HOMILÍA DEL V DOMINGO DEL TIEMPO
ORDINARIO
Queridos
hermanos en el Señor:
Si el domingo pasado, leíamos el
relato de vocación del profeta Jeremías y destacábamos la singularidad de cada
uno de nosotros desde la concepción en el seno materno y cómo Dios nos llama
desde ese momento para una misión importante en medio del mundo; hoy, se nos
presenta el testimonio vocacional del profeta Isaías, cuyo relato nos ofrece aspectos
nuevos que pueden ayudarnos a crecer en nuestra vida espiritual y a profundizar
en la vocación cristiana.
El contexto en que se desarrolla la
escena es el de una celebración litúrgica solemne acaecida en un templo. La majestad
divina, la presencia de la gloria de Dios, está caracterizada por una inmensa
orla del manto del Sumo Sacerdote, “que llenaba el templo”, y que no es otro
que el mismo Dios; el coro de ángeles y serafines que proclaman con profusión
de voz la santidad del lugar y de Dios hasta el punto de hacer temblar las paredes
y puertas del templo; y el incienso, cuyas espesas volutas de humo copaban el
aula sacra presentando las libaciones y oraciones de los justos que honran a
Dios en su presencia.
Ante aquel espectáculo tremendo y
fascinante al que es arrebatado Isaías, la reacción de aquel no es otra que la
del santo temor divino, la del estupor y la inefabilidad por algo que le supera
y trasciende. Hermanos, se podría decir que lo que le ocurre al profeta, no es
otra cosa sino lo que vivimos los fieles católicos cada domingo cuando acudimos
al templo a celebrar la sagrada liturgia en la que de un modo eficaz, singular
y único se hace presente la gloria de Dios en Jesucristo eucaristía. Hermanos,
solo quien es capaz de reconocer a Dios y su trascendencia en estas funciones
solemnes de la Iglesia, puede experimentar el estupor que agita el alma del
profeta y de los apóstoles y discípulos del Evangelio de hoy.
Ahora bien, es, precisamente, en
este contexto donde su produce la llamada de Isaías por parte de Dios, para ser
profeta de los pueblos, para ir al mundo y ante los ángeles tañer para Dios. El
profeta Isaías, al igual que el apóstol Pedro, reconoce su indignidad e impureza
frente a la misión que les es encomendada. Se cuestiona a si mismo su vida y su
origen. Podríamos decir, que Isaías y Pedro entran en una crisis existencial y
vocacional, hasta el punto de preguntarse, de una manera u otra: “¿Quién soy
para Dios?”, “¿Hasta ahora qué he hecho por Él, para agradarle?”, “¿Estoy
dispuesto a entregarme a Él y a su causa?”.
Ante esto, se hace apremiante una
purificación previa, una preparación o catarsis espiritual que limpie nuestras
vidas de la inmundicia del pecado y repare nuestras almas infundiendo en ellas
el valor y la confianza teologal para emprender la empresa de ser instrumento
al servicio de Dios. A tal fin, será un serafín quien purifique al profeta con
un ascua incandescente que abrasa los labios de Isaías obteniendo la
purificación deseada. San Pedro obtiene su purificación por las ascuas de las
Palabras del Señor.
Este ascua fue tomada del altar del
templo del Señor. Hermanos, ¿Acaso en nuestra liturgia no tomamos del altar un
ascua aún más eficaz que aquella? ¿Acaso de nuestra celebración litúrgica no
brotan ascuas de gracia y misericordia, de vida y eternidad?
Hermanos, vuelvo al tema primero, es aquí, en la sagrada
litúrgica donde Dios purifica a su pueblo, lo prepara y lo envía. Es aquí donde
Dios nos hace aquella pregunta “¿A quién mandaré?, ¿Quién irá por mí?”. El Señor
hoy nos interpela “¿A quién haré pescador de hombres?”, “¿Habrá niños y jóvenes
con corazón generoso que quieran entregarse a mí?”, “¿Habrá familias que
fomenten y permitan la posible vocación sacerdotal de sus hijos?”, “Y mis laicos,
¿querrán ser mis testigos en medio del mundo?”, “Estarán dispuestos a
santificarse en medio de sus tareas y ocupaciones profesionales diarias?”.
Ante estas preguntas, hoy, los cristianos, los que
participamos de la celebración litúrgica y experimentamos el poder de su
presencia gloriosa entre nosotros, solo podemos decir: “Aquí estoy, Señor, mándame. Mándame para ser un pescador de hombres. Conoces,
Señor, que soy un pecador, un cacharro inútil que sin ti no puede hacer nada. Aun
así, Señor, mándame a mis hermanos los hombres a quienes, en tu nombre, anunciaré
tu nombre; a quienes por tu palabra, anunciaré tu palabra. Para ir convenientemente,
Señor, necesito que me purifiques con las ascuas que surgen de tu altar: el
ascua de la Eucaristía; el ascua de tu perdón. Sólo así seré eficaz en tu
misión y mis hermanos, los hombres, volverá a agolparse a tu alrededor para oírte,
conocerte, amarte y seguirte”.
¿Y qué hemos de anunciar? -se
preguntará alguno- el mensaje esencial de nuestra predicación nos lo ha dado
san Pablo en la segunda lectura: que Cristo ha muerto y resucitado por nosotros
y para nosotros y ahí reside nuestra vida y nuestra eternidad. Así sea.
Dios te bendiga
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