Antífona de entrada
«Piensa, Señor, en tu alianza, no olvides sin
remedio la vida de tus pobres. Levántate, oh Dios, defiende tu casa, no olvides
las voces de los que acuden a ti». Formada a partir de los versículos 20,
19, 22 y 23 del salmo 73. Cada domingo, en la celebración de la Santa Misa
renovamos la alianza nueva y definitiva sellada con la sangre preciosísima de
Cristo. Este pacto eterno tiene por objeto dar vida plena a los pobres que
acuden y suplican al Señor en medio de un mundo depravado que busca apartarnos
del amor de Dios con sus pompas y lisonjas que no son sino coronas que el
tiempo marchita.
Oración colecta
«Dios todopoderoso y eterno, a quien,
instruidos por el Espíritu Santo, nos atrevemos a llamar Padre, renueva en
nuestros corazones el espíritu de la adopción filial, para que merezcamos
acceder a la herencia prometida. Por nuestro Señor Jesucristo». Con algunas
variaciones, ya aparece en el sacramentario gelasiano antiguo (s. VIII). Sabemos
por cita del texto bíblico que solo el Espíritu Santo puede movernos a a llamar
a Dios “Abba-Padre”. Este mismo Espíritu es el que nos hace pasar de ser meras
criaturas naturales a ser hijos de Dios por adopción; de nacer al renacer, del
pecado a la gracia. A esto le llamamos espíritu de adopción porque, en
definitiva, nos hace hijos en el Hijo. Del mismo modo, este Espíritu siembra en
nosotros la semilla de la vida eterna, hace que el hombre sea portador de
valores y bienes eternos.
Oración sobre las
ofrendas
«Acepta complacido, Señor, los dones que en
tu misericordia has dado a tu Iglesia para que pueda ofrecértelos, y que ahora
transformas con tu poder en sacramento de nuestra salvación. Por Jesucristo,
nuestro Señor». Nueva incorporación. Volvemos a traer aquí el tema de la
oración sobre las ofrendas del domingo XVII del Tiempo Ordinario. Dios nos
provee de lo necesario para vivir cada día y para ofrecerle un sacrificio
agradable y acorde a su divina majestad. Como ya dijimos anteriormente: no es
pura acción humana, sino que en el culto Dios compromete su poder y su palabra.
El culto solo es posible en tanto en cuanto la acción del Espíritu potencia la
desnuda naturaleza elevándola a alimento sobrenatural para el alma.
Antífonas de comunión
«Glorifica al Señor, Jerusalén, que te sacia
con flor de harina». Del salmo 147, versículos 12 y 14. Esta aclamación
está referida a la Iglesia de todos los tiempos que, en este momento de la
celebración, vuelve a ser alimentada por su Señor mientras espera la gran
manifestación de la Jerusalén celeste que se nos descubrirá en la gloria
eterna.
«El pan que yo daré es mi carne por la vida
del mundo, dice el Señor». Del capítulo 6 del evangelio según san Juan,
versículo 51. A poco que observemos, nos daremos cuenta que el evangelio de
Juan no deja de estar presente en la liturgia a lo largo del año. El capítulo 6
de este escrito neo-testamentario nos ofrece un sinfín de posibilidades para
explicitar el misterio eucarístico que se nos da en alimento en cada
eucaristía. Cristo, ahora, convoca a sus fieles para que le reciban en alimento
pero no para ellos solos sino para que den testimonio de fe en Él en medio del
mundo, de ahí que este pan pueda dar vida al mundo.
Oración para después de
la comunión
«La comunión en tus sacramentos nos salve,
Señor, y nos afiance en la luz de tu verdad. Por Jesucristo, nuestro Señor».
Tomada del sacramentario gelasiano antiguo (s. VIII) y presente en el misal
romano de 1570. Estamos ante un texto al más puro ingenio romano: breve y
conciso. La comunión tiene dos efectos: la salvación y el afianzamiento en Dios
(luz de la Verdad).
Visión de conjunto
El
salmo 8 comienzo su canto lírico lanzándonos una pregunta “¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él? ¿el ser humano para darle
poder?” es la gran pregunta desde que estamos en este mundo y desde el
inicio de la historia humana. “¿Quiénes somos?”, “¿Qué hacemos aquí?”, “¿Cuál
es nuestro destino último?” son los grandes interrogantes que han marcado el
pensamiento de la humanidad.
