JESÚS DIJO: “ESTÁ CUMPLIDO”. E, INCLINANDO LA
CABEZA, ENTREGÓ EL ESPÍRITU.
(Meditación para el
Viernes y el Sábado Santo)
Al terminar la misa del Jueves,
éste queda desnudo: desmantelado el altar, vacío el sagrario, las cruces (si
las hay en el templo) cubiertas con un velo rojo o morado… Queda, eso sí, el
Monumento con el Santísimo Sacramento para distribuir la comunión a los fieles
en el oficio de hoy Viernes… Nos preparamos, en silencio total y en total
despojo, para los misterios de la muerte y resurrección del Señor. En este
contexto físico comienza la celebración de los Oficios del Viernes. En silencio,
con vestiduras rojas (celebramos al Rey de los mártires), entran los ministros,
que se postran en el suelo ante el altar. No hay cantos. Este es, sin duda, el
signo primero y constante de estos dos días: el silencio. Sin saludos ni un “Oremos”
siquiera, comienza la celebración con una oración inicial de quien preside.
Sigue la liturgia de la Palabra (cuyo contenido veremos en su momento), y la
Oración Universal, que expresa precisamente el valor “universal” de la Pasión y
Muerte de Cristo en la cruz.
Hallamos a continuación lo que
constituye el segundo signo de esta liturgia: la Cruz que se ofrece a los
fieles para su adoración. Nos resulta prácticamente imposible entender cómo el
paso de la historia la ha convertido en un signo estrictamente (y casi
exclusivamente) religioso, cuando para los primeros cristianos (y para
cualquier otro ciudadano de entonces) la cruz evocaba el peor instrumento de
ejecución de la época. No es de extrañar que, en 1 Corintios 1:18-31, Pablo
hable del “escándalo de la cruz”. Frente a romanos y griegos, para cuya
“sabiduría” era inconcebible una divinidad doliente (y menos todavía, capaz de
sufrir por los humanos), o frente a los judíos, que esperaban un Mesías que los
librase eficaz y definitivamente de la opresión de los ocupantes del momento y
eran, por tanto, incapaces de entender el sometimiento y la muerte de Jesús,
los cristianos interpretamos la muerte de Cristo en una clave totalmente
distinta: como signo e instrumento de salvación.
Nos queda un último elemento
“significativo”: en este clima de silencio, contemplación y plegaria (la
Oración Universal es un recorrido por las necesidades del mundo y de la
Iglesia), la liturgia no autoriza la celebración de la Eucaristía. Sin embargo,
la tercera y última parte de los oficios consiste en la distribución del pan
eucarístico reservado el día anterior: tras el rezo del Padrenuestro, se sigue
el ritual de la misa, se da la comunión a los fieles y, después de las
oraciones finales, se despoja de nuevo el altar, y se deja tan sólo la Cruz con
cuatro candelabros para que los fieles puedan “adorarla, besarla y permanecer
en oración y meditación”. Desde este momento hasta la Vigilia Pascual se
extiende el largo silencio junto al sepulcro donde reposa el Señor, esperando
su resurrección. Salvo el rezo del Oficio Divino, ni se celebra la Eucaristía
ni ningún otro sacramento, salvo la Penitencia y la Unción de los enfermos. Es
tiempo de espera silenciosa.
Vayamos ahora a las lecturas de este
día. El extenso fragmento del Canto del Siervo de hoy, el Cuarto y último de
todos, puede considerarse una de las más precisas descripciones proféticas de
los sentimientos que debió de experimentar Jesús en aquellos días de sufrimiento
y abandono. Es importante recordar que, en medio de tanta desolación, el texto
concluye anunciando que “Verá su
descendencia, prolongará sus años… Por los trabajos de su alma verá la luz,…se
saciará de conocimiento… Le daré una multitud como parte y tendrá como despojo
una muchedumbre” (53:10-12), y proclamando la victoria definitiva del justo.
En cierta medida, sería la respuesta a la confianza que expresan los últimos
versos del Salmo 30 que recitamos a continuación.
