HOMILÍA DEL IV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
Queridos hermanos en el
Señor:
Todos tenemos una misión en la vida, todos hemos venido a
este mundo para un “algo”, que puede ser un “algo” humano, puro altruismo o
filantropía; o bien, un “algo” divino, que tiene su sustrato en lo humano pero
que la gracia lo eleva a lo divino. En este domingo que la providencia nos permite
celebrar, se presenta a nuestra consideración la vocación del profeta Jeremías.
Es curioso observar, cómo mientras Nueva York aprueba una
demoniaca ley abortista que permite acabar con la vida de un niño hasta el día
antes de nacer, cómo los gobiernos del mundo entero, aprueban impunemente leyes
abortistas con distinta normativa, Dios llama al profeta “Antes de formarte en
el vientre”, “antes de salir del seno materno”. Este pasaje, nos confirma en la
verdad que siempre hemos creído y predicado.
Aun si, hemos de dar gracias a Dios por aquellas madres
valientes que no dudaron en apreciar aquella vida que se gestaba en sus
entrañas y les concedieron ver la luz de la vida. Esas generaciones nuevas y
nosotros, que hemos recibido el Bautismo, hemos sido incorporados a un pueblo
sacerdotal y profético. Como a Jeremías, nosotros también hemos sido ungidos
como profetas en medio de las naciones en que vivimos como Iglesia de Dios.
El oficio profético del Pueblo de Dios es más que
necesario en estos tiempos que corren. Es el oficio cristiano que, lejos de
respetos humanos, proclama siempre la verdad que ha conocido en Cristo. Los cristianos
estamos en este mundo para hablar lo que Dios nos inspira: el valor grande de
la familia y de la vida, el valor de la libertad y la propiedad, el valor de la
fe, la perseverancia, el sacrificio y el esfuerzo, el valor del trabajo y del
descanso dominical.
Hermanos, somos el Pueblo de Dios, el pueblo profético que
cuenta siempre con su asistencia y fortaleza para decir todo aquello que el
mundo necesite, le guste o no le guste, siguiendo el ejemplo de Cristo que al
recordar, hoy, que Israel no debería sentirse tan seguro de su nacionalismo religioso,
es expulsado por sus propios con-vecinos. Y tanta era la furia, la soberbia y
el odio de aquellas gentes que pretendían despeñar al Señor por aquel barranco.
¿Acaso pensáis que a los cristianos de hoy no nos tratarán
de manera semejante por proclama la incómoda verdad del Evangelio? “frente a los reyes y príncipes… sacerdotes y
gentes del campo”, esto es, los distintos poderes del mundo: políticos,
religiosos, económicos o sociales, los cristianos hemos sido puestos en el mundo
por Dios para ser luz del mundo y sal de la tierra. Solo respondemos de nuestros
actos y palabras ante Dios, que es el que forma nuestra conciencia. Pero ¿qué
ocurre si el miedo se adueña de nosotros? En primer lugar, diremos que el miedo
no tiene cabida en el alma cristiana, habitada por la gracia. Pero si así
fuere, el miedo no puede ser acicate para nada, san Josemaría Escrivá nos
recuerda: «La
solución es amar. San Juan Apóstol escribe unas palabras que a mí me hieren
mucho: “qui autem timet, non est perfectus in caritate. Yo lo traduzco así,
casi al pie de la letra: el que tiene miedo, no sabe querer. —Luego tú,
que tienes amor y sabes querer, ¡no puedes tener miedo a nada! —¡Adelante!»
(Forja 260).
Frente
al miedo ante las amenazas del mundo, el desprecio de la sociedad, para con los
cristianos, debe primar, siempre, la ley del amor que san Pablo nos ha recordado
en la segunda lectura de hoy. El profetismo no se basa en imponer nada, sino en
amar mucho. Amar al mundo y a sus habitantes, amar a los pecadores pero no al
pecado. Proponer la verdad con amor sabiendo disculpar los errores, exponer la
doctrina evangélica con total caridad creyendo totalmente en ella, mostrar claramente
la vida mejor que Cristo nos regala, esperando fuertemente en aquella eternidad
asegurada y reservada; y atestiguar la caridad radical, aguantando todo tipo de
calumnias y menosprecios o engaños.
Pero
si el miedo se vence con amor, el temor y el desaliento solo pueden ser vencidos
por la acción del Espíritu Santo en nosotros, quien, como dice el salmo, nos
abre un vado por las aguas caudalosas (cf. Sal 77, 20). El cristiano debe
abrirse paso por los caminos de la historia y alejarse de toda aquella maldad
que contamina su alma. Pero esto solo es posible con el auxilio divino.
Profetas
que anuncian y aman, que denuncian amando para destruir lo malo y edificar
almas nobles que busquen agradar a Dios, esto es lo que los cristianos deberíamos
ser en el mundo, porque hemos sido llamados para esto, precisamente. Es nuestra
vocación, nuestra vivencia de la santidad cristiana en medio de nuestros
trabajos y nuestros ambientes.
¡Ánimo,
hermanos! Que el Señor estará siempre con nosotros.
Dios
te bendiga
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