HOMILIA DEL XIV DOMINGO DEL TIEMPO
ORDINARIO
Queridos
hermanos:
En este ciclo B de las lecturas de
la Palabra de Dios en la misa, la liturgia nos regala tres domingos seguidos
para meditar sobre el servicio profético de los cristianos en el mundo. Ser profeta
es algo complicado y nunca bien mirado, en ninguna época. Ser profeta implica
anunciar y denunciar pero, sobre todo, vivir en coherencia con lo que se cree y
se predica para que aquellos que nos contemplan no encuentren desacreditada
nuestra labor.
Las lecturas de hoy vienen a
confirmar esto mismo: nadie es profeta en su tierra. El profeta siempre va a
contar con el desprecio entre los suyos; con el ser ignorado por sus coetáneos.
El profeta siempre se granjea enemigos poderosos y se gana el ser ridiculizado,
ser motivo de mofa y befa; el profeta jamás será llamado a dar su opinión ni
obtendrá el aplauso del mundo. Pero, por otra parte, el profeta, si es fiel a
su vocación y coopera humildemente con la verdad, siempre tendrá a Dios de su
parte; se sentará al lado de los justos y no temerá por su vida, porque Dios le
protege.
Así pues, nuestro mundo hoy
necesita, precisamente, de la vivencia del carisma profético de los cristianos.
Como el profeta Ezequiel, los cristianos hemos sido enviados a un mundo rebelde
“que se ha rebelado contra Dios”.
Hoy, por doquier, asistimos a una ingeniería social que se basa en hacer leyes
contra Dios y su santa ley: la ideología de género, que busca subvertir
la realidad antropológica de la creación, pretendiendo imponer una visión del
hombre y de la mujer ajena a toda racionalidad y ayuna de toda experiencia
científica; el aborto y la eutanasia, medidas eugenésicas que impiden la
vida bien desde el origen bien al final de la misma; los vientres de
alquiler, donde se busca hacer de la maternidad un negocio para suplir un
capricho o una carencia. Asistimos hoy a un laicismo rampante y atroz
que, en aras de la libertad religiosa, busca, pertinazmente, recluir el hecho
religioso al ámbito de lo privado despojando a la religión de cualquier
manifestación pública o social. Un laicismo que pretende erradicar los credos
pero que, curiosamente, se posiciona más a favor del Islán que del
cristianismo, o dicho de otra manera: el laicismo hace opción por la maurofilia y la cristianofobia.
La precariedad laboral, que
impide el progreso feliz de las familias; los abusivos impuestos, sobre
todo cuando nos pañales para niños tienen un 21% de IVA mientras que los
preservativos tienen solo un 4 o 5% de IVA. El patriotismo idolatra que,
últimamente, está creciendo en las naciones donde se elevan a categoría de
sagrado los símbolos de la Patria, olvidando que un amor a la Patria sin
referencia a Dios no es más que un intento inútil de subsistencia. El racismo
o la xenofobia que surgen en los pueblos fruto de políticas gravosas de
inmigración y de subsidios; el nacionalismo excluyente y exasperado que
busca enemigos por doquier para sobrevivir. El paro, que merma las
capacidades y ánimos de las personas.
Ante este panorama desolador, los
cristianos no podemos claudicar ni ser “perros mudos” debemos despertar y
reaccionar. Nuestro cometido, hoy día, es levantar la voz y anunciar el
Evangelio de la Vida; la hermosura del plan de la Creación; la perfecta
coherencia entre la fe y la razón. Es hora de dar la batalla de las ideas, con
respeto pero con convicción. Es más lo que nos queda por ganar que lo que, momentáneamente,
perderemos en este mundo. Como dice el rey David, es mejor caer en manos de
Dios, que caer en manos de los hombres.
Queridos hermanos, ser profeta
supone, por tanto, poner nuestra vida en manos de Dios; vivir la libertad de
los hijos de Dios como el más grande don que de Él hemos recibido. Ser profeta,
en medio del mundo, es, ante todo, ser iglesia, tener conciencia de nuestro
bautismo. Ser profeta es alejarnos de nuestras pasiones y sentimientos
viscerales y caminar por la vía de la razón, de la paz, de la verdad y de la libertad.
Ser profetas es ser hombres y mujeres de razón: capaces de pensar, analizar,
contrastar y discernir, ayudados e iluminados por la luz de la fe, de la gracia
divina que potencia nuestra naturaleza. Ser profetas es ser hombres y mujeres
que buscan la verdad de Dios y la verdad del hombre, fundamentando la vida en
el humanismo cristiano.
En definitiva, hermanos, ser profeta
es un don inmerecido de la gracia divina que implica una misión arriesgada, complicada,
peligrosa pero apasionante y contagiosa. Ojalá que despertemos este don en
nosotros y pase lo que pase, nos hagan caso o no, al menos, los que nos
contemplen “sabrán que hubo un profeta”
en medio de ellos. ¡Ánimo!
Buenísimo artículo que es para estos tiempos. MUCHÍSIMAS GRACIAS
ResponderEliminarHay que dar a conocer todo esto
ResponderEliminarMenudo artículo nos viene al pelo, hoy se necesitan y hay profetas y no lo están pasando nada bien. Pero oremos por ellos y hagamos caso a los que hablan y bien de parte de Dios.
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