HOMILÍA
DEL IV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
Queridos hermanos en el
Señor:
Siguiendo la lectura continuada del Evangelio según san
Mateo que nos propone este ciclo A, este domingo contemplamos al Señor en lo
alto de la montaña, pronunciando el primero de los cinco discursos en que está
estructurada la predicación de Jesús en el Evangelio de Mateo.
Dios no habla nunca en el vacío sino que su palabra va
siempre dirigida a una persona o a un grupo en concreto. En este caso, el
oráculo de Sofonías va dirigido al pueblo de Israel, un pueblo humilde y
oprimido que debe buscar a su Dios, el único que puede hacerle justicia; es un
pueblo que vive su fidelidad a la alianza cumpliendo los mandamientos. En
definitiva, es un pueblo pobre y humilde que ha puesto su esperanza sólo en
Dios.
El nuevo Israel que nos presenta san Pablo en su primera
carta a los corintios sigue las mismas características que el anterior: la
Iglesia de Cristo es una comunidad débil y frágil cuya única gloria es su Señor
Jesucristo, "sabiduría, justicia, santificación y redención".
A este doble Israel de los pobres, los anawim, van dirigidas hoy las palabras
del Señor, que nos han llegado a nosotros como “bienaventuranzas”. Una
bienaventuranza es una exclamación de felicidad, que recoge un estado real de
felicidad, y que comienza con el término hebreo “asre” o el griego “makarioi”.
Las bienaventuranzas se encuentran tanto en el evangelio de Lucas (cuatro) como
en el de Mateo (ocho). No es el lugar este para hacer una reseña de sus
convergencias y divergencias, tampoco tengo capacidad para ello; solo quiero
constatar este hecho para hacer ver que es una tradición recogida por la fuente
en común de los sinópticos, la llamada fuente Q.
Es interesante detenernos brevemente en el marco de la
narración: Cristo esta en la montaña. La montaña en la Sagrada Escritura es un
lugar teológico, donde está Dios, donde habla Dios y donde Dios da su ley. La
montaña es un lugar sagrado por excelencia. Allí Dios entregó las tablas de la
ley a Moisés del mismo modo que Cristo promulgará su nueva ley que son las
bienaventuranzas.
Las bienaventuranzas son la carta de ciudadanía del Reino
de Dios, del nuevo pueblo de Dios surgido en la Pascua de Cristo. Las
bienaventuranzas tiene por sujeto y destinatario a Cristo, Él es la
bienaventuranza suprema y el gran bienaventurado. Él presenta, al inicio de su
ministerio público, el programa que marcará toda su predicación: dar consuelo,
ejercer la misericordia, trabajar por la paz; Él será consuelo para los que
lloran, visión de Dios, quien sacie el hambre y la sed de la justicia a los
pobres,… Pero las bienaventuranzas solo pueden ser vividas en esperanza, pues
su recompensa es escatológica, es decir, solo se alcanza en el Reino de Dios,
según se desprende de los verbos en futuro.
Las bienaventuranzas tienen su correspondencia con el
salmo responsorial que hemos escuchado:
“Dichosos los pobres en el espíritu porque
de ellos es el reino de los cielos”
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“Sustenta al huérfano y a la viuda”
Porque Dios es un rey a imagen de los reyes orientales que debían proteger a
los más débiles del reino.
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“Dichosos los que lloran, porque ellos
serán consolados”
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“Él hace justicia a los oprimidos” los
que lloran son los que ven y experimentan el mal del mundo
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“Dichosos los sufridos, porque ellos
heredarán la tierra”
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“Él da pan a los hambrientos” en clara
correspondencia con el salmo 37,11 que profetiza que los mansos poseerán la
tierra. Los sufridos son aquellos que carecen de lo esencial para vivir.
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“Dichosos los que tienen hambre y sed de la
justicia, porque ellos quedarán saciados”
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“El Señor ama a los justos” porque casi
siempre son aquellos a los que defrauda la misma justicia.
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“Dichosos los misericordiosos, porque ellos
alcanzarán misericordia”
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“El Señor endereza a los que ya se doblan”.
Y se han doblado porque han gastado sus vidas y sus fuerzas en practicar las
obras de misericordia.
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“Dichosos los limpios de corazón, porque
ellos verán a Dios”
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“El Señor abre los ojos al ciego” a
aquellos que han oscurecido la imagen de Dios en ellos; a aquellos que han
apagado la luz del Creador distorsionando su imagen en él.
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“Dichosos los que trabajan por la paz,
porque ellos se llamarán los Hijos de Dios”
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“El Señor guarda a los peregrinos”
peregrinos que buscan la paz y abren caminos para ella.
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“Dichosos los perseguidos por causa de la
justicia porque de ellos es el reino de los cielos”
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“El Señor liberta a los cautivos” a los
que por perseguir la Verdad han sido perseguidos por las sombras del error y
la mentira.
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Quizá de todas ellas, la última bienaventuranza sea la
más actual y la más difícil de vivir. Ser bienaventurados en la persecución, en
el desprecio por mantener el testimonio de Cristo es la mayor gloria que un
cristiano puede tener. El martirio es el supremo testimonio de la fe; el mayor
don que Dios puede concedernos. Decía Tertuliano que la sangre de los mártires
se semilla de cristianos; por eso no debemos tener miedo en esta hora de la
historia a dar testimonio del Evangelio, no temer a decir que creemos en Jesús,
que amamos a Dios, que somos católicos.
Porque
las potencias oscuras que atenazan nuestra vida cristiana no son nada comparado
con la gloria que nos aguarda en la eternidad. Porque las presiones de los lobys
que tienen conquistada esta sociedad decadente no son nada comparado con la
vida eterna a la que hemos sido llamados. Porque por mucho que se empeñen los
poderes de este mundo y, por muy terribles que sean los tribunales humanos, son
paja que arrebata el viento en comparación con la presencia de Dios y el
tribunal supremo de Cristo, Señor y juez de la historia.
No
olvidemos que nuestra verdadera patria está en los cielos (cf. Flp 3,20) y que
allí es a donde nos dirigimos, allí donde se cumplen las bienaventuranzas, allí
donde se recompensarán los sufrimientos de esta vida. Allí nos será desvelada
la Verdad y el sentido de esta vida. A nosotros, mientras tanto, solo nos queda
esperar y aguardar la manifestación de Cristo.
Bienaventurados,
pues, seremos si mantenemos la esperanza en Dios hasta el final de la vida;
bienaventurado si morimos con el nombre de Jesús en los labios. Bienaventurados
si vivimos las bienaventuranzas sabiendo que cada obra buena hecha a un prójimo
en realidad se la hemos hecho al mismo Señor.
Dios
te bendiga
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