sábado, 23 de marzo de 2019

SERMÓN PARA LA LIBERTAD (III)


HOMILÍA DEL III DOMINGO DE CUARESMA





Queridos hermanos en el Señor:

            Llegamos hoy, de la mano de Moisés, a la montaña santa del Horeb. Allí se produce un encuentro místico entre Dios y el hombre, representado por Moisés, cuya condición primera para el dialogo es la de despojarse de si mismo. En esta Cuaresma en que caminamos hacia la Pascua de la libertad de los hijos de Dios, Éste vuelve a exhortarnos, como un día a Moisés, a quitarnos las sandalias para entrar en terreno sagrado.

            Desde este mandato divino, la libertad teologal en que el hombre ha de vivir su existencia en este mundo, dependerá en gran medida de su despojamiento interior. Para entrar en la presencia de Dios uno debe, como principio irrenunciable, vaciarse de si mismo para llenarse, total e íntegramente, de su divinidad. La atrevida curiosidad de Moisés por aquel prodigio sobrenatural se vio advertida por el ángel del Señor y conminada a descalzarse. Si tú hoy quieres acercarte a Él, debes comenzar por el mismo proceso ascético: descalzarte de ti, de tus prejuicios, de tus ideas, de tus quereres. El suelo de la cueva del Horeb no podía contaminarse con el polvo del camino que a las sandalias de Moisés se había adherido. Del mismo modo, el encuentro del hombre con Dios no puede contaminarse con el polvo del camino de la vida que se nos pega, porque entonces, la mediación entraría en claves y coordinadas que pervertirían el contenido de la misma.

            La primera libertad humana esta dentro del alma del sujeto. Un corazón libre, ama libremente. Un corazón acomplejado o lleno de prejuicios, no podrá nunca amar sino tan solo temer. Un alma encadenada al pecado, aun siendo ignorante de ello, no alcanzará nunca a experimentar las maravillas que Dios puede hacer en ella por eso, siguiendo lo dicho por Jesús en el Evangelio de hoy, no se tratará de medirnos con los demás para saber si somos mejores, sino de dar frutos, cada día, de santidad y vida eterna. En la medida en que buscamos hacer el bien, y agradar así a nuestro Señor, estaremos entrando en una dinámica de justicia y caridad que nos aleja, poco a poco, del pecado y nos acerca más al supremo bien que es Dios mismo.


            Y éste, queridos hermanos, es el dinamismo del desatarnos la correa de las sandalias: no mirar el pecado de los demás sino el que nos contamina a nosotros mismos. Porque de este pecado, de esa esclavitud, es de la que Dios nos quiere liberar. Pero si uno no tiene conciencia de la existencia y efecto del pecado en su vida, Dios no podrá actuar en nada. El sufrimiento causado en Dios no es estático, sino, necesariamente, actuante: Dios baja a liberar porque le afecta el sufrimiento humano por el mal. Y o baja por medio de Moisés o baja por medio de su hijo Jesucristo. Y en este ciclo litúrgico, celebramos y actualizamos, precisamente, esta última forma de su actuar: baja en forma humana por medio de su Hijo Jesucristo, quien se entrega libremente a la muerte para darnos vida eterna. La cuestión será, queridos hermanos, si al final de esta Pascua nuestra higuera habrá dado fruto o será cortada, inapelablemente.

Para los cristianos no es una opción espiritual, sino una exigencia de nuestro bautismo, si no nos convertimos, todas pereceremos de la misma manera. Todos, sin excepción, estamos llamados a disfrutar de la libertad interior, del desasimiento de las cadenas que atan y esclavizan el alma. Descalcémonos, pues, para poder acceder a la soberana presencia de Dios y gozar de los frutos suaves de tal encuentro.

                                                              Dios te bendiga

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