HOMILIA
DEL XX DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
Queridos hermanos en el Señor:
Con harta frecuencia, el egoísmo aparece en nuestra vida.
El egoísmo es una fuerza que no nos deja salir de nosotros mismos; que nos
impide ver que fuera de nosotros hay más personas que viven, que nos
interpelan, etc. El egoísmo nos llena de soberbia, nos llena de nosotros mismos
y hace imposible cualquier tipo de apertura a nada que provenga del exterior. Así
es, en síntesis, el egoísmo en la vida puramente humana.
También ocurre algo parecido en la vida espiritual. Puede
ocurrir que nos sintamos tan privilegiados por tener fe y tan seguros de contar
con el amor de Dios que, llevados a una mala comprensión, podemos acabar
mirando por encima del hombro a los que no son capaces de creer como nosotros.
Es una tentación constante el pensar que porque practiquemos constantemente la
religión, somos mejor que otros. El egoísmo espiritual también se manifiesta en
querer acaparar los bienes espirituales de tal modo que no nos percatamos de
que Dios es también para otros.
Frente
a estas pretensiones de quedar a Dios reducido a nuestro provecho personal. Las
lecturas de hoy nos hablan de un Dios que rompe toda clase barreras geográficas
y espirituales. Dios llama a todos los hombres a la mesa de la comunión que ha
preparado en su monte santo, es decir, en su presencia. La profecía de Isaías
es una llamada a la universalidad de la salvación. Dios convoca a todos los
pueblos de la tierra a vivir con Él. El evangelio es para todos, como pondrá de
manifiesta, la intervención impertinente de la mujer cananea. Bendita impertinencia
que movió a misericordia al corazón de Cristo.
Pero
estas lecturas no se quedan en meras ideas piadosas y en deseos santos, sino
que se concretan en la vida ordinaria de los cristianos y de la Iglesia. Estas
lecturas nos llaman a la misión para hacer realidad lo que Dios quiere en estos
pasajes. Los cristianos debemos romper el egoísmo espiritual y la timidez para
anunciar con valentía y sin complejos que la salvación solo está en Jesucristo
y en nadie más ni en nada más. Aún resuenan aquellas palabras del beato Pablo
VI: “los hombres
podrán salvarse por otros caminos, gracias a la misericordia de Dios, si
nosotros no les anunciamos el Evangelio; pero ¿podremos nosotros salvarnos si por negligencia, por miedo, por vergüenza
—lo que San Pablo llamaba avergonzarse del Evangelio—, o por ideas falsas
omitimos anunciarlo? Porque eso significaría ser infieles a la llamada
de Dios que, a través de los ministros del Evangelio, quiere hacer germinar la
semilla; y de nosotros depende el que esa semilla se convierta en árbol y
produzca fruto” (Evangelii Nuntiandi, 80).
Los
cristianos tenemos el deben de proponer a todos la Verdad que hemos conocido en
Cristo. Pero más aún tenemos la grave obligación de vivir esa misma Verdad pues
la gente creerá en Dios en la medida en que nos vean cómo vivimos, cómo amamos
y cómo nos realizamos en la vida. De nuestras palabras y de nuestras obras
depende que Dios sea conocido, amado y seguido en este mundo. ¿Estás dispuesto?
Pues adelante porque la recompensa es la gloria eterna de los santos. Amén.
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