HOMILÍA DEL II DOMINGO DEL TIEMPO
ORDINARIO
Queridos
hermanos en el Señor:
El amor es el sentimiento que mejor define la
naturaleza de nuestro Dios pero, sobre todo, es el que sustantiviza la acción
divina que se vuelca en el hombre. Pero el amor, al menos desde parámetros
humanos, no es un concepto abstracto que se pierde en el vacío. El amor exige
plasmación y concreción, el amor pugna, irremediablemente, por salir de si
mismo y generar vida. Así, será fácil entender que el amor esponsal es la mejor
concreción de este amor y por qué Dios ha preferida esta imagen a otras, para
significar cómo es su relación con el mundo y con los hombres y por qué, el
ministerio público de su Hijo Jesucristo se inaugura en un contexto nupcial:
las bodas de Caná.
El profeta Isaías vuelve a expresar su profecía de hoy
con un lenguaje, eminentemente, epifánico, esto es, una nueva manifestación pública
de Dios al mundo entero a cuya presencia vendrán los pueblos y reyes de la
tierra. Sin embargo, la consecuencia de la aparición de Dios sobre Jerusalén,
no será la de un puro legislador, sino la de un esposo que pretende a una bella
mujer que ha pasado una mala vida, que ha sido “devastada” y “abandonada”. Desde
ahora, la nueva Jerusalén será considerada como la “favorita”, la “desposada”
preferida.
El profeta Isaías nos apunta a un futuro próximo donde
este desposorio de Dios con el mundo, con la humanidad, se hará realidad e
inaugurará un tiempo nuevo en que correrá el vino nuevo de la alegría y Dios habitará
en medio del pueblo. Esa “hora” esperada por generaciones y generaciones llega
con Jesús. El amor esponsal vivido en la boda de Caná es el marco teológico perfecto
para inaugurar ese tiempo nuevo tan deseado y esperado.
En Caná de Galilea se da una confluencia de personajes
importantes para el nuevo tiempo: Jesús, la Virgen María y los discípulos que
son Iglesia incipiente. Las bodas de Caná son la antesala e imagen de las bodas
del Cordero, a la cual todos estamos invitados. En esas bodas místicas del
Cordero será María la que tenga un papel fundamental, ya que como intercesora
de la humanidad (novios e invitados) y de la Iglesia (discípulos), apresura la
hora esperada, la hora de Jesús, provocando, así, el milagro.
Todo era perfecto y completo en aquella escena hasta que
“faltó el vino”. El vino es la bebida
que Dios ha regalado al hombre para que, con su trabajo, la produzca y
disfrute, alegrando, así su corazón. El vino es signo de bendición y de
prosperidad abundante, no sin razón fue prescrito por el ritual judío para la celebración
de la Pascua y mantenido y usado por Cristo para establecer el nuevo rito
pascual de la misa. Pero se acabó el vino viejo, cesó la alegría.
El evangelista nos indica que allí quedan, tan solo,
seis tinajas de agua. Miremos, por un momento, las tinajas “para las purificaciones de los judíos”. Las
tinajas de agua representan la ley de los judíos, así como el agua es un vehículo
para el milagro, la ley había sido propedéutica (= preparatoria) para la nueva
ley de Cristo. El milagro de la conversión del agua en vino, no es sino pasar
de la vieja ley a la nueva ley. El agua de la ley convertida en el vino de la
gracia y la nueva alianza, supone que son las Bodas del Cordero, la Nueva
Alianza en Cristo, sellada con el vino de su sangre, las que garantizan la verdadera
alegría en el corazón del hombre.
“y las llenaron
hasta arriba” nos dice el evangelista. Que es como si nos dijera que la
alegría que nos trae Jesucristo con su nuevo tiempo, es una alegría completa,
desbordante, sin defectos. A partir de ahora, en aquella boda, la alegría
estaba, de nuevo, garantizada. Aquel vino que sorprendió, incluso al mayordomo,
no ha cesado de correr hasta el día de hoy. El vino bueno ha durado “hasta
ahora”. Nosotros, los cristianos de hoy somos los invitados a las Bodas del
Cordero y el vino de la Sangre de Cristo vuelve a alegrar nuestra alma cada vez
que lo tomamos en gracia en la santa misa. Las místicas bodas del Cordero
vuelven a celebrarse cada vez que un cristiano entra en comunión íntima y
personal con Jesucristo.
Cada día de nuestra vida puede ser un Caná de Galilea
si en ella Cristo hace sus milagros que lo acreditan como nuestro Mesías y Señor.
Si cada día de la vida, nos dejamos envolver por la belleza de la gloria de
Cristo y la fe crece en nosotros. En la tercera y última epifanía de Cristo se nos
abre el camino para llegar a la gloria: reconocer a Cristo como el Señor y
Mesías, aumentar cada día nuestra fe en Él y buscar su gloria en cada acción y
en cada circunstancia de la vida. Se inauguran, así, de este modo las místicas
Bodas del Cordero, dichosos los invitados a entrar en ellas. Así sea.
Dios te bendiga
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