HOMILÍA
EN LA FIESTA DE LA TRANSFIGURACIÓN DEL SEÑOR
Queridos hermanos en el Señor:
El
tiempo ordinario en que nos encontramos esta jalonado de fiestas, memorias y
solemnidades referidas al Señor o a su Madre o a los santos que pretenden
hacernos ver que el Misterio de Cristo no queda perdido en el tiempo sino que
se concreta en la vida de muchos testigos que han dejado transparentar la luz
del misterio pascual en sus vidas.
En
este domingo, la secuencia del tiempo ordinario se ve interrumpida por una
fiesta especial en el calendario litúrgico: especial por dos motivos: por ser
un misterio de luz del Señor, donde Cristo se nos muestra con toda su gloria,
poder y divinidad; y segundo motivo, por ser una fiesta que une a la Iglesia de
oriente con la de occidente. Es, por tanto, en este sentido, una fiesta
ecuménica.
A
diferencia de la Cuaresma, donde la Transfiguración es el prólogo de la pasión
del Señor y el acento se pone en la necesidad de escuchar la voz de Cristo en
medio del desierto cuaresmal; la fiesta de hoy
quiere situarnos en la contemplación estática del misterio de Cristo
glorioso, el Kyrios (= Señor) que
vive en su Iglesia y que vuelve a manifestarse como tal en la celebración de la
liturgia, haciendo del altar un nuevo Tabor.
La
fiesta de la Transfiguración, hoy día, quiere recordarnos la esencia más
profunda de nuestra religión católica: la trascendencia, es decir, ir más allá
de los velos que la realidad impone. Podemos correr el riesgo de reducir la fe
a un puro sentimiento de tal manera que la religión se desvanece en el ir y
venir de lo que experimentamos o no. El problema de todo es el haber perdido el
sentido de la trascendencia. Solo vivimos para el placer, el bienestar, la
salud y el dinero olvidando, irremediablemente, que el ser humano se distingue
del reino animal porque tiene alma. Un alma que necesita ser nutrida por la
gracia, que necesita el alimento espiritual que le proporcionan los
sacramentos. Y como consecuencia de haber perdido este horizonte, acabamos
acudiendo a tarotistas, nigromantes, ouija, espiritismo, etc. Todo para saciar
la sed de trascendencia que nuestra alma requiere y nosotros le negamos. Al fin
y al cabo, en lugar de darle agua pura y cristalina le damos el peor de los
venenos que la abocan, irremediablemente, a morir.
El
misterio de la Transfiguración nos ofrece el destino último del cristiano: ser
transformados a imagen perfecta de Cristo para participar de su divinidad. Esta
meta última de la vida supone la realización plena de las profecías antiguas,
del empeño humano de ser como Dios. A diferencia de la serpiente del Génesis,
Cristo nos ofrece una verdadera y plena divinización con Dios y nunca sin Él. Pero
no creáis, hermanos, que esto es una especie de premio reservado para el final
de la vida. No. En nosotros, la Transfiguración es un proceso que se inicia en
el bautismo y que va desarrollándose en la vida mediante la vivencia de las
virtudes teologales y el cumplimiento de los compromisos bautismales o de la
vida cristiana. De esta manera, con la muerte esta progresiva divinización va
llegando a su punto final, pues vivimos para siempre en Dios, participando de
su vida divina, por toda la eternidad.
De
este modo, hermanos, vemos que no somos un producto de la pura y desnuda
bilogía; que nuestra vida no es fruto de la casualidad ni el devenir de los
astros. No. Cada uno de nosotros, somos algo más que la realidad que vemos y
sentimos; somos queridos por Dios, llamados por su voluntad a existir. Cuando
estamos a punto de acercarnos al Tabor del altar, debemos disponer nuestro
corazón para volver a confesar nuestra fe en Cristo, muerto resucitado. Volver a
experimentar el gozo de su compañía que hizo exclamar al apóstol Pedro “Maestro qué bien se está aquí”.
Caminemos,
pues, hermanos, con plena confianza al Tabor para encontrarnos con el Dios y
hombre verdadero que al igual que el cambió sus vestiduras en un blanco
deslumbrante, hoy quiere transformarnos en hombres y mujeres renovados por su
gracia para dar testimonio de su amor, poder y gloria en medio del mundo. Así
sea.
Dios
te bendiga
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