Pero es tal vez el texto de Hebreos (segunda
lectura) el que nos proporciona el significado último de todos aquellos
acontecimientos: “Cristo, en los días de
su vida mortal, a gritos y con lágrimas,… a pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo,
a obedecer…y se ha convertido… en autor de salvación eterna” (5:7-9). Hay,
una vez más, una reafirmación de la condición radicalmente huma de la figura de
Cristo: no estamos ante una apariencia de hombre, sino de alguien que comparte
en todas sus dimensiones, nuestro propio ser. Sufre, clama… y obedece.
Con todo, existe un contraste
tremendo entre la descripción de todos estos padecimientos del
Jesús-Justo-Víctima que entregó “su vida como expiación” (Isaías 53:10) y el
relato de la Pasión elaborado por Juan, que contrasta también con las Pasiones
de los Sinópticos. Resulta difícil abordar su lectura en clave del “Jesús
Sufriente” cuando lo que tenemos delante es un Jesús que aparece desde el
primer comento como el verdadero Rey de los Judíos, la Palabra encarnada, dueño
y Señor (con mayúscula) de la situación en todo instante.
Todo cuanto sucede aquellos días
está visto, interpretado y transmitido desde la óptica de la resurrección.
Tanto Jesús como los lectores conocen de antemano el desenlace de lo que está ocurriendo
y, por tanto, tienen la clave para ver la pasión a la luz del Cristo Resucitado,
vivo y glorioso. El Jueves Santo, Jesús había dado un ejemplo de humildad,
desempeñando el papel de esclavo, arrodillándose para lavarles los pies a los
discípulos, tarea que sólo realizaría un siervo (13:1-20). Ese es, tal vez, el
único momento y la única acción en que se manifiesta el “anonadamiento” que
reflejan los cantos del Siervo y el himno de Filipenses que se había leído el
Domingo de Ramos. Pero, muy al contrario de este gesto humillante, desde el
comienzo hasta el fin del relato de la Pasión, Jesús está muy por encima de las
circunstancias y de los personajes que le rodean: a pesar de lo injusto y
anómalo del proceso, de las falsas acusaciones, del abandono y la traición, él es
dueño de su destino, sabe todo lo que se le viene encima e incluso se adelanta
a los acontecimientos (18:4).
No es Judas quien le entrega a la cohorte
y a los soldados después de besarle (ni siquiera se menciona el consabido
“beso” del discípulo traidor), sino que es Jesús quien se dirige directamente a
ellos y les pregunta a quién buscan. Cuando responde al requerimiento de los guardias,
el que habla no es tan sólo el “Jesús de Nazaret” al que quieren detener, sino
que Jesús pronuncia y se identifica con la solemne auto-definición de Yahveh:
“Yo Soy” (18:5 y 8). No le habíamos visto postrado y rezando en el huerto y
pidiéndole al Padre que le librase del trago amargo que estaba a punto de
beber, tal como le presentaban los Sinópticos, sino que ya en este primer
instante del proceso está dispuesto y acepta con entera libertad, sin
vacilaciones ni miedos, la voluntad del que le ha enviado: “El cáliz que me ha dado mi Padre, ¿no lo voy
a beber?”(18:11). Y es la tropa la que cae al suelo. Tampoco es que los
discípulos huyan y le abandonen a su suerte: es él quien les dice a los soldados
que les dejen irse libremente. A partir de este momento, paso a paso, la
historia seguirá el curso debido y anticipado: sufrimiento, humillación,
abandono, hasta el instante mismo de la muerte: “Esto ocurrió para que se cumpliera la Escritura” (19:36). En
contraste con el protagonista de una tragedia griega, donde el “hado”, la
“necesidad” determinan el curso de los acontecimientos, sin que el héroe pueda
hacer nada por cambiarlo, aquí los designios salvíficos del Padre se cumplen,
pero es Jesús, con su decisión dolorosamente libre, quien domina la historia de
la que él es sujeto y artífice.
