sábado, 2 de febrero de 2019

TE HAGO PROFETA DE LAS NACIONES


HOMILÍA DEL IV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO


Queridos hermanos en el Señor:

            Todos tenemos una misión en la vida, todos hemos venido a este mundo para un “algo”, que puede ser un “algo” humano, puro altruismo o filantropía; o bien, un “algo” divino, que tiene su sustrato en lo humano pero que la gracia lo eleva a lo divino. En este domingo que la providencia nos permite celebrar, se presenta a nuestra consideración la vocación del profeta Jeremías.

            Es curioso observar, cómo mientras Nueva York aprueba una demoniaca ley abortista que permite acabar con la vida de un niño hasta el día antes de nacer, cómo los gobiernos del mundo entero, aprueban impunemente leyes abortistas con distinta normativa, Dios llama al profeta “Antes de formarte en el vientre”, “antes de salir del seno materno”. Este pasaje, nos confirma en la verdad que siempre hemos creído y predicado.

            Aun si, hemos de dar gracias a Dios por aquellas madres valientes que no dudaron en apreciar aquella vida que se gestaba en sus entrañas y les concedieron ver la luz de la vida. Esas generaciones nuevas y nosotros, que hemos recibido el Bautismo, hemos sido incorporados a un pueblo sacerdotal y profético. Como a Jeremías, nosotros también hemos sido ungidos como profetas en medio de las naciones en que vivimos como Iglesia de Dios.

            El oficio profético del Pueblo de Dios es más que necesario en estos tiempos que corren. Es el oficio cristiano que, lejos de respetos humanos, proclama siempre la verdad que ha conocido en Cristo. Los cristianos estamos en este mundo para hablar lo que Dios nos inspira: el valor grande de la familia y de la vida, el valor de la libertad y la propiedad, el valor de la fe, la perseverancia, el sacrificio y el esfuerzo, el valor del trabajo y del descanso dominical.


            Hermanos, somos el Pueblo de Dios, el pueblo profético que cuenta siempre con su asistencia y fortaleza para decir todo aquello que el mundo necesite, le guste o no le guste, siguiendo el ejemplo de Cristo que al recordar, hoy, que Israel no debería sentirse tan seguro de su nacionalismo religioso, es expulsado por sus propios con-vecinos. Y tanta era la furia, la soberbia y el odio de aquellas gentes que pretendían despeñar al Señor por aquel barranco.

            ¿Acaso pensáis que a los cristianos de hoy no nos tratarán de manera semejante por proclama la incómoda verdad del Evangelio? “frente a los reyes y príncipes… sacerdotes y gentes del campo”, esto es, los distintos poderes del mundo: políticos, religiosos, económicos o sociales, los cristianos hemos sido puestos en el mundo por Dios para ser luz del mundo y sal de la tierra. Solo respondemos de nuestros actos y palabras ante Dios, que es el que forma nuestra conciencia. Pero ¿qué ocurre si el miedo se adueña de nosotros? En primer lugar, diremos que el miedo no tiene cabida en el alma cristiana, habitada por la gracia. Pero si así fuere, el miedo no puede ser acicate para nada, san Josemaría Escrivá nos recuerda: «La solución es amar. San Juan Apóstol escribe unas palabras que a mí me hieren mucho: “qui autem timet, non est perfectus in caritate. Yo lo traduzco así, casi al pie de la letra: el que tiene miedo, no sabe querer. —Luego tú, que tienes amor y sabes querer, ¡no puedes tener miedo a nada! —¡Adelante!» (Forja 260).

Frente al miedo ante las amenazas del mundo, el desprecio de la sociedad, para con los cristianos, debe primar, siempre, la ley del amor que san Pablo nos ha recordado en la segunda lectura de hoy. El profetismo no se basa en imponer nada, sino en amar mucho. Amar al mundo y a sus habitantes, amar a los pecadores pero no al pecado. Proponer la verdad con amor sabiendo disculpar los errores, exponer la doctrina evangélica con total caridad creyendo totalmente en ella, mostrar claramente la vida mejor que Cristo nos regala, esperando fuertemente en aquella eternidad asegurada y reservada; y atestiguar la caridad radical, aguantando todo tipo de calumnias y menosprecios o engaños.

Pero si el miedo se vence con amor, el temor y el desaliento solo pueden ser vencidos por la acción del Espíritu Santo en nosotros, quien, como dice el salmo, nos abre un vado por las aguas caudalosas (cf. Sal 77, 20). El cristiano debe abrirse paso por los caminos de la historia y alejarse de toda aquella maldad que contamina su alma. Pero esto solo es posible con el auxilio divino.

Profetas que anuncian y aman, que denuncian amando para destruir lo malo y edificar almas nobles que busquen agradar a Dios, esto es lo que los cristianos deberíamos ser en el mundo, porque hemos sido llamados para esto, precisamente. Es nuestra vocación, nuestra vivencia de la santidad cristiana en medio de nuestros trabajos y nuestros ambientes.

¡Ánimo, hermanos! Que el Señor estará siempre con nosotros.

Dios te bendiga

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