sábado, 16 de marzo de 2019

SERMÓN PARA LA LIBERTAD (II)


HOMILÍA DEL II DOMINGO DE CUARESMA


Queridos hermanos en el Señor:

Avanzando en el camino cuaresmal hacia la Pascua, el segundo domingo de Cuaresma siempre nos permite un alto gozoso para poder contemplar uno de los acontecimientos más hermosos de la historia de la salvación: la transfiguración del Señor. Este pasaje evangélico viene a dar cumplimiento a aquella invitación que el salmo responsorial nos hacía: “Buscad mi rostro”. Buscad un rostro transfigurado, nuevo, dispuesto a ir a Jerusalén para celebrar la Pascua de la muerte y de la resurrección.

En la primera lectura de este domingo encontramos a un Dios que se compromete con el hombre. Un Dios que hace promesas creíbles y que deberá cumplir. Y para ello no duda en establecer este pacto con Abrán usando un rito propio de las tribus nómadas: partiendo animales en dos mitades y cruzando entre ambas invocando sobre si mismo la suerte de las bestias sacrificadas si no se cumpliera el pacto. Vemos, pues, que Dios se empeña del todo y sin cortapisas.

La promesa hecha a Abrán puede resumirse en aquellas necesidades primarias de todo hombre y de toda civilización: descendencia y tierra. Tener una familia y tener una propiedad personal para poder vivir es algo que capacita y realiza al hombre. Es más, la propia familia y la propiedad privada son garantía de independencia y de libertad. Es por eso que, como se ha ido repitiendo a lo largo de la historia, todos los regímenes políticos que han pretendido restar libertad al individuo han querido desarraigarlo de su tierra, mediante la emigración, la expropiación; y han querido hacer leyes de injerencia en la familia: controlando la educación de los niños, eliminando la libertad de elección de centro, o con políticas antinatalistas. Frente a ello, la Iglesia ha desarrollado una acertada Doctrina Social donde prima el valor de la familia como Iglesia doméstica y primera célula de la sociedad, donde se aprenden valores espirituales y humanizadores; y donde se expone el recto uso de los bienes personales atendiendo a la propiedad privada y a la comunicación de los bienes.


Dios con esta doble promesa quiere garantizar el recto y libre desarrollo de la vida de los hombres y de los pueblos para que generen trabajo y riqueza y cooperan, de este modo, con Él en la obra de la Creación. Es por ello que solo cuando el hombre vive y trabaja en libertad y en condiciones adecuadas encuentra en su labor una rica fuente de crecimiento espiritual y de santificación: se santifica a si mismo, santifica el trabajo y santifica a los demás con su trabajo. Si estas condiciones se aseguran por parte del Estado y evitan a los hombres cualquier tipo de temor o de miedo a perderlas el progreso humano y material de los pueblos estará garantizado, de lo contrario se revivirán episodios tristemente acaecidos en épocas pretéritas.

La llamada a la libertad de la Pascua de Cristo hace necesaria, por tanto, la concreción de condiciones libres y de hombres y mujeres libres que amen, con esa misma libertad a Dios y puedan experimentar así su gloria y su compasión. En este sentido, hermanos, el pasaje de la Transfiguración nos invita a abandonar comodidades, a no caer en sueños vanos como los apóstoles y bajar presurosos a la Jerusalén del mundo donde Dios sigue celebrando su Pascua entre los afanes cotidianos y las tareas hodiernas.

Somos, en verdad, como recuerda san Pablo, ciudadanos del cielo, pero precisamente por eso debemos ser aun más ciudadanos de nuestras polis, de nuestros pueblos, barrios, calles y plazas para transformar éstas a imagen de la Jerusalén del cielo. Es, hermanos, nuestra responsabilidad más acuciante: si somos libres para amar a Dios hemos de ser igual de libres para amar al mundo y a sus habitantes.

Ojalá que el Tabor de este domingo nos reconforte en las duras luchas de la vida para ser cada día más libres para trabajar con denuedo y transformar este mundo que tanto necesita de nuestro testimonio. Así sea.

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