HOMILÍA DEL IV DOMINGO DE CUARESMA
Queridos
hermanos en el Señor:
“Alégrate Jerusalén” con estas
palabras comienza la misa de hoy. El cuarto domingo de Cuaresma es una
invitación a ir gestando en nosotros la alegría espiritual ante la inminencia
de las próximas fiestas pascuales. El recuerdo vivo y la memoria agradecida del
Señor muerto y resucitado, despiertan en el alma cristiana cantos e himnos de
fiesta, que prorrumpen en alabanza sonora porque nuestra liberación está cerca.
Tal es así el carácter festivo de
esta gozosa verdad, que la liturgia de hoy nos regala unas de las mas bellas
parábolas nunca escritas en la historia: la parábola del hijo pródigo, si nos
situamos desde la perspectiva del hijo pecador, o la parábola del Padre
misericordioso si la leemos desde la actitud de Dios hacia sus pecadores hijos.
No es mi intención detenerme en los detalles de la parábola ya que es de sobra
conocida por todos, pero si quisiera fijarme hoy en el aspecto liberador del
perdón.
Desde el comienzo de la Cuaresma
venimos entablando una lucha contra el pecado. En el fragor de la batalla hemos
podido comprobar lo fácil que es rendirse y lo amargo que es apartarnos de
Dios. Pero también, lo satisfactorio de la victoria y la dulzura consoladora de
saber que Dios ha peleado conmigo. Hoy, hermanos, vemos reflejada nuestra vida
cristiana en aquel hijo menor que deseó emanciparse de su Padre, no volver a
tener trato con Él, hasta el punto -fijaos-de matarlo en vida al pedirle la
parte de su herencia. Cuando el alma cristiana quiere independizarse del sumo
bien, y vagar sin rumbo buscando donde saciar su sed de eternidad, actúa
semejantemente al hijo de la parábola que se fue a países lejanos malgastando
su pecunio hasta que se vio solo y abandonado.
El alma cristiana, cuando se aleja
de su fuente de libertad, que es Dios, busca saciar su sed en otros manantiales
que le ofrecen rápido y momentáneo consuelo pero que pronto se demuestran como
una mentira y un espejismo. En este sentido, pensando que bebe de agua pura
resulta ingerir, en realidad, un veneno adictivo que lo esclaviza: el pecado
esclaviza. El pecado no libera, el pecado nos hace sentirnos solos, abandonados
de Dios. El pecado nos aparta de tal manera del bien que nos encierra en una
constante acusación de conciencia que no nos deja experimentar que la última
palabra la tiene la misericordia de Dios.
Y esa, queridos hermanos, fue la
dinámica interna en la que entró el hijo pródigo: huyó de la libertad y emigró
al país del pecado, del vicio y de la mentira. Su conciencia y su alma se
oscurecieron hasta el punto de no poder si quiera levantarse de su postración y
alimentarse de la misma comida con que nutría a los cerdos. Y es que estar
lejos de Dios es la mayor pobreza que se puede tener y la mayor maldición que
se puede vivir.
Sin embargo, no todo queda aquí. Dios
vence al odio, al mal y al pecado. Dios concede su luz divina a las almas
descarriadas que quieren salir de su situación. De ahí que un día, el hijo
menor decidiera salir de su lamentable existencia y emprender el camino de
vuelta a la fuente de la libertad. Lo hizo, no sin miedos, no sin argumentos
victimistas. El temor y la duda no le abandonaron en su retorno a la casa del
Padre. Y es que, hermanos, salir del pecado no es fácil ni gratuito, el peso
del remordimiento de conciencia puede dificultarnos el trayecto pero es
necesario sobrellevarlo por amor a Dios y como reparación por las ofensas. Aun así,
como aquel hijo pródigo, nosotros seguimos avanzando en nuestro itinerario de
conversión hasta que bajamos la loma del último monte…
…Y, ahora sí, es el Padre
misericordioso quien nos ve desde lejos y sale a nuestro encuentro. Esto nos
demuestra que Dios nunca perdió la confianza ni la esperanza sus hijos. Que Dios
siempre estuvo atento a nuestra vuelta para salirnos al encuentro. Solo Dios
hace que la vuelta a casa sea gozosa, porque solo Él cambia nuestros temores en
confianza, nuestras incertidumbres en certezas. En Él nos reencontramos con la
libertad perdida, en Él se rompen nuestras cadenas y se desatan nuestras trabas
espirituales. Solo nos sentimos seguros en Él.
Por eso, hermanos, así como aquel
Padre levantó, calzó, y revistió a aquel hijo ingrato, también su gracia nos
devuelve la dignidad de hijos de Dios. Nos introduce en la verdadera libertad
de los hijos de Dios.
Demos, pues, queridos hermanos,
gracias a Dios por tanto bien que hace para con nosotros. Ojalá que ante sus
palabras de vida se disipen nuestros miedos y nuestro animo libre se afiance cada
día mas. Así sea.
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