viernes, 18 de agosto de 2017

DOMINGO XX DEL TIEMPO ORDINARIO





Antífona de entrada

«Fíjate, oh Dios, escudo nuestro; mira el rostro de tu Ungido, porque vale más un día en tus atrios que mil en mi casa». Del salmo 83, versículos 10 al 11. Cada uno de nosotros somos ese ungido del salmo porque hemos recibido la unción del santo crisma que graba en nosotros la marca indeleble del ser cristiano. Quien recibe esta unción se hace partícipe de la herencia eterna de los hijos de Dios, que no es otra que la de habitar en las moradas celestiales, nuestra verdadera patria. Mientras llega ese feliz momento, el Señor nos permite estar en la antesala del cielo, esto es, la santa misa. Participemos, pues, con gusto de estos santos misterios aspirando a disfrutarlos plenamente en los atrios del cielo.

Oración colecta

«Oh Dios, que has preparado bienes invisibles para los que te aman, infunde la ternura de tu amor en nuestros corazones, para que, amándote en todo y sobre todas las cosas, consigamos alcanzar tus promesas que superan todo deseo. Por nuestro Señor Jesucristo». Presente en los sacramentarios gelasiano antiguo (s. VIII) y de Angoulenme (s. IX) y conservada en el misal romano de 1570. San Pablo en su carta a los Colosenses nos invita a poner los ojos en los bienes imperecederos del cielo porque, a diferencia de los de la tierra, estos no se corroen ni son pasto de las polillas.

Esos bienes celestiales son los que hoy la oración colecta nos recuerda que han sido preparados para nosotros. El tema central de este texto litúrgico es el amor en dos dimensiones: el amor como don divino “infunde la ternura de tu amor…”; y el amor a Dios como motor de la vida cristiana “amándote en todo y sobre todas las cosas”.

Oración sobre las ofrendas

«Acepta, Señor, nuestras ofrendas en las que vas a realizar un admirable intercambio, para que, al ofrecerte lo que tú nos diste, merezcamos recibirte a ti mismo. Por Jesucristo, nuestro Señor». De nueva incorporación. Aunque breve en su redacción, pues se reflejan las dos características de las oraciones romanas: brevedad y concisión, es bastante profunda en su contenido: en primer lugar, encontramos, de nuevo, el navideño tema del “admirable intercambio”, esto es, el Dios que se hace hombre para que el hombre llegue a ser Dios: Encarnación-Divinización, dos caras de una misma moneda.

Aquí el intercambio es el del natural pan y vino por el sobrenatural Cuerpo y Sangre de Cristo. Estos dones naturales son el objeto de nuestra ofrenda en el altar de la celebración para que al recibir el rocío del Espíritu se conviertan en aquello que recibiremos: en el mismo Jesucristo, sujeto y agente de nuestra divinización como nos indicará la primera antífona de comunión de la misa de hoy.

Antífonas de comunión

«Del Señor viene la misericordia, la redención copiosa». Del salmo 129, versículo 7. Misericordia y redención son dos vocablos unidos semánticamente en este versículo ya que pretenden reforzar la idea de que Dios es el único salvador. No hay otro más. Esa salvación operada por Jesucristo con su muerte y resurrección se actualiza en el misterio de la Eucaristía y se nos comunica a nosotros por la comunión del Cuerpo y la Sangre de Jesucristo. De este sagrado banquete nos viene hoy copiosamente la misericordia divina y la redención eterna.

«Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo, dice el Señor; el que coma de este pan vivirá para siempre». Del evangelio según san Juan, capítulo 6, versículo 51. Vuelve hoy la liturgia a traernos el evangelio de Juan para recordarnos que el único alimento que perdura para la vida eterna y tiene, además, la capacidad de saciar nuestra hambre de eternidad es el pan eucarístico.

Oración para después de la comunión

«Después de haber participado de Cristo por estos sacramentos, imploramos humildemente tu misericordia, Señor, para que, configurados en la tierra a su imagen, merezcamos participar de su gloria en el cielo. Él, que vive y reina por los siglos de los siglos». De nueva incorporación en el actual misal. Este texto eucológico nos recuerda uno de los frutos inmediatos de la Eucaristía: nos configura cada vez más con Cristo. Comulgar cada domingo no debería convertirse en un acto ritual y rutinario sino en un gesto de amor grande y de agradecimiento aún mayor por los muchos beneficios que recibimos.

