HOMILÍA DEL VI DOMINGO DE PASCUA
Queridos
hermanos en el Señor:
Nos acercamos al final del tiempo de
Pascua. En las palabras de Jesús se atisba cierto tono de despedida. Es el Señor
que se sabe que debe marcharse y da los últimos consejos a sus amigos que
quedarán solos en medio del mundo. Estos amigos somos nosotros, los cristianos,
los que debemos transitar en medio de los siglos de la historia teniendo la
invisible presencia del Resucitado, pero esta presencia, a veces, es oculta y
tan silenciosa que casi no se aprecia.
El cristianismo ha venido al mundo
para liberar al hombre, para no imponerle cargas pesadas. La resolución apostólica
que los Hechos de los Apóstoles nos ofrece supone un hecho de extraordinaria
importancia para la historia: la apertura del cristianismo a los paganos sin preceptos
judíos. Solo se apela a la coherencia y a la sensatez. Comer carne de ídolos
sacrificados suponía colaborar con aquellas prácticas paganas y un escandalo
para cristianos más apegados a sus tradiciones. Rechazar la fornicación suponía
reforzar el respeto al matrimonio y al cónyuge.
Este texto apostólico es una clara
prueba de aquellos que llamamos “Tradición apostólica”, esto es, el conjunto de
enseñanzas, doctrinas e instituciones que los apóstoles, adoctrinados por el Espíritu
Santo, como hemos leído en el Evangelio, legaron a la Iglesia y es perenne para
todos los tiempos. Los apóstoles, siguiendo la promesa del Señor, gozaron de la
asistencia del Paráclito para hacer avanzar a la Iglesia en medio de los
procelosos mares de la historia y la sociedad, allá en el alba del cristianismo.
La Tradición apostólica es camino
seguro para permanecer unidos al Señor Jesús. El oficio apostólico es un oficio
de amor, pues quien ama al Señor no puede hacer otra cosa sino contar lo que ha
experimentado al estar con Él. Por tanto, mantenernos fieles a las enseñanzas
apostólicas será garantía de amor a Cristo y de vivir pegados al espíritu de la
Iglesia.
Podríamos decir, sin temor a caer en
excesos, que el Señor antes de su partida quiso ligar su voluntad y gobierno de
la Iglesia a las directrices de los apóstoles y, por ende, de sus sucesores
hoy, los obispos. La Santa Iglesia está regida por ellos en temas de fe y de
moral y con las enseñanzas que hacen incrementar y resplandecer el sabio
magisterio de la Iglesia, se erigen como lámparas que iluminan la ciudad santa
de la nueva Jerusalén. ¡Cuánta responsabilidad tienen estos pastores mitrados y
cuánta cuenta tendrán que dar a Dios por sus buenas y malas acciones, por sus
buenas y malas deciosiones! Por eso, necesitan nuestra oración y afecto.
Queridos hermanos, el
Señor se marcha pero no nos deja, no nos abandona a nuestra suerte, ha puesto
puertas y centinelas en la nueva ciudad que es la Iglesia. Es una ciudad
sostenida por doce basamentos fuertes y firmes donde su lámpara es el mismo
Jesucristo, Cordero Pascual. Una ciudad con sus brazos abiertos para acoger a
todos sus hijos. Es una ciudad que transita las épocas históricas en comunión
de hermanos y conservando lo mejor de su bagaje peregrino. Es un pueblo vivo
sin miedo a nada ni a nadie porque se fía del sol que la ilumina que es Dios. No
podemos volvernos atrás. Sigamos las huellas que Jesús nos ha marcado y dejado
en sus apóstoles. Guardemos sus palabras y amémosle para que nuestra alegría se
complete al final de los tiempos cuando reinemos con Él en el cielo. Así sea.
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