HOMILIA DEL II DOMINGO DE PASCUA
Queridos
hermanos en el Señor:
Acabamos de escuchar el gran saludo de la Pascua con
que el Resucitado visita a sus discípulos y en este domingo final de la octava
de Pascua nos saluda a nosotros: “Paz a vosotros”. Esta expresión, que ha
quedado hoy restringida a la liturgia episcopal, encierra en sí el gran regalo
de Cristo vivo, resucitado y exaltado: la reconciliación victoriosa entre los
mortales y Dios, como bellamente lo ha recogido la secuencia pascual que
acabamos de entonar: «Cordero sin pecado que a las ovejas salva, a Dios y a los culpables unió con nueva alianza». Y esa alianza
nueva no es otra que la paz del espíritu de reconciliación que el Resucitado
hoy concedió a sus apóstoles y que, a través de la sucesión apostólica y el
sacerdocio, no ha cesado de expandir sus beneficiosos efectos para todos
aquellos que, golpeados y aguijoneados por el pecado, buscan el amor de Dios.
La reconciliación operada por Jesucristo en su
Pascua no hubiera sido tan eficaz y verdadera si no hubiera habido una muerte
sacrificial del mismo, manifestada por las llagas y heridas de la Pasión, y una
resurrección carnal de Cristo, representada por la permanencia de esas llagas
gloriosas impresas en su cuerpo resucitado. Esas mismas llagas y heridas que
son las secuelas de una batalla trabada entre la muerte y la vida, entre la
cruz y la gloria, son las mismas que toca el apóstol Tomás para fundamentar
realmente su fe.
En esta experiencia del apóstol Tomás descubrimos la
transformación de la materia en su estado último: porque lo que resucita en
Cristo, y es lo que hace única su Resurrección respecto de la nuestra, es la
materia, esto es, la materia humana en el compuesto Teándrico de Jesucristo. El
que experimenta la muerte en su carne humana debe experimentar la resurrección,
también, en su materialidad mortal. Lo cual tiene algunas consecuencias a tener
en cuenta: 1. Que, efectivamente, la materia no se destruye sino que se
transforma, alcanzando su transformación final en el estado de gloria. 2. Que nuestro
cuerpo no es fuente de pecado ni de corrupción, sino lugar de encuentro con
Dios y posibilidad de los sacramentos, pues éstos se reciben en la corporalidad
humana siendo sus efectos de carácter espiritual. 3. El cuerpo es redimido y
dignificado en su dimensión bisexual, esto es, Cristo al hacerse hombre hace
posible el contacto de lo humano (hombre y mujer) con lo divino.
Por último, solo cuando tocamos la carne de Cristo y
experimentamos los efectos de su Pascua podemos hacer una firme confesión de fe
que nos lleva a proclamar a Cristo como Dios y Señor. La bienaventuranza final
con la que se cierra este pasaje es todo un reto para nuestras mentes
racionales y empíricas: “creer sin haber visto”. Efectivamente, nadie ha visto
a Dios ni vemos físicamente a Cristo veinte siglos después, pero sí que podemos
comprobar los efectos de su amor y de su sacrificio por nosotros, en este
sentido, la fe en Jesucristo se fundamenta en nuestro encuentro personal con él
¿hoy cómo? Por medio de la Eucaristía, de los sacramentos, de su cuerpo que es
la Iglesia, de los pobres, enfermos y marginados y en todo ser humano que lo busque
con sinceridad de corazón.
Así pues, queridos hermanos, en esta Pascua de resurrección
alegrémonos por la victoria del Resucitado y pidamos que la nuestra vida sea
una continua experiencia pascual que nos lleve a la conversión y a la eternidad.
No dudemos nunca de la misericordia de Cristo, quien nos ha regalado su paz y
su espíritu de reconciliación. Buena Pascua a todos.
Dios te bendiga
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