¿COMPRENDÉIS LO QUE HE HECHO CON VOSOTROS? … OS HE DADO
EJEMPLO PARA QUE LO QUE YO HE HECHO CON VOSOTROS, VOSOTROS TAMBIÉN LO HAGÁIS
(Meditación para el
Jueves Santo, misa “In coena Domini”)
El Domingo de Ramos, tras la
larga introducción no sólo a ese día, sino a todo la Semana Santa, puse el
acento en los personajes que, a lo largo del relato de la Pasión, rodeaban a
Jesús. En ellos aparecían múltiples rasgos que nos retrataban a nosotros
mismos, pero, además, se reflejaban los sentimientos que debió de experimentar
Jesús como protagonista de los acontecimientos. Recurriendo a los términos de
la tragedia griega, el héroe, el protagonista de la acción, veía como el coro y
los demás actores subrayaban el desarrollo de la acción o ponían un contraste
que la hacían más llamativa.
Pero en la tragedia la acción se
centraba en hechos narrados: eran muy pocos los gestos, era muy pobre o casi
inexistente la escenografía. Por el contrario, en nuestra liturgia (a pesar del
despojo sufrido en la reforma conciliar), los gestos, las acciones se suceden. Aunque
una sobriedad malentendida y reduccionista haya hecho que algunas de nuestras
celebraciones se asemejen a una clase de crítica literaria o a una disertación
académica más que a una verdadera acción
litúrgica, la realidad de nuestra celebración ofrece y de hecho incluye
toda una serie de elementos que superan con creces lo puramente verbal. No son
muchos, reconozcámoslo, pero si se utilizan con inteligencia, son suficientes,
profundamente significativos y suplen aquello en lo que la palabra precisa un
apoyo sensible y gestual que ayude y complemente el contenido verbal.
Movimientos (procesiones dentro y
fuera del templo), objetos (ceniza, ramos, agua, pan, vino, óleos, la cruz o
los iconos, el libro mismo de las lecturas sacras), olores (incienso), gestos o
posturas corporales (la elevación de las manos, las bendiciones o signaciones,
el abrazo de paz, la inclinación de la cabeza o la genuflexión), el sonido
(música, cantos, salmodias), la luz y el color (el cirio pascual, los cirios
del altar o los que llevan los fieles, la oscuridad con que se inicia el
lucernario, los colores de los ornamentos), todos esos elementos construyen un
universo en el que prácticamente intervienen los cinco sentidos.
El Miércoles de Ceniza comenzamos
la Cuaresma con la imposición de la ceniza en nuestras frentes. Para los
israelitas, cubrirse de ceniza o polvo la cabeza manifestaba un doble
sentimiento: era signo de luto y dolor, pero también de arrepentimiento y
penitencia por las culpas. Por eso lo usaban tanto los pecadores como los que
hacían duelo. En nuestra tradición, su uso se limita al día en que comenzamos
el tiempo penitencial de Cuaresma, como signo de nuestro deseo de conversión y
como recordatorio de nuestra frágil condición humana llamada a la muerte.
El Domingo de Ramos, nos unimos
al pueblo que recibía a Jesús al llegar a Jerusalén. Tomamos en las manos ramas
de olivo, flor de romero y hojas de palma para saludar al Hijo de David, al Rey
de Israel.
Incluyo en las reflexiones que ahora
siguen no sólo la Misa de la Cena del Señor, sino que me he permitido incluir
en esta Lectio del Jueves Santo una
celebración muy poco conocida por los fieles, aun cuando las orientaciones
oficiales instan a que se promueva su participación en ella: la Misa Crismal, que
suele tener lugar el Miércoles Santo. En ella descubrimos un nuevo signo: la
consagración del santo Crisma y la bendición de los Óleos de los Catecúmenos y
de los Enfermos. Este elemento sacramental no es exclusivo de la Iglesia
Católica Romana, sino que también utilizan el Crisma y los Óleos las Iglesias
de Oriente, la Comunión Anglicana y algunas Iglesias Luteranas y Reformadas.
Además, la celebración pone gran énfasis en la unidad existente entre el obispo
y sus presbíteros por el hecho de participar del único y mismo ministerio sacerdotal
de Cristo. Como he dicho antes, por razones prácticas, suele adelantarse a
alguno de los días anteriores de la Semana Santa, normalmente el Miércoles.
Aunque arriba se ofrecen las citas de los textos bíblicos usados en la
liturgia, no voy a referirme a ellos, sino a la dimensión simbólica que
representa la Misa Crismal.
Son tres los óleos que se
consagran o bendicen: el más importante de ellos es el Crisma, término cuya
raíz griega nos ha dado en español “crismar” (ungir), “crisma” (cabeza) y
“Cristo”, (el Ungido). Sus orígenes se remontan a la tradición de Israel, donde
se ungía y consagraba con aceite a sacerdotes, profetas y reyes. En nuestra
tradición cristiana, el Crisma, un aceite perfumado con ungüentos, se utiliza
para ungir a los catecúmenos en su bautismo, a quienes reciben la confirmación,
y a los diáconos, presbíteros y obispos en su ordenación; también con él se
consagran el templo, el altar y los vasos sagrados. A todos los cristianos,
laicos o clérigos, tendría que recordarnos aquella unción por la que en nuestro
bautismo fuimos consagrados en Cristo, incorporándonos a él, que es el
“Sacerdote, Profeta y Rey” por excelencia. Los otros dos “óleos” son: el de los
Catecúmenos, que se utiliza en el bautismo para fortalecer a los nuevos
cristianos en su lucha contra el pecado y contra el Diablo, príncipe del mal; y
el de los Enfermos, usado en el sacramento que pone remedio a las dolencias del
cuerpo y el alma de cuantos padecen enfermedad.
