HOMILIA DEL III DOMINGO DE PASCUA
Queridos
hermanos en el Señor:
Como cada año, el tercer domingo de la Pascua nos
presenta una aparición del Resucitado recogida por Lucas en la cual los datos
que presenta pertenecen a la proclamación primera del misterio de Jesucristo,
esto es, que en Él se han cumplido las antiguas escrituras (Moisés, Profetas y
Salmos) y que Él ha resucitado verdaderamente en toda su integridad
divino-humana.
En
los Hechos de los Apóstoles, san Pedro, portavoz del grupo apostólico, proclama
el misterio pascual de Jesucristo, al que llama siervo de Dios identificándolo
con el siervo de Isaias. Ese siervo tiene que sufrir en su cuerpo y morir para
resucitar y tener éxito. Lo mismo Jesucristo, quien fue entregado a la muerte y
ha sido exaltado a la gloria por Dios que lo ha resucitado de entre los muertos
para que la luz de su rostro pueda brillar sobre nosotros. Así se cumplieron
los antiguos oráculos proféticos, el mundo psicológico y oracional de los
salmos y los preceptos apuntados en la ley mosaica.
Las
lecturas de hoy nos ofrecen una serie de datos sobre el dogma de la
resurrección corporal de Cristo. Éste, cuando se levanta del sepulcro, lo hace
con su cuerpo marcado con las llagas de la Pasión, de ahí que ante la
ingenuidad de los apóstoles Él les mande “Palpadme”, esto es, les abre la
posibilidad de entrar en contacto con Él mediante un contacto físico; la
resurrección de Cristo es corporal, real e histórica; el cuerpo carnal de
Cristo es necesario y sustancial para la resurrección. Cristo resucita en carne
y hueso y, además, ante ellos, come pescado de forma natural. Lo que resucita en Cristo, y es lo que hace única su
Resurrección respecto de la nuestra, es la materia, esto es, la materia humana
en el compuesto Teándrico de Jesucristo. El que experimenta la muerte en su
carne humana debe experimentar la resurrección, también, en su materialidad
mortal.
Sin
embargo, ante estas muestras de su realidad corporal, no es menos cierto que
sus mismos compatriotas no le reconocen con su cuerpo sino es por su voz o por
las llagas, lo que da a entender que la carne de Cristo es una carne
glorificada y que no recoge las carencias y defectos de la vida mortal. Y aquí
es donde radica el “quid” de toda la cuestión. Su carne resucitada es anticipo
e imagen de la nuestra.
Si
nos detenemos a observar nuestro cuerpo, podremos observar que nosotros, desde
el día de nuestra concepción, somos los mismos y a la vez diferentes. Cada uno
de nosotros ha sufrido cambios en su cuerpo, en su organismo. Nuestra piel y
nuestras células se han ido renovando, poco a poco, desde el minuto uno de
nuestra existencia. Somos el mismo sujeto personal pero en un cuerpo que ha ido
evolucionando desde el principio. Con la muerte, esta constante metamorfosis
llega a su fin. Nuestro cuerpo se detiene, entra en pausa, esperando el último
y definitivo impulso evolutivo que ofrece la fuerza de la Resurrección de
Cristo; a esto lo llamamos “la resurrección de la carne”.
El
origen de este misterio se halla en el bautismo. En este sacramento, puerta de
la vida eterna, se nos da el don de la vida eterna porque participamos, por
medio de él, de la muerte y resurrección del Señor. La clave para mejor
comprender este misterio es la imagen de la Iglesia, cuerpo de Cristo. La
Iglesia experimenta todo aquello que Cristo tiene o padece: si Cristo padece
persecución, la Iglesia padece persecución; si Cristo resucita, la Iglesia
resucita. Pues lo mismo ocurre con la carnalidad de Cristo.
Esta resurrección corporal de Cristo tiene algunas
consecuencias a tener en cuenta que ya apuntamos el domingo pasado pero que quisiera
recordar también en este: 1. Que, efectivamente, la materia no se destruye sino
que se transforma, alcanzando su transformación final en el estado de gloria.
2. Que nuestro cuerpo no es fuente de pecado ni de corrupción, sino lugar de
encuentro con Dios y posibilidad de los sacramentos, pues éstos se reciben en
la corporalidad humana siendo sus efectos de carácter espiritual. 3. El cuerpo
es redimido y dignificado en su dimensión bisexual, esto es, Cristo al hacerse
hombre hace posible el contacto de lo humano (hombre y mujer) con lo divino.
Así pues, queridos hermanos, gocémonos en esta
Pascua con la auténtica, histórica, real y verdadera resurrección de
Jesucristo. Hagamos nuestra su victoria frente a la muerte y el pecado y
confiemos nuestra propia resurrección corporal final al querer providente y
dignificante de Dios. Solo en Cristo muerto y resucitado encontramos nuestra
esperanza y la fuente de la alegría porque se ha querido identificar tanto con
nosotros que nos ha regalado no solo la vida, sino también la eternidad. Así
sea.
Dios te bendiga
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