sábado, 9 de febrero de 2019

DUC IN ALTUM


HOMILÍA DEL V DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO


Queridos hermanos en el Señor:

            Si el domingo pasado, leíamos el relato de vocación del profeta Jeremías y destacábamos la singularidad de cada uno de nosotros desde la concepción en el seno materno y cómo Dios nos llama desde ese momento para una misión importante en medio del mundo; hoy, se nos presenta el testimonio vocacional del profeta Isaías, cuyo relato nos ofrece aspectos nuevos que pueden ayudarnos a crecer en nuestra vida espiritual y a profundizar en la vocación cristiana.

            El contexto en que se desarrolla la escena es el de una celebración litúrgica solemne acaecida en un templo. La majestad divina, la presencia de la gloria de Dios, está caracterizada por una inmensa orla del manto del Sumo Sacerdote, “que llenaba el templo”, y que no es otro que el mismo Dios; el coro de ángeles y serafines que proclaman con profusión de voz la santidad del lugar y de Dios hasta el punto de hacer temblar las paredes y puertas del templo; y el incienso, cuyas espesas volutas de humo copaban el aula sacra presentando las libaciones y oraciones de los justos que honran a Dios en su presencia.

            Ante aquel espectáculo tremendo y fascinante al que es arrebatado Isaías, la reacción de aquel no es otra que la del santo temor divino, la del estupor y la inefabilidad por algo que le supera y trasciende. Hermanos, se podría decir que lo que le ocurre al profeta, no es otra cosa sino lo que vivimos los fieles católicos cada domingo cuando acudimos al templo a celebrar la sagrada liturgia en la que de un modo eficaz, singular y único se hace presente la gloria de Dios en Jesucristo eucaristía. Hermanos, solo quien es capaz de reconocer a Dios y su trascendencia en estas funciones solemnes de la Iglesia, puede experimentar el estupor que agita el alma del profeta y de los apóstoles y discípulos del Evangelio de hoy.


            Ahora bien, es, precisamente, en este contexto donde su produce la llamada de Isaías por parte de Dios, para ser profeta de los pueblos, para ir al mundo y ante los ángeles tañer para Dios. El profeta Isaías, al igual que el apóstol Pedro, reconoce su indignidad e impureza frente a la misión que les es encomendada. Se cuestiona a si mismo su vida y su origen. Podríamos decir, que Isaías y Pedro entran en una crisis existencial y vocacional, hasta el punto de preguntarse, de una manera u otra: “¿Quién soy para Dios?”, “¿Hasta ahora qué he hecho por Él, para agradarle?”, “¿Estoy dispuesto a entregarme a Él y a su causa?”.  

            Ante esto, se hace apremiante una purificación previa, una preparación o catarsis espiritual que limpie nuestras vidas de la inmundicia del pecado y repare nuestras almas infundiendo en ellas el valor y la confianza teologal para emprender la empresa de ser instrumento al servicio de Dios. A tal fin, será un serafín quien purifique al profeta con un ascua incandescente que abrasa los labios de Isaías obteniendo la purificación deseada. San Pedro obtiene su purificación por las ascuas de las Palabras del Señor.

            Este ascua fue tomada del altar del templo del Señor. Hermanos, ¿Acaso en nuestra liturgia no tomamos del altar un ascua aún más eficaz que aquella? ¿Acaso de nuestra celebración litúrgica no brotan ascuas de gracia y misericordia, de vida y eternidad?


Hermanos, vuelvo al tema primero, es aquí, en la sagrada litúrgica donde Dios purifica a su pueblo, lo prepara y lo envía. Es aquí donde Dios nos hace aquella pregunta “¿A quién mandaré?, ¿Quién irá por mí?”. El Señor hoy nos interpela “¿A quién haré pescador de hombres?”, “¿Habrá niños y jóvenes con corazón generoso que quieran entregarse a mí?”, “¿Habrá familias que fomenten y permitan la posible vocación sacerdotal de sus hijos?”, “Y mis laicos, ¿querrán ser mis testigos en medio del mundo?”, “Estarán dispuestos a santificarse en medio de sus tareas y ocupaciones profesionales diarias?”.

Ante estas preguntas, hoy, los cristianos, los que participamos de la celebración litúrgica y experimentamos el poder de su presencia gloriosa entre nosotros, solo podemos decir: “Aquí estoy, Señor, mándame. Mándame para ser un pescador de hombres. Conoces, Señor, que soy un pecador, un cacharro inútil que sin ti no puede hacer nada. Aun así, Señor, mándame a mis hermanos los hombres a quienes, en tu nombre, anunciaré tu nombre; a quienes por tu palabra, anunciaré tu palabra. Para ir convenientemente, Señor, necesito que me purifiques con las ascuas que surgen de tu altar: el ascua de la Eucaristía; el ascua de tu perdón. Sólo así seré eficaz en tu misión y mis hermanos, los hombres, volverá a agolparse a tu alrededor para oírte, conocerte, amarte y seguirte”.

            ¿Y qué hemos de anunciar? -se preguntará alguno- el mensaje esencial de nuestra predicación nos lo ha dado san Pablo en la segunda lectura: que Cristo ha muerto y resucitado por nosotros y para nosotros y ahí reside nuestra vida y nuestra eternidad. Así sea.

Dios te bendiga

No hay comentarios:

Publicar un comentario