HOMILIA DEL IV DOMINGO DE PASCUA
Queridos
hermanos en el Señor:
Celebramos hoy el cuarto domingo de la Pascua, llamado
domingo del Buen Pastor, puesto que el texto evangélico que hemos leído es del
capítulo diez del Evangelio según san Juan donde Jesucristo se identifica como
el único Pastor del rebaño del nuevo Israel.
Las lecturas que nos han sido proclamadas recogen, cada
una a su manera, ciertos aspectos esenciales que configuran un retrato perfecto
de lo que debe ser un Pastor, hoy día, según el Corazón de Jesucristo.
En primer lugar, los hechos de los Apóstoles nos
narran la predicación de Pablo y Bernabé en Antioquía de Pisidia y como la
eficacia de esa predicación hacia acrecentar el número de los creyentes. Aquella
era una predicación convincente, encendida, directa y fiel que exhortaba a la
conversión. El pastor encuentra aquí un modo singular de desempeñar su
ministerio de la Palabra. Nosotros no nos predicamos a nosotros mismos, ni tan
si quiera nuestras opiniones o ideas son relevantes. Nosotros, al contrario,
hablamos de lo que hemos visto y oído, es decir, nosotros predicamos a
Jesucristo, su doctrina y su enseñanza. Nuestra predicación se resume y
concentra en un nombre propio: Jesús de Nazaret, Dios y hombre verdadero. Es,
por tanto, labor indispensable de los que están al frente del rebaño de Cristo
iluminar con su palabra a la grey sin ocultar la verdad ni edulcorarla. Es indispensable
volver a una predicación formada y fiel a las enseñanzas de la Iglesia y a la
Tradición apostólica. Solo así, al estar convencidos de que somos meros
transmisores de la Buena Nueva de la Salvación, poco a poco irán desapareciendo
de nosotros todos los respetos humanos, y toda ansia de protagonismo o carrerismo.
San Pablo y san Bernabé no dudaron por un momento en
anunciar a Jesucristo con toda claridad, a riesgo de ser expulsados e
incomprendidos por los mismos de su raza. Sin embargo, este rechazo de los judíos,
Dios lo transforma en un acontecimiento de gracia puesto que el mensaje, por
fin, saldrá de su clausura y se dirigirá a nosotros, a los paganos y gentiles
que estábamos, entonces, ávidos de escuchar que Jesucristo nuestro Dios,
también. Cuantos habrá, hoy, que, también como un día aquellos, al escuchar el
Evangelio de la vida y la salvación se alegren y alaben a Dios.
El segundo rasgo nos lo ofrece el libro del
Apocalipsis, en concreto, aquellos redimidos que vienen de la gran tribulación ufanos
de éxito y perseveran ante el trono de Dios dándole culto. El pastor esta para
rendir culto a Dios. Los que por la ordenación sacerdotal hemos sido
configurados ministerialmente con Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, hemos
sido puestos ante Dios para ofrecerle un culto agradable en nombre del rebaño
de Cristo. En nuestras manos ungidas esta la posibilidad de que a Dios alcancen
aquellas aclamaciones que, como nos recordaba el salmo, desde los cuatro puntos
cardinales suben desde las gargantas de los hombres y mujeres que pueblan la
tierra y buscan y llaman al único Dios que les puede salvar.
A la fiel predicación debe seguirle la vivencia de un
culto litúrgico que agrade a Dios y transforme la vida del mundo. No caben
dicotomías ni yuxtaposiciones. No. El culto ilumina la predicación y la predicación
acredita el culto. Y en esto, hermanos, los pastores hemos de ser exquisitos. Solo
siendo fieles a la tradición litúrgica y orante de la Iglesia podremos ser
fieles en el ministerio recibido, porque de ahí se deriva todo y en eso
confluye todo, como nos recordó el Concilio Vaticano II, la Sagrada Liturgia es
fuente y culmen de la vida de la Iglesia (cf. SC 10).
El último aspecto es la identificación con Dios. Los pastores
de la Iglesia no lo somos por nosotros mismos, sino porque Él nos ha llamado a
serlo, Él nos ha llamado a ser Cristo en medio del mundo. De ahí, igual que
Jesús se identifica con el Padre y son uno, nosotros, los ministros de Dios,
hemos de sentirnos unidos e identificados con Aquel que se ha sujetado a
nosotros. Sin esta identificación, la vida sacerdotal carece de sentido y de
valor.
Así pues, hermanos, en este domingo del Buen Pastor,
miremos al Sumo y Eterno Sacerdote y prediquemos fielmente su Evangelio,
hagamos nuestras sus palabras y sentimientos para provocar, por medio del culto
litúrgico, un encuentro vivo con Él. De este modo, guiaremos al rebaño de Dios,
por medio de estas cañadas, un tanto adversas, a los verdes pastos de la Gloria
donde el Pastor verdadero nos espera para morar eternamente. Así sea.
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