Y estamos tan sólo en el comienzo de
la Pasión. Podemos seguir la lectura comparando esta figura de Jesús con la de
los Sinópticos: incluso de camino a la muerte, el Jesús del Evangelio de Juan
habla y actúa como si ya fuera “el Señor” resucitado de entre los muertos. Es
plenamente consciente de que en medio de todo el proceso, su dignidad como “Palabra
de Dios” e “Hijo del Padre” está por encima de todo cuanto le ocurra. Es Pilato
quien aparece intimidado por la presencia de Jesús, y su diálogo dista mucho de
lo que sería habitual en el interrogatorio de un detenido en un proceso
político. Algunos momentos son especialmente significativos. Jesús, que le
había dicho a Tomás “Yo soy la verdad” (14:6), guarda silencio cuando Pilato le
plantea la pregunta retórica “Y ¿qué es la verdad?”, porque no es momento para discutir
el escepticismo académico del gobernador. Las palabras de Pilato, “¡he aquí vuestro rey!” (19:14), cuando
presenta a Jesús ante el pueblo, cobran un giro irónico y se convierten en un
recuerdo cínico pero profético de las palabras usadas cuando se entronizaba a
los reyes de Israel. Y es eso lo que lleva a los jefes de los sacerdotes a
pronunciar su más solemne declaración de blasfema apostasía: “¡No tenemos más
rey que al César!". Aun así, en una última paradoja, la inscripción que
manda poner Pilato en la cruz “Jesús, el Nazareno, el rey de los judíos” no es
la sentencia de un criminal sino la proclamación de un rey, algo que los sumos
sacerdotes entienden más que de sobra (19:19-22). Y cuando Jesús muere en la
cruz y “entrega el espíritu”, podemos hallar un destello del Espíritu que había
anunciado anteriormente (7:39), que también está simbolizado en el agua que
salió de su costado (19:34), y que entregará definitivamente a sus discípulos
tras la resurrección. “Recibid el
Espíritu Santo” (20:22). El Siervo Sufriente ha vencido a sus enemigos y ha
cumplido la misión que le había encomendado el Padre (19:30).
“Había
un huerto…, y en el huerto, un sepulcro nuevo donde nadie había sido enterrado
todavía. Y como para los judíos era el día de la Preparación, y el sepulcro
estaba cerca, pusieron allí a Jesús” (19:41-42). Así termina el relato de “la
hora” para la que la Palabra, el Hijo de Dios, había venido al mundo. Para los
judíos, el sábado era el día que Dios bendijo porque en ese día descansó de
todo su trabajo de creación (Génesis 2:2-3). Por eso es también un día de
descanso para los humanos. Para nosotros, cristianos, este Sábado tiene una
significación especial: es el silencio mismo de la tumba de Jesús y el silencio
en el que el creyente escucha la voz de Dios, su Palabra misma, el único sonido
hecho carne salvadora para quienes quieren recibirla en actitud de fe. Es
tiempo de reflexión orante y preparación para el gran acontecimiento de la
Resurrección.
A los cristianos, con frecuencia
nos critican por cierta insistencia malsana en los sufrimientos de Jesús en
esta etapa última de su vida. Y debemos reconocer que en ciertos ambientes
socioculturales y en determinadas épocas (barroco), esta tendencia ha sido e
incluso hoy sigue siendo una verdadera tentación. El Jesús sufriente en
ocasiones oculta o deja en segundo plano la imagen del glorioso Cristo
resucitado que hemos visto presente en el relato de Juan. Es importante, sin
duda, compartir los sufrimientos del Profeta–Sacerdote–Rey que fue traicionado,
abandonado, torturado y arrastrado injustamente a la muerte: cargaba sobre sus
hombros y experimentaba la angustia y la aflicción de la humanidad entera,
pasada y futura. Pero, aunque pueda sonar inadecuado, es esencial que
aprendamos a seguir a Jesús camino de la cruz con los sentimientos anticipados
de la Pascua; a descubrir y comunicar la luz gozosa de la resurrección vencedora
sobre el mal y la tiniebla que gravitan y oprimen a nuestros hermanos de hoy
día; a encontrar la manera de comprender a quienes sufren, de tal modo que
nuestras palabras de consuelo sean algo arraigado con mayor profundidad en nuestra
propia realidad.
