Antífona de entrada
«Fíjate, oh Dios, escudo nuestro; mira el
rostro de tu Ungido, porque vale más un día en tus atrios que mil en mi casa».
Del salmo 83, versículos 10 al 11. Cada uno de nosotros somos ese ungido del
salmo porque hemos recibido la unción del santo crisma que graba en nosotros la
marca indeleble del ser cristiano. Quien recibe esta unción se hace partícipe
de la herencia eterna de los hijos de Dios, que no es otra que la de habitar en
las moradas celestiales, nuestra verdadera patria. Mientras llega ese feliz
momento, el Señor nos permite estar en la antesala del cielo, esto es, la santa
misa. Participemos, pues, con gusto de estos santos misterios aspirando a
disfrutarlos plenamente en los atrios del cielo.
Oración colecta
«Oh Dios, que has preparado bienes invisibles
para los que te aman, infunde la ternura de tu amor en nuestros corazones, para
que, amándote en todo y sobre todas las cosas, consigamos alcanzar tus promesas
que superan todo deseo. Por nuestro Señor Jesucristo». Presente en los
sacramentarios gelasiano antiguo (s. VIII) y de Angoulenme (s. IX) y conservada
en el misal romano de 1570. San Pablo en su carta a los Colosenses nos invita a
poner los ojos en los bienes imperecederos del cielo porque, a diferencia de
los de la tierra, estos no se corroen ni son pasto de las polillas.
Esos
bienes celestiales son los que hoy la oración colecta nos recuerda que han sido
preparados para nosotros. El tema central de este texto litúrgico es el amor en
dos dimensiones: el amor como don divino “infunde
la ternura de tu amor…”; y el amor a Dios como motor de la vida cristiana “amándote en todo y sobre todas las cosas”.
Oración sobre las
ofrendas
«Acepta, Señor, nuestras ofrendas en las que
vas a realizar un admirable intercambio, para que, al ofrecerte lo que tú nos
diste, merezcamos recibirte a ti mismo. Por Jesucristo, nuestro Señor». De nueva
incorporación. Aunque breve en su redacción, pues se reflejan las dos
características de las oraciones romanas: brevedad y concisión, es bastante
profunda en su contenido: en primer lugar, encontramos, de nuevo, el navideño
tema del “admirable intercambio”, esto es, el Dios que se hace hombre para que
el hombre llegue a ser Dios: Encarnación-Divinización, dos caras de una misma
moneda.
Aquí
el intercambio es el del natural pan y vino por el sobrenatural Cuerpo y Sangre
de Cristo. Estos dones naturales son el objeto de nuestra ofrenda en el altar
de la celebración para que al recibir el rocío del Espíritu se conviertan en
aquello que recibiremos: en el mismo Jesucristo, sujeto y agente de nuestra
divinización como nos indicará la primera antífona de comunión de la misa de
hoy.
Antífonas de comunión
«Del Señor viene la misericordia, la
redención copiosa». Del salmo 129, versículo 7. Misericordia y redención
son dos vocablos unidos semánticamente en este versículo ya que pretenden
reforzar la idea de que Dios es el único salvador. No hay otro más. Esa salvación
operada por Jesucristo con su muerte y resurrección se actualiza en el misterio
de la Eucaristía y se nos comunica a nosotros por la comunión del Cuerpo y la
Sangre de Jesucristo. De este sagrado banquete nos viene hoy copiosamente la
misericordia divina y la redención eterna.
«Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo,
dice el Señor; el que coma de este pan vivirá para siempre». Del evangelio
según san Juan, capítulo 6, versículo 51. Vuelve hoy la liturgia a traernos el
evangelio de Juan para recordarnos que el único alimento que perdura para la
vida eterna y tiene, además, la capacidad de saciar nuestra hambre de eternidad
es el pan eucarístico.
Oración para después de
la comunión
«Después de haber participado de Cristo por
estos sacramentos, imploramos humildemente tu misericordia, Señor, para que,
configurados en la tierra a su imagen, merezcamos participar de su gloria en el
cielo. Él, que vive y reina por los siglos de los siglos». De nueva
incorporación en el actual misal. Este texto eucológico nos recuerda uno de los
frutos inmediatos de la Eucaristía: nos configura cada vez más con Cristo. Comulgar
cada domingo no debería convertirse en un acto ritual y rutinario sino en un
gesto de amor grande y de agradecimiento aún mayor por los muchos beneficios
que recibimos.