La configuración cristológica que experimentamos, progresivamente, en este mundo supone la vía directa para participar de la eternidad, para morar con Cristo en el cielo. No es, pues, como vemos, una gracia que queda aquí en la cotidianidad del mundo sino que nos proyecta a un destino último y eterno que escapa a nuestros pensamientos y, como dijimos anteriormente, “superan todo deseo”.

Visión de conjunto

            Muchas veces se ha venido hablando del amor de Dios a nosotros. Por doquier encontramos mensajes del tipo “Dios te ama”, “Dios te ama tal como eres”. En principio no hay nada que objetar porque es verdad. El amor de Dios por cada uno de nosotros es indiscutible. Pero si solo nos quedáramos en esto, ofreceríamos una visión parcial del mensaje cristiano. Hoy quiero reflexionar con ustedes acerca del amor a Dios, pues amor con amor se paga, aunque ciertamente jamás podremos corresponder, como merece, al amor de Dios.

            Primeramente, para vivir el amor a Dios hemos de colocar la cuestión en su justo término. El amor es, ante todo, un don de Dios. Un don que, junto a la fe y la esperanza, se nos concede en el Bautismo. El amor, junto a la fe y la esperanza, forma la triada llamada “virtudes teologales”. Por tanto, el amor es una virtud que procede de Dios, tiene a Dios como sujeto y se dirige a Dios como destinatario último.

            Así pues, amar a Dios no es algo que dependa de nosotros sino que surge de una gracia especial que Él nos otorga. Solo podremos amarle en cuanto Él nos ama y nos permite amar, como dice el autor de la Primera Carta de Juan: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados” (1Jn 4,10).


            Y aquí radica la segunda idea del amor a Dios. Nosotros, por nuestra limitada capacidad, no podemos amar a Dios como Éste merece. Entre su amor y el nuestro hay un abismo tal que nunca podríamos colmar, por eso era necesario que un amor divino pudiera entablar la paz y la reconciliación entre Dios y los hombres. De ahí que el amor a Dios sea el motor de la vida y el sacrificio de Cristo al Padre. Para Cristo amar a Dios es cumplir su voluntad y en medida en que nosotros nos unimos más estrechamente con Cristo nuestro amor a Dios será más pleno y agradable. Cristo es, pues, el que salva la distancia entre el Padre y las criaturas. Por eso era necesario que Él padeciera su Pasión y entrara así en la gloria: para allanar el camino de nosotros, pobres mortales.

            Pero, hoy, ¿cómo podemos amar a Dios? ¿Cómo mostrar nuestro amor a Él? La respuesta la hallamos en la misma escritura: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas” (Dt 6, 59). Es decir, el hombre debe poner en el empeño de amar a Dios toda su persona íntegra y entera. Todas las potencias del alma, todos los afectos del corazón deben volcarse en amar a Dios sin medida alguna. La mayor empresa que podemos hacer en este mundo es la de amar a Dios.

            En primer lugar, hemos de amarle con la adoración sincera. Pero… ¿Qué es adorar? Nos dice el catecismo: “Adorar a Dios es reconocerle como Dios, como Creador y Salvador, Señor y Dueño de todo lo que existe, como Amor infinito y misericordioso […] Adorar a Dios es reconocer, con respeto y sumisión absolutos, la “nada de la criatura”, que sólo existe por Dios. Adorar a Dios es alabarlo, exaltarle y humillarse a sí mismo, como hace María en el Magníficat, confesando con gratitud que Él ha hecho grandes cosas y que su nombre es santo. La adoración del Dios único libera al hombre del repliegue sobre sí mismo, de la esclavitud del pecado y de la idolatría del mundo” (cf. CEC 2096-2097).

            En segundo lugar, la celebración, al menos dominical, del santo sacrificio de la misa donde se hace presente el misterio del amor de Dios (santificación) y del amor a Dios (ofrenda). La oración personal también es de capital importancia. Una oración que sea elevación del espíritu hacia Dios, una expresión de nuestra adoración a Dios (cf. CEC 2098). La confesión frecuente y la caridad sin límites, coronarán esta vivencia del amor a Dios.