Muchas
han sido las respuestas y diversos los ámbitos desde donde se han ofrecido:
filosofía, ciencia, religión, etc. Sin embargo, todas han sido aproximaciones
limitadas ya que no abarcaban la realidad en su totalidad porque o bien prescindían
de la dimensión interior del hombre o bien de su exterioridad. A este intento
de respuesta sobre el ser del hombre lo llamamos “Antropología”.
El
idealismo de Platón definía al hombre por su interioridad: un alma encerrada en
un cuerpo de carne que hacía las veces de prisión o cárcel y del que debía de
salir mediante un proceso de purificación hasta volver al mundo de las ideas de
donde descendió. Aristóteles, sin embargo, en una dimensión más realista del
hombre lo define por el compuesto psico-somático: el hombre es uno en cuerpo y
alma. Estos dos polos, dualismo o unitarismo, han encerrado la oscilación de
definición de hombre.
Pero
la llegada de la revelación bíblica ha supuesto un antes y un después en el
concepto de hombre. El hombre es, ante todo, criatura: ser animado e informado
por la voluntad creadora y salvífica de Dios. El hombre es un compuesto de
adamah (tierra) y ruah (soplo divino), es decir, real y espiritual, físico y
psíquico, sujeto al devenir del mundo y portador de valores eternos. Se es
hombre entero por el hecho de haber venido a este mundo, por haber nacido de la
carne y de la sangre.
Pero
no queda todo ahí. Dios no se conforma con hacernos hombre o mujer
biológicamente, piscológicamente y afectivamente. No. Dios quiere elevar la
naturaleza humana a un nivel superior, a un nivel sobrenatural, esto es, pasar
de ser meras criaturas a ser hijos de Dios. Este prodigio se realiza por medio
de la recepción del santo Bautismo único camino conocido para salvación (cf.
CEC 1257).
¿Qué
entendemos en la expresión “filiación divina”? es lo mismo que decir “ser hijos
de Dios”. Por filiación divina, estrictamente, entendemos la relación que
mantienen Jesucristo (el Hijo) con el Padre eterno “Este es mi hijo amado,
escuchadlo” (cf. Mt 17,5). Jesucristo es el Hijo de Dios, el único Hijo, el
Unigénito. ¿Y nosotros? ¿Lo somos o no? Y si lo somos, ¿en qué sentido?
Efectivamente nosotros también podemos llamarnos hijos de Dios, pero no en un
sentido de filiación directa como lo es Cristo respecto del Padre, sino en un
sentido adoptivo, somos hijos en el Hijo. A esto lo llamamos “adopción filial”.
Y es uno de los frutos inmediatos del Bautismo, como nos lo recuerda el
Catecismo de la Iglesia: “por el Bautismo somos liberados del pecado y
regenerados como hijos de Dios, llegamos a ser miembros de Cristo y somos
incorporados a la Iglesia y hechos partícipes de su misión”
(cf. CEC 1213).
Por
último, el artífice de este prodigio maravilloso no es otro que el Espíritu
Santo que nos hace clamar Abba-Padre (cf. Rom 8,15). Por el Bautismo y la
Confirmación hemos recibido un Espíritu de adopción que nos hace llamarnos, y ser en verdad, hijos de
Dios en el Hijo Único de su amor que es Cristo.
Así
pues, queridos lectores, efectivamente somos algo más que criaturas, somos algo
más que un mero producto de la evolución. La pregunta del salmo 8 halla aquí su
respuesta, somos hijos de Dios pero aún no se ha manifestado del todo lo que
seremos, pues como bien nos dice la primera carta de san Juan, cuando venga
Cristo seremos semejantes a Él (cf. 1 Jn 3,2), es decir, participaremos
plenamente de la divinidad. De este modo, decir que se es hijo de Dios es un
don pero también supone una tarea que se inició en el Bautismo y que aguarda su
plenitud en el Reino celestial donde los hijos brillarán con un nuevo
resplandor (cf. Mt 13,43).
Aprovechemos,
pues, estos días de vacaciones para pensar bien esta gran gracia inmerecida que
hemos recibido en el Bautismo. Queridos lectores, somos hijos de Dios por
adopción, hermanos en Cristo y coherederos de la herencia incorruptible de los
tesoros del cielo. Allí está la casa de nuestro Padre y nuestra verdadera
Patria. Caminemos, pues, en fidelidad a esta meta última actuando y viviendo
como lo que somos en realidad: los hijos
de Dios.
Dios
te bendiga
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