La
configuración cristológica que experimentamos, progresivamente, en este mundo
supone la vía directa para participar de la eternidad, para morar con Cristo en
el cielo. No es, pues, como vemos, una gracia que queda aquí en la cotidianidad
del mundo sino que nos proyecta a un destino último y eterno que escapa a
nuestros pensamientos y, como dijimos anteriormente, “superan todo deseo”.
Visión de conjunto
Muchas veces se ha venido hablando del amor de Dios a nosotros.
Por doquier encontramos mensajes del tipo “Dios
te ama”, “Dios te ama tal como eres”.
En principio no hay nada que objetar porque es verdad. El amor de Dios por cada
uno de nosotros es indiscutible. Pero si solo nos quedáramos en esto,
ofreceríamos una visión parcial del mensaje cristiano. Hoy quiero reflexionar
con ustedes acerca del amor a Dios, pues amor con amor se paga, aunque
ciertamente jamás podremos corresponder, como merece, al amor de Dios.
Primeramente, para vivir el amor a Dios hemos de colocar
la cuestión en su justo término. El amor es, ante todo, un don de Dios. Un don
que, junto a la fe y la esperanza, se nos concede en el Bautismo. El amor,
junto a la fe y la esperanza, forma la triada llamada “virtudes teologales”. Por
tanto, el amor es una virtud que procede de Dios, tiene a Dios como sujeto y se
dirige a Dios como destinatario último.
Así pues, amar a Dios no es algo que dependa de nosotros
sino que surge de una gracia especial que Él nos otorga. Solo podremos amarle
en cuanto Él nos ama y nos permite amar, como dice el autor de la Primera Carta
de Juan: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a
Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de propiciación
por nuestros pecados” (1Jn 4,10).
Y aquí radica la segunda idea del amor a Dios. Nosotros,
por nuestra limitada capacidad, no podemos amar a Dios como Éste merece. Entre su
amor y el nuestro hay un abismo tal que nunca podríamos colmar, por eso era
necesario que un amor divino pudiera entablar la paz y la reconciliación entre
Dios y los hombres. De ahí que el amor a Dios sea el motor de la vida y el
sacrificio de Cristo al Padre. Para Cristo amar a Dios es cumplir su voluntad y
en medida en que nosotros nos unimos más estrechamente con Cristo nuestro amor
a Dios será más pleno y agradable. Cristo es, pues, el que salva la distancia
entre el Padre y las criaturas. Por eso era necesario que Él padeciera su
Pasión y entrara así en la gloria: para allanar el camino de nosotros, pobres
mortales.
Pero, hoy, ¿cómo podemos amar a Dios? ¿Cómo mostrar
nuestro amor a Él? La respuesta la hallamos en la misma escritura: “Amarás
al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas”
(Dt 6, 59). Es decir, el hombre debe poner en el empeño de amar a Dios toda su
persona íntegra y entera. Todas las potencias del alma, todos los afectos del
corazón deben volcarse en amar a Dios sin medida alguna. La mayor empresa que
podemos hacer en este mundo es la de amar a Dios.
En
primer lugar, hemos de amarle con la adoración sincera. Pero… ¿Qué es adorar? Nos
dice el catecismo: “Adorar a Dios es
reconocerle como Dios, como Creador y Salvador, Señor y Dueño de todo lo que
existe, como Amor infinito y misericordioso […] Adorar a Dios es reconocer, con
respeto y sumisión absolutos, la “nada de la criatura”, que sólo existe por
Dios. Adorar a Dios es alabarlo, exaltarle y humillarse a sí mismo, como hace
María en el Magníficat, confesando con gratitud que Él ha hecho grandes cosas y
que su nombre es santo. La adoración del Dios único libera al hombre del
repliegue sobre sí mismo, de la esclavitud del pecado y de la idolatría del
mundo” (cf. CEC 2096-2097).
En segundo lugar, la celebración, al menos dominical, del
santo sacrificio de la misa donde se hace presente el misterio del amor de Dios
(santificación) y del amor a Dios (ofrenda). La oración personal también es de
capital importancia. Una oración que sea
elevación
del espíritu hacia Dios,
una
expresión de nuestra adoración a Dios (cf. CEC 2098). La confesión frecuente y
la caridad sin límites, coronarán esta vivencia del amor a Dios.
