sábado, 9 de marzo de 2019

SERMÓN PARA LA LIBERTAD (I)


HOMILÍA DEL I DOMINGO DE CUARESMA


Queridos hermanos en el Señor:

Han llegados los días esperados de la Santa Cuaresma. Cuarenta días de preparación para celebrar solemnemente la gran fiesta de la liberación humana, la Pascua del Señor. Cristo, con su muerte y resurrección, ha pagado por nosotros la deuda al eterno Padre y nos ha conseguido la libertad de los hijos de Dios. Mediante su Pascua hemos sido arrancados de los vicios del mundo, de la esclavitud del pecado para entrar en la vida de la verdadera libertad que da la fe y el culto al único Dios verdadero, el Padre de Nuestro Señor Jesucristo.

En el libro del Deuteronomio se nos describe un rito litúrgico prescrito por Moisés a los Israelitas: la deposición de las ofrendas en el altar acompañadas de una oración anamnética que pretende generar en el piadoso hebreo el recuerdo de la gran hazaña obrada por Dios en favor nuestro: la liberación de Egipto. De este modo, la primera lectura nos sitúa en el significado profundo de la Cuaresma: la libertad. Pero no una libertad como la da el mundo o la entienden las distintas corrientes filosóficas. No. Se trata de la libertad teológica, o dicho de otra manera, de la libertad que infunde la Fe en el alma cristiana: una libertad de quien se sabe Hijo de Dios y el único ante quien debe rendir cuentas de su conciencia. Una Fe que se concentra en confesar a Jesucristo como el Señor.

La liberación de Egipto es el acontecimiento central de todo el Antiguo Testamento. Toda la historia de Israel comienza en ese punto, de ahí que en el nuevo culto que debe rendir el pueblo judío lo tenga por núcleo, objeto y fuente del mismo. Un culto litúrgico, hermanos, solo se puede celebrar en libertad y es, además, generador de libertad. El culto cristiano, del mismo modo que el judío, va a tener por centro del mismo su propia Pascua de liberación efectuada por Jesucristo. También nosotros, como aquellos, recordamos anualmente las “magnalia Dei”, las maravillas que Dios ha obrado en favor nuestro. ¿Y acaso habrá alguna maravilla mayor que la entrega del propio Hijo a la muerte por nosotros y nuestra salvación? Este acontecimiento es el que infunde en nuestras almas la garantía y la certeza de que Él no nos abandona en la tribulación.


Y esto, hermanos, es algo esencial a tener en cuenta porque en esta peregrinación espiritual en la cual caminamos hacia la libertad Pascual, el enemigo nos tenderá trampas para que sucumbamos en nuestro propósito y volvamos a la segura esclavitud del Egipto seductor. El pasaje de las tentaciones que acabamos de proclamar es un verdadero manual de resistencia (ahora que esta muy de moda) para vivir santamente la vida cristiana. Las tres seducciones que el demonio propone a Jesús son el resumen de los males que aquejan a la humanidad de todos los tiempos: el ansia de saciar el hambre con cosas materiales sin tener en cuenta ni a Dios ni al prójimo; la consecución de fines usando medios ilícitos, pisando a los demás o trabajando sin honradez para ello; y, por último, la tentación de querer usar a Dios a nuestro servicio sin tener en cuenta su voluntad.

El pecado, hermanos, es el mayor enemigo a la verdadera libertad cristiana porque nos limita y nos esclaviza. Hermano, un pecado nunca viene sólo sino que necesita de otros para alimentarse y fortalecerse. Un pecado, por venial que sea, puede introducirnos en una peligrosa espiral de pecados que nos ata y nos oprime. Es por ello que, frente a la esclavitud de la mentira del pecado, Cristo nos ofrece la verdad que nos hace libres. Y esa verdad no es otra que, como recuerda san Pablo, confesar con los labios y creer con el corazón que Jesús es el Señor, el Hijo de Dios vivo que ha muerto y resucitado de entre los muertos.

¡Ánimo, hermanos! Confesemos la fe que salva. Huyamos la tentación de volver a ser esclavos del pecado y abracemos la libertad que nos ha traído la Pascua de Cristo. Así sea.

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