", y asintiendo voluntariamente a la revelación hecha por El. Para profesar esta fe es necesaria la gracia de Dios, que proviene y ayuda, a los auxilios internos del Espíritu Santo, el cual mueve el corazón y lo convierte a Dios, abre los ojos de la mente y da "a todos la suavidad en el aceptar y creer la verdad". Y para que la inteligencia de la revelación sea más profunda, el mismo Espíritu Santo perfecciona constantemente la fe por medio de sus dones” (DV 5).

            La oración y la vida espiritual siguen el mismo camino: el objeto último de la oración no es la emoción ni sentir nada, sino simplemente estar con Él, alabarlo y adorarlo. Dejar que Él actúe silenciosa y discretamente en nosotros sin querer percibir nada más que la serenidad y la paz que da el saber que aunque no lo sintamos Él nunca abandona nuestra casa ni nuestra vida. Así pues, queridos lectores, no se preocupen sin no sienten nada en la oración, si su corazón no se esponja lo suficiente si se distraen o pasan el rato ante el sagrario sin decir nada…sepan solamente que Cristo está ahí y el hace todo cuando nosotros no somos capaces de hacer nada. La peor oración es la que no se hace porque se pierden las gracias que podrían venir.

Dios te bendiga