Por el contrario, el
Catecismo alerta de aquellas desviaciones que faltan al amor a Dios:
La
superstición:
la desviación del sentimiento religioso y de las prácticas que impone. Puede
afectar también al culto que damos al verdadero Dios, por ejemplo, cuando se
atribuye una importancia, de algún modo, mágica a ciertas prácticas, por otra
parte, legítimas o necesarias. Atribuir su eficacia a la sola materialidad de
las oraciones o de los signos sacramentales, prescindiendo de las disposiciones
interiores que exigen, es caer en la superstición. (cf. 2111)
La
idolatría: consiste
en divinizar lo que no es Dios. Hay idolatría desde el momento en que el hombre
honra y reverencia a una criatura en lugar de Dios. Trátese de dioses o de
demonios (por ejemplo, el satanismo), de poder, de placer, de la raza, de los
antepasados, del Estado, del dinero, etc. La idolatría rechaza el único Señorío
de Dios; es, por tanto, incompatible con la comunión divina (cf. 2113).
Adivinación
y magia: todas las formas de
adivinación deben rechazarse: el recurso a Satán o a los demonios, la
evocación de los muertos, y otras prácticas que equivocadamente se supone
“desvelan” el porvenir. La consulta de horóscopos, la astrología, la
quiromancia, la interpretación de presagios y de suertes, los fenómenos de
visión, el recurso a “mediums” encierran una voluntad de poder sobre el tiempo,
la historia y, finalmente, los hombres, a la vez que un deseo de granjearse la
protección de poderes ocultos. Están en contradicción con el honor y el
respeto, mezclados de temor amoroso, que debemos solamente a Dios. Todas las
prácticas de magia o de hechicería mediante las que se pretende
domesticar potencias ocultas para ponerlas a su servicio y obtener un poder
sobrenatural sobre el prójimo —aunque sea para procurar la salud—, son
gravemente contrarias a la virtud de la religión. El espiritismo implica
con frecuencia prácticas adivinatorias o mágicas. Por eso la Iglesia advierte a
los fieles que se guarden de él (cf. 2116-2117).
La
irreligión: el primer mandamiento de Dios reprueba los principales pecados
de irreligión: 1- La acción de tentar a Dios consiste en poner a prueba,
de palabra o de obra, su bondad y su omnipotencia. El reto que contiene este tentar
a Dios lesiona el respeto y la confianza que debemos a nuestro Creador y Señor
(cf. 2119). 2- El sacrilegio consiste en profanar o tratar indignamente
los sacramentos y las otras acciones litúrgicas, así como las personas, las cosas y los lugares consagrados a Dios (cf. 2120).
3- La simonía se define como la compra o venta de cosas espirituales. A
Simón el mago, que quiso comprar el poder espiritual del que vio dotado a los
Apóstoles, Pedro le responde: “Vaya tu dinero a la perdición y tú con él, pues
has pensado que el don de Dios se compra con dinero” (cf. 2121)
El ateísmo: en
cuanto rechaza o niega la existencia de Dios, el ateísmo es un pecado contra la
virtud de la religión. En la génesis y difusión del ateísmo “puede corresponder
a los creyentes una parte no pequeña; en cuanto que, por descuido en la
educación para la fe, por una exposición falsificada de la doctrina, o también
por los defectos de su vida religiosa, moral y social, puede decirse que han
velado el verdadero rostro de Dios y de la religión, más que revelarlo” (GS 19, 3). Con frecuencia el ateísmo se
funda en una concepción falsa de la autonomía humana, llevada hasta el rechazo
de toda dependencia respecto a Dios (GS 20, 1) (cf. 2125-2126).
El
agnosticismo: el agnóstico se resiste a negar a Dios; al contrario, postula
la existencia de un ser trascendente que no podría revelarse y del que nadie
podría decir nada. En otros casos, el agnóstico no se pronuncia sobre la
existencia de Dios, manifestando que es imposible probarla e incluso afirmarla
o negarla. El agnosticismo puede contener a veces una cierta búsqueda de Dios,
pero puede igualmente representar un indiferentismo, una huida ante la cuestión
última de la existencia, y una pereza de la conciencia moral. El agnosticismo
equivale con mucha frecuencia a un ateísmo práctico (cf. 2127-2128).
Así pues, no
nos cansemos nunca de amar a Dios y huyamos de todo aquello que pueda
ofenderle.
Dios
te bendiga
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