HOMILIA
DEL XIX DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
Queridos hermanos en el
Señor:
¿Cuantas
veces en la vida parece que Dios no está? ¿Con cuánta frecuencia invocamos el
nombre del Señor esperando que nos responda? Incluso pretendemos decirle a Dios
cómo tiene que manifestarse, cómo tiene que actuar, cómo tiene que resolver el
problema.
Otras
tantas veces buscamos manifestaciones prodigiosas de Dios. Hay gente que anda
buscando de aquí para allá apariciones, milagros, mensajes y revelaciones
rozando lo paranormal y lo escabroso. Pareciera que nos les basta la revelación
normal de Dios plasmada en la Escritura y la Tradición de la Iglesia.
Frente
a estas malformaciones en la comprensión del actuar divino las lecturas de este
domingo nos dan las claves para saber ver a Dios en lo ordinario de la vida,
para saborear su actuar en nosotros sin estridencias ni escrúpulos.
La
experiencia del profeta Elías es la de aquellos que aguardan la presencia de
Dios en sus vidas. Ni el huracán ni el terremoto ni en el fuego, que son símbolos
de las manifestaciones prodigiosas y espectaculares, estaba Dios. Todo esto nos
habla de la belleza de lo ordinario, de la santidad de la rutina. Es el Dios
que actúa día a día, con un hacer casi imperceptible como el de la brisa suave.
En
una de sus cartas, la Madre Teresa de Calcuta cuenta como mientras que aquellos
que le rodeaban podían percibir la obra que Dios iba realizando en torno a
ella, a ella Dios no le dejaba verla. Esta experiencia también podemos
padecerla nosotros: cuántas veces oramos sin sentir nada, sin experimentar la
conversión mientras que otros si perciben las gracias divinas que Dios nos
regala. Así actúa Dios: en lo escondido y en lo ordinario, para que tengamos
una vida cristiana normal y sana, centrada en lo esencial y adornada de la paz
que da el saber que Él nunca nos abandona.
Pero
todo lo anterior no puede ser conocido por nosotros a través de la desnuda
razón y la pura inteligencia sino que se necesita una fuerza sobrenatural que
potencie y de vigor a nuestro
conocimiento esto es: la fe.
La
fe está en el centro del pasaje evangélico que acabamos de escuchar. Ante las
aguas agitadas del mar, los discípulos se llenan de miedo y desconfianza. No tienen
seguridad, pueden naufragar, pero saben que Jesús está por allí. Para buscar a
Dios es necesaria la fe.
La
ausencia de Dios en la vida de las personas va siempre acompañada de los
siguientes rasgos: pereza por las cosas de Dios, intranquilidad e inestabilidad
en la vida, desconcierto espiritual, agobio por los problemas, que tienden a
magnificarse, etc. en estas circunstancias es donde la fe se hace más necesaria
aún. Pero no una fe cualquiera, sino la fe que busca a Cristo como persona creíble.
Es una fe cristocéntrica. La apelación de Jesús resuena con más fuerza en estas
situaciones: “Ánimo, soy yo, no temáis”.
Cristo
nos llama, nos dice “Ven”, a confiar
cada vez más en Él. A no dudar de su palabra y de su obra en nosotros “¿Por qué has dudado?” ¿Por qué dudamos? ¿Por
qué nos cuesta tanto abandonarnos en sus manos? Pues porque, en definitiva,
somos como san Pedro, hombres y mujeres de poca fe. Y eso Dios lo sabe y por
eso está, continuamente, dándonos pruebas de su amor para alentar nuestra vida
y guiarnos a la verdad plena.
Solo
cuando uno se ha encontrado con Cristo y mediante la fe es capaz de ver la
acción de Dios en su vida: actuando silenciosa y calladamente pero con gran
eficacia; entonces podremos concluir al final de nuestra existencia confesando
la única, verdadera y santa fe, al decir “Realmente eres Hijo de Dios”. Así sea.
Dios
te bendiga
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