HOMILÍA DEL IV DOMINGO DE ADVIENTO
Queridos
hermanos en el Señor:
Como cada año, el cuarto domingo de
Adviento, la liturgia nos brinda la oportunidad de vivir una celebración única
en el año: todo un domingo dedicado a María, a contemplar el misterio de la
inminente Encarnación del Señor. Un domingo en que todas las lecturas nos
conducen a elaborar un precioso retrato de la Virgen Madre.
En la profecía de Miqueas
encontramos a una madre que dará a luz en un tiempo futuro oportuno. La madre
de un niño de origen eterno, un niño destinado a ser jefe de un pueblo y
llamado a establecer la paz entre Dios y los hombres. Esta profecía, que se
pierde en las tinieblas de la historia halla su cumplimiento en las palabras
exultantes de santa Isabel: ¡Dichosa tú que has creído porque lo que te ha
dicho el Señor se cumplirá! Y vaya si se ha cumplido: por el seno virginal de
la Hija de Sión nos ha venido la alegría al mundo, la misma alegría que hizo
saltar a san Juan Bautista en el vientre de su madre, cuando aun era un feto.
La misma alegría que inundó a los ángeles y a los pastores en la noche santa de
la Navidad; y la misma alegría que imbuirá el corazón de los discípulos la
mañana de la Pascua.
En el día de hoy, vemos a María como
aquella que hace posible que Dios entre en nuestro mundo para dos cosas: 1.
Para hacer la voluntad del Padre Dios y 2. Para hacer brillar el rostro divino
sobre nosotros y así restaurar la imagen divina en nuestras almas, desfiguradas
por el pecado. Estos dos son los efectos del admirable intercambio que Jesús ha
hecho por nosotros. Su encarnación es por nosotros, como decimos en el Credo, y
por nuestra salvación, es decir, para reconciliarnos con Dios y establecer así
la paz que tanto necesitamos.
Y María, en este misterio de amor,
tiene un papel esencial, porque ella, que esperó con inefable amor de Madre,
ella, que se abre a una vida nueva, concibe movida por la humildad,
sometiéndose a los designios divinos. Pero permitidme, hermanos, que ahora ceda
la palabra a quien mejor supo describir con vibrante intensidad este momento.
Cedo la palabra a san Bernardo, abad:
«Oíste,
Virgen, que concebirás y darás a luz a un hijo; oíste que no será por obra de
varón, sino por obra del Espíritu Santo. Mira que el ángel aguarda tu
respuesta, porque ya es tiempo que se vuelva al Señor que lo envió. También
nosotros, los condenados infelizmente a muerte por la divina sentencia,
esperamos, Señora, esta palabra de misericordia.
Se pone entre
tus manos el precio de nuestra salvación; en seguida seremos librados si
consientes. Por la Palabra eterna de Dios fuimos todos creados, y a pesar de
eso morimos; mas por tu breve respuesta seremos ahora restablecidos para ser
llamados de nuevo a la vida.
Esto te
suplica, oh piadosa Virgen, el triste Adán, desterrado del paraíso con toda su
miserable posteridad. Esto Abrahán, esto David, con todos los santos
antecesores tuyos, que están detenidos en la región de la sombra de la muerte;
esto mismo te pide el mundo todo, postrado a tus pies.
Y no sin
motivo aguarda con ansia tu respuesta, porque de tu palabra depende el consuelo
de los miserables, la redención de los cautivos, la libertad de los condenados,
la salvación, finalmente, de todos los hijos de Adán, de todo tu linaje.
Da pronto tu
respuesta. Responde presto al ángel, o, por mejor decir, al Señor por medio del
ángel; responde una palabra y recibe al que es la Palabra; pronuncia tu palabra
y concibe la divina; emite una palabra fugaz y acoge en tu seno a la Palabra
eterna.
¿Por qué
tardas? ¿Qué recelas? Cree, di que sí y recibe.
Que tu
humildad se revista de audacia, y tu modestia de confianza. De ningún modo
conviene que tu sencillez virginal se olvide aquí de la prudencia. En este
asunto no temas, Virgen prudente, la presunción; porque, aunque es buena la
modestia en el silencio, más necesaria es ahora la piedad en las palabras.
Abre, Virgen
dichosa, el corazón a la fe, los labios al consentimiento, las castas entrañas
al Criador. Mira que el deseado de todas las gentes está llamando a tu puerta.
Si te demoras en abrirle, pasará adelante, y después volverás con dolor a
buscar al amado de tu alma. Levántate, corre, abre. Levántate por la fe, corre
por la devoción, abre por el consentimiento.
Aquí está
-dice la Virgen- la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Homilía sobre las excelencias de la Virgen Madre 4,8-9).
Dios te bendiga
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