HOMILÍA DEL I DOMINGO DE CUARESMA
Queridos
hermanos en el Señor:
Han llegados los días esperados de la Santa Cuaresma. Cuarenta
días de preparación para celebrar solemnemente la gran fiesta de la liberación
humana, la Pascua del Señor. Cristo, con su muerte y resurrección, ha pagado
por nosotros la deuda al eterno Padre y nos ha conseguido la libertad de los hijos
de Dios. Mediante su Pascua hemos sido arrancados de los vicios del mundo, de
la esclavitud del pecado para entrar en la vida de la verdadera libertad que da
la fe y el culto al único Dios verdadero, el Padre de Nuestro Señor Jesucristo.
En el libro del Deuteronomio se nos describe un rito
litúrgico prescrito por Moisés a los Israelitas: la deposición de las ofrendas
en el altar acompañadas de una oración anamnética que pretende generar en el
piadoso hebreo el recuerdo de la gran hazaña obrada por Dios en favor nuestro:
la liberación de Egipto. De este modo, la primera lectura nos sitúa en el
significado profundo de la Cuaresma: la libertad. Pero no una libertad como la
da el mundo o la entienden las distintas corrientes filosóficas. No. Se trata
de la libertad teológica, o dicho de otra manera, de la libertad que infunde la
Fe en el alma cristiana: una libertad de quien se sabe Hijo de Dios y el único ante
quien debe rendir cuentas de su conciencia. Una Fe que se concentra en confesar
a Jesucristo como el Señor.
La liberación de Egipto es el acontecimiento central
de todo el Antiguo Testamento. Toda la historia de Israel comienza en ese
punto, de ahí que en el nuevo culto que debe rendir el pueblo judío lo tenga
por núcleo, objeto y fuente del mismo. Un culto litúrgico, hermanos, solo se
puede celebrar en libertad y es, además, generador de libertad. El culto cristiano,
del mismo modo que el judío, va a tener por centro del mismo su propia Pascua
de liberación efectuada por Jesucristo. También nosotros, como aquellos, recordamos
anualmente las “magnalia Dei”, las
maravillas que Dios ha obrado en favor nuestro. ¿Y acaso habrá alguna maravilla
mayor que la entrega del propio Hijo a la muerte por nosotros y nuestra
salvación? Este acontecimiento es el que infunde en nuestras almas la garantía
y la certeza de que Él no nos abandona en la tribulación.
Y esto, hermanos, es algo esencial a tener en cuenta
porque en esta peregrinación espiritual en la cual caminamos hacia la libertad
Pascual, el enemigo nos tenderá trampas para que sucumbamos en nuestro propósito
y volvamos a la segura esclavitud del Egipto seductor. El pasaje de las
tentaciones que acabamos de proclamar es un verdadero manual de resistencia (ahora
que esta muy de moda) para vivir santamente la vida cristiana. Las tres
seducciones que el demonio propone a Jesús son el resumen de los males que aquejan
a la humanidad de todos los tiempos: el ansia de saciar el hambre con cosas
materiales sin tener en cuenta ni a Dios ni al prójimo; la consecución de fines
usando medios ilícitos, pisando a los demás o trabajando sin honradez para
ello; y, por último, la tentación de querer usar a Dios a nuestro servicio sin
tener en cuenta su voluntad.
El pecado, hermanos, es el mayor enemigo a la
verdadera libertad cristiana porque nos limita y nos esclaviza. Hermano, un
pecado nunca viene sólo sino que necesita de otros para alimentarse y
fortalecerse. Un pecado, por venial que sea, puede introducirnos en una
peligrosa espiral de pecados que nos ata y nos oprime. Es por ello que, frente
a la esclavitud de la mentira del pecado, Cristo nos ofrece la verdad que nos
hace libres. Y esa verdad no es otra que, como recuerda san Pablo, confesar con
los labios y creer con el corazón que Jesús es el Señor, el Hijo de Dios vivo
que ha muerto y resucitado de entre los muertos.
¡Ánimo, hermanos! Confesemos la fe que salva. Huyamos la
tentación de volver a ser esclavos del pecado y abracemos la libertad que nos ha
traído la Pascua de Cristo. Así sea.
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