            
Por el contrario, el Catecismo alerta de aquellas desviaciones que faltan al amor a Dios:
La superstición: la desviación del sentimiento religioso y de las prácticas que impone. Puede afectar también al culto que damos al verdadero Dios, por ejemplo, cuando se atribuye una importancia, de algún modo, mágica a ciertas prácticas, por otra parte, legítimas o necesarias. Atribuir su eficacia a la sola materialidad de las oraciones o de los signos sacramentales, prescindiendo de las disposiciones interiores que exigen, es caer en la superstición. (cf. 2111)
La idolatría: consiste en divinizar lo que no es Dios. Hay idolatría desde el momento en que el hombre honra y reverencia a una criatura en lugar de Dios. Trátese de dioses o de demonios (por ejemplo, el satanismo), de poder, de placer, de la raza, de los antepasados, del Estado, del dinero, etc. La idolatría rechaza el único Señorío de Dios; es, por tanto, incompatible con la comunión divina (cf. 2113).
Adivinación y magia: todas las formas de adivinación deben rechazarse: el recurso a Satán o a los demonios, la evocación de los muertos, y otras prácticas que equivocadamente se supone “desvelan” el porvenir. La consulta de horóscopos, la astrología, la quiromancia, la interpretación de presagios y de suertes, los fenómenos de visión, el recurso a “mediums” encierran una voluntad de poder sobre el tiempo, la historia y, finalmente, los hombres, a la vez que un deseo de granjearse la protección de poderes ocultos. Están en contradicción con el honor y el respeto, mezclados de temor amoroso, que debemos solamente a Dios. Todas las prácticas de magia o de hechicería mediante las que se pretende domesticar potencias ocultas para ponerlas a su servicio y obtener un poder sobrenatural sobre el prójimo —aunque sea para procurar la salud—, son gravemente contrarias a la virtud de la religión. El espiritismo implica con frecuencia prácticas adivinatorias o mágicas. Por eso la Iglesia advierte a los fieles que se guarden de él (cf. 2116-2117).
La irreligión: el primer mandamiento de Dios reprueba los principales pecados de irreligión: 1- La acción de tentar a Dios consiste en poner a prueba, de palabra o de obra, su bondad y su omnipotencia. El reto que contiene este tentar a Dios lesiona el respeto y la confianza que debemos a nuestro Creador y Señor (cf. 2119). 2- El sacrilegio consiste en profanar o tratar indignamente los sacramentos y las otras acciones litúrgicas, así como las personas, las cosas y los lugares consagrados a Dios (cf. 2120). 3- La simonía se define como la compra o venta de cosas espirituales. A Simón el mago, que quiso comprar el poder espiritual del que vio dotado a los Apóstoles, Pedro le responde: “Vaya tu dinero a la perdición y tú con él, pues has pensado que el don de Dios se compra con dinero” (cf. 2121)
El ateísmo: en cuanto rechaza o niega la existencia de Dios, el ateísmo es un pecado contra la virtud de la religión. En la génesis y difusión del ateísmo “puede corresponder a los creyentes una parte no pequeña; en cuanto que, por descuido en la educación para la fe, por una exposición falsificada de la doctrina, o también por los defectos de su vida religiosa, moral y social, puede decirse que han velado el verdadero rostro de Dios y de la religión, más que revelarlo” (GS 19, 3). Con frecuencia el ateísmo se funda en una concepción falsa de la autonomía humana, llevada hasta el rechazo de toda dependencia respecto a Dios (GS 20, 1) (cf. 2125-2126).
El agnosticismo: el agnóstico se resiste a negar a Dios; al contrario, postula la existencia de un ser trascendente que no podría revelarse y del que nadie podría decir nada. En otros casos, el agnóstico no se pronuncia sobre la existencia de Dios, manifestando que es imposible probarla e incluso afirmarla o negarla. El agnosticismo puede contener a veces una cierta búsqueda de Dios, pero puede igualmente representar un indiferentismo, una huida ante la cuestión última de la existencia, y una pereza de la conciencia moral. El agnosticismo equivale con mucha frecuencia a un ateísmo práctico (cf. 2127-2128).
Así pues, no nos cansemos nunca de amar a Dios y huyamos de todo aquello que pueda ofenderle.
Dios te bendiga



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