DOMINGO III DEL TIEMPO ORDINARIO
Queridos hermanos en el
Señor:
Este
III Domingo del “Tempus per annum” inaugura un ciclo nuevo de la predicación de
Jesús, que Mateo nos traerá cada domingo. Tras la presentación que del Señor
hizo el Bautista el domingo pasado, hoy Jesús comienza a predicar la Buena
Nueva del Reino de los Cielos.
El
oráculo de Isaías, que ya resonó la noche de la Navidad, vuelve hoy a nuestra
asamblea para ser leído en clave de cumplimiento: la luz anunciada por Isaías,
esperada durante siglos por Israel, haya su realidad y cumplimiento en el
ministerio público de Jesucristo.
Éste
es la luz que ha venido para iluminar al pueblo que habita en tinieblas, bien
sea por la opresión de una potencia extranjera como la romana o bien sea por
las tinieblas del error y la ignorancia, pues estamos en la Galilea de los
gentiles. Pero Jesús ha venido para algo más que iluminar al pueblo de Israel o
a los paganos galileos de aquel entonces; Jesús tiene la pretensión de
manifestarse hoy, de nuevo, como luz y salvación para el nuevo Israel, que es
la Iglesia, y para los venidos a ella desde el paganismo.
El
salmo 26, que hemos cantado, expresa bellamente esta imagen de la luz referida
a Cristo: su anuncio del Reino de los cielos es sinónimo del anhelo por habitar
en la casa del Señor, de gozar de su dulzura. El Reino de los cielos es el
mensaje central de Jesús y, justo con su Resurrección, es el núcleo de la fe y
por tanto es aquello que debemos esperar paciente y ansiosamente durante la
vida temporal.
La
luz de Cristo viene a ser hoy, igual que ayer, consuelo para los que sufren. Es
una luz transformante en el corazón del hombre. Tengamos en cuenta que Jesús
comienza su predicación llamándonos a la conversión, en griego “metanoiete”.
Efectivamente, para poder recibir la luz de Cristo y ser iluminados por ella,
hemos de desprendernos de todo lo que oscurece nuestro corazón y nuestra
conciencia. Esta luz disipará las tinieblas que opacan nuestra vida, que
oscurecen la imagen divina en el hombre. El Reino de Dios está cerca de
nosotros mientras Jesús viva entre los hombres. Con su predicación y su obrar el
mensaje de Cristo es acreditado como verdadero y su identidad como verdadero
Mesías, también.
Esta
coherencia real entre sus palabras y sus obras, generará una fuerza de
irradiación y atracción en Cristo, que a nadie dejará indiferente. Tal será
así, que el encuentro con los primeros apóstoles se trabará en esta dinámica de
seducción-atracción. El evangelista Mateo usa del esquema maestro-discípulo
para narrar estos episodios: la expresión “venid detrás de mí” era propia de
los maestros que aceptaban a sus alumnos, sin embargo, Jesús va más allá y les
da un título nuevo: ser pescadores de hombres, es decir, serán los encargados
de llevar la luz de Cristo a todos los pueblos de la tierra. En el llamamiento
a los primeros discípulos encontramos el germen de la Iglesia como nuevo
Israel. Aquellos primeros hombres son prestos en su respuesta, la arrolladora
personalidad de Jesús invade en ellos una obediencia rápida y radical que les
lleva a romper los mismos vínculos familiares e ir detrás de Él.
Hoy
se siguen produciendo estos mismos encuentros con el mismo Jesús. El sigue
pasando por nuestras vidas, sigue irradiando su luz entre nosotros. Cristo
sigue hoy, también, sanando nuestras enfermedades y dolencias. Él quiere seguir
enseñando su Magisterio de Verdad en nuestros corazones con la luz del Espíritu
Santo. Pero también, hoy como ayer, Él pide de nosotros la misma actitud de
pronta respuesta de los discípulos; quiere que nos arriesguemos y optemos por
Él; que nos esforcemos por vivir con coherencia la fe que nos ha dado.
Jesús
quiere ser luz que disipe nuestros miedos, nuestras cobardías, nuestras tibiezas,
nuestras faltas de fe. Jesús nos llama a dejar iluminar con su luz las regiones
oscuras del alma para una eficaz y efectiva conversión. Y la conversión
conlleva dolor, sufrimiento, ascesis, renuncia y sacrificio. Pero también está
acompañada de la gracia, la luz y el gozo que da el mismo Jesucristo.
Ánimo,
pues, hermanos, abracemos la luz de Cristo, aquella luz tan esperada durante
siglos y generaciones; abracemos con fuerza el mensaje de Cristo y hagámoslo
vida en nosotros. Que la Virgen María, Madre de la luz, nos ayude a conseguir
estas gracias y la conversión.
Así sea.
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