Lo que veamos y oigamos en la
celebración del Viernes Santo no es sino la consecuencia de todos los pasos
dados por Jesús a lo largo de su ministerio. De nuevo nos hallamos ante una
manera inesperada, inaceptable, de ejercer el papel de Cristo, Rey y Señor. Una
vez más, una última frase suya puede resumir ese papel de Jesús. Cuando Pilato
le pregunta si es “rey”, su respuesta desvela el misterio oculto hasta
entonces: “Tú lo dices: soy rey. Yo para
esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad.
Todo el que es de la verdad escucha mi voz” (18:37). Esta simple afirmación
nos lleva a otras palabras dirigidas a nosotros, quienes oímos su voz y somos las
ovejas que tratamos de seguirle como Buen Pastor (10:1-8): las dos imágenes de
Rey y Pastor van unidas y, a su vez, nos llevan a la del Cordero de Dios;
ambas, además, evocan la idea de dar la vida por el rebaño y quitar el pecado
del mundo. Es así, sorprendente e inesperadamente, como reina el verdadero Rey
de Israel, el que dice y da testimonio de la verdad es el acusado en el juicio
en el que van a ser condenados este mundo y su príncipe, que es precisamente
“mentiroso y padre de la mentira” (Juan 8:44-47).
Conviene que conectemos también nuestra
meditación de hoy con el silencio del Sábado Santo. Pensemos en los Doce
(incluyo, como es natural, a Judas) y en el resto de los discípulos y las
mujeres que habían seguido a Jesús aquellos últimos meses de su vida. Después
de todo aquel tiempo pasado con el maestro, ¿qué quedaba de sus planes,
proyectos, expectativas y esperanzas? Y ahora, ¿qué? Para nosotros, cristianos
del siglo XXI, la historia es clara como el cristal: sabemos cómo termina y que
tiene un “final feliz”, algo que ignoraban sus seguidores. Pero, para ellos, el
horizonte inmediato era la tenebrosa realidad del fracaso total de aquel en
quien habían puesto su esperanza. Esa actitud la reflejan muy bien los
discípulos que se encaminaban a Emaús, “esperaban que él iba a liberar a Israel”
(Lucas 24:13-35), y todo se había convertido en un sueño iluso y vacuo. No se
trataba ya de abrigar dudas o incertidumbre o desconcierto: lo que ahora les
invadía era la dura certeza de la desesperanza, el fracaso y el duelo. Añadamos
los sentimientos de culpa: “¿Por qué huimos?, ¿cómo es posible que no le
defendiéramos…?” Y, por supuesto, no podría faltar el miedo: si así habían
tratado al leño verde, ¿qué les podía esperar a ellos, que eran el leño seco?
(Lucas 23:31).
El vacío litúrgico refleja y subraya el otro vacío, el de las
almas que habían puesto su esperanza en Jesús y se quedan en el silencio de un
Dios que parece no querer dar respuesta. No caigamos nosotros en esa tentación:
entremos, por el contrario, en ese clima de silencio reflexivo y esperanzado de
la liturgia: en unas pocas horas nuestro duelo se habrá convertido en gozo y
estaremos celebrando la Pascua. Conviene recordar aquí la imagen de la
parturienta utilizada por el mismo Jesús: “Vosotros
ahora sentís tristeza; pero volveré a veros, y se alegrará vuestro corazón, y
nadie os quitará vuestra alegría” (Juan 16:19-22). En oración silenciosa
acerquémonos a la tumba, sabiendo que si el grano de trigo cae en la tierra y
muere, da mucho fruto: el Cristo resucitado es las primicias de nuestra
resurrección (Juan 12:24).
Tomado de las reflexiones
escritas por el
Rvdo. D. Mariano
Perrón, Sacerdote católico,
Archidiócesis de Madrid, España.
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