HOMILIA DEL XV DOMINGO DEL TIEMPO
ORDINARIO
Queridos
hermanos en el Señor:
Seguimos con el segundo domingo
dedicado al carisma profético de los cristianos. Como el profeta Ezequiel hemos
de ser valientes para profetizar en medio de un ambiente hostil, aun cuando
nadie nos haga caso ni nos tome en serio. Hoy meditaremos sobre el origen de
este profetismo: la llamada.
En primer lugar, nos encontramos a
Amós. Un personaje singular sin ascendencia profética. Un simple “pastor y cultivador de higos”. Pero que,
sin embargo, ha sido llamado por Dios a una misión más alta que cualquier
actividad de la vida, por importante que ésta fuera. Y, Amós es consciente de
esta misión pues no admite la tramposa recomendación de Amasias, que quiere
expulsarle del templo. Amós sabe que hay que obedecer a Dios antes que a los
hombres.
El Evangelio, por otra parte, nos
narra el envío de los doce apóstoles aun en vida de Cristo. Todo parte, de
nuevo, de una llamada trascendente. De la llamada de Jesucristo. Cristo llama
para ser enviados, dando autoridad a sus apóstoles. Cristo nos ha dado
autoridad sobre los demonios y poder para curar enfermedades. Y este es el
punto al cual quisiera llegar hoy con ustedes, queridos hermanos.
Las recomendaciones que Cristo da a
sus apóstoles (un bastón, ni pan, ni alforja, etc) pueden resumirse en ese
empeño, paradójico, de Dios, de expoliarnos de toda seguridad mundana. Dios nos
expropia de nuestros asideros para ser Él mismo nuestro único refugio, “alcázar donde me pongo a salvo”. El enviado por Dios sabe que Él es su única
seguridad. Tan solo admite que se lleve un par de sandalias, para no emporcarse
con el polvo de este mundo. Dios nos necesita limpios para él. Llevamos un
mensaje divino, no del mundo; si para el mundo pero no mundano. Las sandalias
de la gracia pueden preservarnos de la suciedad del mundo hostil a Dios y a sus
enviados.
Los enviados de Dios, desposeídos de
seguridades humanas y sostenidos por la gracia de Cristo, pueden,
perfectamente, pertrecharse con ánimo generoso hacia l mundo en el que viven
para hablar palabras que no son suyas, sino de aquel Tú trascendente que se
empeña en dialogar con el hombre. Dios ha concedido a sus enviados autoridad
sobre los demonios que atacan a este mundo queriendo apartarlo,
sistemáticamente, del amor de Dios, su Creador. Hoy, cuando esos demonios
cobran rostros y nombres diferentes, los cristianos tenemos que estar
preparados para identificarlos y combatirlos con la oración y la Palabra de
Dios. Del mismo modo, los cristianos, ungidos con el aceite en el bautismo,
estamos llamados a poner el bálsamo del consuelo y a sanar enfermedades que están
desangrando este mundo, querido por Dios.
Así pues, en conclusión, hemos de
sentirnos llamados por Jesucristo y
enviados por Él para hablar palabras suyas, no nuestras, al mundo. Palabras de
vida, palabras de verdad, palabras de esperanza, palabras de eternidad. El
mundo nos necesita y nos espera. Pero no caigamos en el error de gastar fuerzas
en vano. A quien no quiera escuchar, donde no se quiera acoger a Dios y a sus
enviados no merece la pena echarle las perlas del Evangelio. ¡Ánimo! Y a ser
profetas en el mundo. Así sea.
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