HOMILÍA DEL XXXIII DOMINGO DEL TIEMPO
ORDINARIO
Queridos hermanos en el
señor:
Este
último domingo, antes de la Solemnidad De Cristo Rey, acabamos de escuchar un
Evangelio qué, ciertamente, la primera impresión es bastante terrorífica. El
evangelista Marcos, utilizando Imágenes de la apocalíptica judía, expresa el
final de los tiempos y enmarca así la segunda y definitiva venida del Señor
Jesucristo. Pero También este Evangelio es una llamada a la esperanza, es una
llamada a perseverar en la fe, a esperar el ser recogidos por los Ángeles para
poder gozar de la presencia definitiva de Cristo con nosotros.
En
la primera lectura, de la profecía de Daniel, nos encontramos al Arcángel san
Miguel que es enviado a recoger y salvar al pueblo de Dios en los tiempos
difíciles: salvar a los inscritos en el libro. En esta misma lectura de Daniel,
encontramos una esperanza y una llamada a la resurrección definitiva pero con
desigual destino: unos despertarán para la vida eterna y otros para la
condenación perpetua, pues con la vuelta de Cristo, todos estamos llamados a la
vida pero cada uno según las obras que le acrediten.
Si
en el Evangelio contemplábamos la devastación de la creación: el sol que se
apaga, la luna que se oscurece, estrellas y astros que se tambalean se precipitan
sobre la tierra, en la lectura de Daniel vemos que esa creación vieja y caduca va
a ser sustituida por unas estrellas y astros qué brillarán con fulgor en el
firmamento. Estas estrellas y estos
astros no son sino las almas de los justos, aquellos que han perseverado con
Cristo en sus pruebas y ahora gozan del premio definitivo de la vida eterna, de
la bienaventuranza de vivir con Cristo eternamente.
Ciertamente,
queridos hermanos, vemos que el Evangelio es una llamada a esperar, a
perseverar. Todo puede caer en esta vida. Lo que pensamos que va a ser
definitivo, perfecto, tiene fin, tiene fecha de caducidad. Solamente las
palabras de Cristo, la Palabra de Dios, tiene un fundamento eterno sólido y
absoluto: cielo y tierra pasarán pero las palabras de Cristo no pasarán. Y este
es el lugar donde debemos acogernos. Debemos poner el cimiento de nuestra vida en
su palabra. Esperar contra toda esperanza en la palabra de Dios. En la palabra
de Cristo que se ofreció asimismo como leíamos en la segunda lectura: para
perfeccionamiento nuestro, para perdón de nuestros pecados y para que podamos gozar
de un lugar en la asamblea de los Santos.
Así
pues, hermanos, cuando nos estamos acercando a la solemnidad de Cristo Rey,
este Evangelio nos anticipa, nos prepara, nos dispone el alma para acoger a
Cristo que viene, al Hijo del hombre que ha de venir entre las nubes del cielo para
juzgar a los vivos y a los muertos, precedido de los Ángeles, aquellos que
tienen el deber de consolarnos y acompañarnos, de ayudarnos y protegernos en
esta vida para que junto con ellos podamos gozar del Reino de Dios.
Tenemos
que esperar y perseverar en la esperanza para que cuando venga el Hijo del
hombre, nos encuentre bien dispuestos y nos haga gozar de su misma vida. En
definitiva, es hacer nuestros los sentimientos del salmista que nos llamaba a
refugiarnos en Dios; hacer de Dios nuestro único lote, nuestra única seguridad,
nuestra única esperanza.
“Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti”.
Proteéedme en esta vida de la desesperanza, de la falta de fe, de la falta de
amor; protégeme de los pecados que aprisionan mi alma, los pecados de la
codicia, las pasiones, de la envidia, de la injusticia. Llévame a junto a ti, Señor
mío, para que cuando venga tu Hijo, Jesucristo, me puedas contar entre la
asamblea de sus Santos y sus redimidos. Así sea.
Dios
te bendiga
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