HOMILÍA DEL VIII DOMINGO DEL TIEMPO
ORDINARIO
Queridos
hermanos en el Señor:
Dice un refrán muy castizo que “por
la boca muere el pez”, es decir, que nosotros podemos ser reos de nuestras
propias palabras cuando imprudentemente hablamos cosas que pueden volverse, con
el tiempo, en nuestra contra.
Ciertamente, hermanos, en esta
sociedad, que algunos dicen que ya no es de la palabra, se siguen, sorprendentemente,
elaborando discursos persuasivos que buscan y procuran llamar la atención de la
gente sencilla. Hay discursos ideológicos que se inoculan en las mentes débiles
haciéndoles repetir mantras y eslóganes, tan rítmicos en sus formas como vacíos
en su contenido, que calan en su mensaje. Hay discursos comerciales que persiguen
generar una demanda y una oferta, aun cuando esos artilugios se demuestran inútiles
en el día a día. En definitiva, son peroratas y verborreas sostenidos por un
fin y consecuentes de un fin.
Esto nos lleva a tener muy encuentra
la advertencia del libro del Eclesiástico “el
hombre se prueba en su razonar” y más adelante “no alabes a nadie antes de que razone”. Porque el hombre se define
por sus razonamientos. Y en esto, queridos hermanos, los cristianos debemos ser
extremadamente prudentes, pero sin caer en los respetos humanos que edulcoran, camuflan
o desvirtúan el mensaje de la Verdad. El Señor Jesús nos lanza un reto “lo que rebosa del corazón, lo habla la boca”
y mi pregunta es: ¿de qué rebosa nuestro corazón? ¿de qué puede hablar nuestra
boca?
Permitidme que para una primer
respuesta, de ámbito general, me valga de las palabras del apóstol san Pablo en
la segunda lectura: “trabajad siempre por el Señor, sin reservas,
convencidos de que el Señor no dejará sin recompensa vuestra fatiga”. Esto es,
hermanos, de esta indubitable verdad es de lo que no podemos cansarnos de hablar:
que merece la pena creer en Dios, merece la pena fiarse de Jesucristo. Debemos decir
que trabajar por su causa, por su reino, es la empresa más apasionante y
contagiosa que podemos acometer en esta vida, cada cual desde su circunstancia
concreta.
Con el salmo responsorial, nuestra
boca no puede, por menos, que entonar acciones de gracias a Dios nuestro Señor
por tanto bien como ha hecho, hace y sigue haciendo en nuestras vidas. Nuestro corazón
se inflama de amores y nuestra boca los profiere porque, a pesar de nuestro
pecado, Él nunca nos ha dejado solos sino que se ha hecho cercano y presente a
cada uno de nosotros.
Con san Pablo, también, nuestra boca
habla de valentía, de coraje, de no tener miedo ni ante la muerte porque ésta
ha sido destruida y absorbida en la victoria pascual de Jesucristo. Además,
hermanos, solo cuando nuestro corazón rebosa en felicidad y gracia de Dios,
desaparecen de nosotros la triste tendencia a meternos en la vida de los demás,
a fijarnos en las motas de los ojos ajenos en lugar de sanar la viga de los
nuestros. Quizá sea este el remedio que aun no hemos probado contra la envida,
la murmuración, la calumnia o (perdonen la expresión) el “chisme” y el “alcahueteo”.
Pues ánimo, hermanos, cantemos con
la boca las maravillas de Dios que nuestro corazón, como la Virgen, conserva. Confesemos
con la boca, la fe que llevamos en el corazón para que quienes nos oigan
razonar, puedan juzgar positivamente y fiarse de nosotros. Así sea.
Dios te bendiga
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