HOMILIA DEL XIII DOMINGO DEL TIEMPO
ORDINARIO
Queridos
hermanos:
En el antiguo ritual romano de
bautismo había una pregunta que el sacerdote le hacía al candidato a ser
bautizado: “¿Qué te da la fe?” y el catecúmeno respondía: “la vida eterna”. Pues
bien. Precisamente, en este brevísimo diálogo
se concentra la síntesis, el meollo, el núcleo, de las lecturas que en
este domingo hemos proclamado.
El libro de la Sabiduría nos ha hecho un hermoso elogio de la solicitud que tiene Dios por cada una de las
cosas creadas, pues éstas existen porque Dios quiere y les da la vida. Y por
encima de todas ellas, encontramos a la más excelsa de las criaturas, la única
hecha a imagen y semejanza divina: el hombre, ser dotado, originalmente, de
justicia e inmortalidad. Una criatura
hecha del barro de la tierra y animada por el soplo divino del Espíritu. Un ser
dotado de inteligencia, razón y portador de valores eternos que ha de
desarrollar en este mundo para alcanzar su plenitud en el otro. Sin embargo,
por la envidia que la criatura humana despertó en el demonio, éste se propuso
apartarla, inútilmente, del amor de Dios, procurando que el pecado destruyera
esos dones preternaturales de que el hombre gozaba. O como dice el libro de la
Sabiduría: por envidia del diablo, el hombre experimentó la consecuencia del
pecado: la muerte.
Pero así no podía acabar esta
relación de amor entre Dios y el hombre, por ello, aquella culpa original
provocada por el demonio, provocó la venida al mundo del Verbo de Dios, de
nuestro Salvador Jesucristo, para que reparara la herida del pecado en el
hombre e hiciera entrar, con él, la vida nueva. Esta experiencia de vida nueva,
de ser arrancados de la esclavitud que el pecado y la muerte imponían, hace que
Dios sea digno merecedor de nuestra alabanza porque nos ha librado. Este salmo
29 que hemos cantado es la mejor expresión de esos sentimientos de pasar de la
muerte a la vida; de un Dios que ha cambiado nuestro luto en danza y que
transforma el ocaso de la vida terrenal en un eterno amanecer a la luz.
Cristo, precisamente, ha venido para
esto. Ha venido para darnos vida, para decirnos como a la niña del evangelio: “contigo
hablo, levántate”. Cristo, como nos ha dicho san Pablo, viene a enriquecernos
con su pobreza, esto es, para darnos vida eterna, muriendo Él mismo por
nosotros. Las dos escenas del evangelio de hoy viene a confirmar esta verdad que
hoy estamos predicando: la mujer con flujos de sangre queda curada por aquella
energía que salía del Señor, y movida por fe, se atrevió a tocar su manto. La fe
la curó. La hija de Jairo quedo curada por la fe de sus padres que acudieron a
Cristo suplicando su ayuda. Y tal era la verdad de las obras de Cristo que,
donde aquellos veían muerte, para Cristo la niña solo dormía.
Y aquí, hermano, radica el sentido
de la muerte para los cristianos. Nosotros, que estamos cuidados por la mano
providente de Dios y hemos recibido la fuerza y la energía de la fe, que
concede la vida eterna; experimentamos la muerte como un sueño temporal tras el
cual despertaremos para la eternidad, en la resurrección de la carne. Porque donde
esta Dios hay vida; y donde está el demonio, la muerte. Y si Dios ha vencido al
demonio, podemos decir, con todo el convencimiento, que la vida ha vencido a la
muerte. Pero hoy, lamentablemente, en el mundo y la sociedad de hoy la vida ya
no cuenta nada. Hay países donde la vida no tiene valor ninguno. Las políticas eugenésicas,
más propias de tiempos pretéritos que del s. XXI, como por ejemplo el aborto o
la eutanasia imponen hoy una forma de pensar y de ver la vida, denominada “cultura
de la muerte”.
Frente a ella, los cristianos, hijos
de Dios y hermanos en Cristo, hemos de proponer la cultura de la vida. Y la
vida comporta sufrimiento, lucha, alegrías y penas; éxitos y fracasos,
humillaciones y exaltaciones, etc. Pero lo que es infame afirmar es que pueda
haber una muerte digna o una muerte indigna. Lo que es perverso y diabólico es
afirmar que “nosotros aspiramos a ser dueños de nuestra vida, que luchamos por
el dominio de la vida”. Él único que da y quita la vida es Dios. El único que
puede cuidar de nosotros y velar para que nuestra vida progrese es Dios. El
hombre tiene una dignidad inalienable que le hace sujeto de derechos, deberes,
obligaciones y libertades. Y todo lo que vaya contra esto será una flagrante
violación de los derechos absolutos y eternos tanto del hombre como de Dios.
Queridos hermanos, alejémonos de cualquier
influencia diabólica y abracemos al Dios de la vida que en Jesucristo nos dice
cada día, y en los peores momentos de la existencia: talitha qumi: “Contigo hablo, levántate”. Así sea.
Dios te bendiga
Cuanta razón Dios es vida el demonio muerte y destrucción.
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