Y tras esta breve nota, cuyo
objeto es ir cubriendo todos los signos usados en la liturgia de Semana Santa,
volvamos al Jueves Santo. En la Misa de la Cena del Señor encontramos dos
signos contrapuestos que nos dan dos dimensiones complementarias de una misma
realidad: el misterio de la entrega de Jesús en el contexto de una Última Cena
que, en realidad y de manera insospechada, fue la definitiva Cena Pascual. En
ella se combinan la comida ritual y el servicio humilde del que no vino “a ser servido, sino a servir y a dar su vida
en rescate por muchos” (Mateo 20:28 y paralelos).
El primer signo es la cena
eucarística, la fracción del pan, la comunión con el pan y el vino que se han
transformado en el cuerpo y sangre del mismo Cristo. En esta cena que hoy
celebramos de manera simbólica, se concentran dos celebraciones bien distintas.
De una parte, la cena pascual que celebraban los judíos desde la salida de
Egipto, cuya directrices concretas hemos escuchado en la primera lectura de
Éxodo 12. La sangre del cordero sacrificado con que los hebreos habían rociado
las jambas y el dintel de sus casas era la salvaguarda de su supervivencia en
aquella noche en que habrían de perecer todos los primogénitos de Egipto. Los
judíos han mantenido viva la tradición de aquella cena y con ella hoy siguen
conmemorando la liberación de la esclavitud y su nacimiento como pueblo
elegido. Ahora que ya no existe el Templo ni la casta sacerdotal ni los
sacrificios cruentos de la Antigua Alianza, la celebración central del judaísmo
es el “Séder de Pésaj”, la cena pascual celebrada en el ámbito familiar. Por
otra parte, los tres Sinópticos nos presentan la última cena de Jesús con sus
discípulos como una cena pascual (Mateo 26:17-20; Marcos 14:12-17; Lucas
22:7-14). En ella, mediante las palabras de la institución eucarística (Mateo
26:26-29; Marcos 14:22-25; Lucas 22:15-20; 1 Corintios 11:23-26), el pan y el
vino usados en la cena ritual se convierten en “comunión de la sangre de
Cristo” y en “comunión del cuerpo de Cristo” (1 Corintios 10:16-17). No está
clara la manera en que se celebraba la Cena del Señor en los primeros momentos.
Cabe decir que coexisten dos tradiciones fundamentales que no se excluyen: la
de una cena de fraternidad (a eso se refieren las críticas que hace Pablo al
modo egoísta, casi pagano, con que se celebra en Corinto), que comprendía
también una celebración de carácter más “religioso” o litúrgico en la que se
repetían las palabras de Jesús en su cena con los discípulos. En cualquier
caso, la línea que se fue imponiendo y de la que somos herederos es la de la
celebración religiosa centrada en la fracción del pan (kráxis toû artoû), la bendición y acción de gracias (eucharistia), y en la memoria (anámnesis) en que se repetían los gestos
y las palabras de Jesús.
Por eso resulta chocante que para
la solemne celebración del Jueves Santo la sagrada liturgia no haya elegido como
texto evangélico una de las versiones de la Última Cena que presentan los
Sinópticos y en las que se mencionan las palabras y las acciones con que Jesús
les ofreció a sus discípulos el pan y el vino, sino el relato de aquella misma
cena según el Evangelio de Juan. Y lo que en verdad nos desconcierta es que
Juan no aluda directamente a esa dimensión esencial de la Cena, o que aquella
comida la situara cronológicamente ¡antes de que se hubieran sacrificado
oficialmente los corderos destinados a la cena pascual! (Juan 19:31). Por el
contrario, en su relato, Juan nos presenta a Jesús lavándoles los pies a los
discípulos, y esa acción concluye precisamente con un mandato semejante al que
les da Jesús en los demás relatos de la Última Cena: “Si yo… os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies
unos a otros: os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros,
vosotros también lo hagáis” (Juan 13:14-15). Obviamente, el mandato está en
paralelo con aquel otro “Haced esto en
memoria mía” (Lucas 22:19 y 1 Corintios 11:24). ¿Por qué este cambio tan
radical en el Evangelio de Juan? Tal vez porque, cuando se escribió, la cena
eucarística ya había comenzado a convertirse en algunas comunidades en un rito
religioso rutinario, y el evangelista quería subrayar el vínculo existente
entre la celebración litúrgica y la realidad del servicio fraterno en la vida
diaria. No debemos, empero, olvidar el significado más directo y radical de
compartir el ejemplo de humildad por parte de Jesús… lo cual nos llevaría a la
interpretación de este gesto desde la perspectiva teológica del Siervo
Sufriente.
Hay, pues, un enfoque nuevo en el
relato de Juan: frente al sacrificio del cordero pascual de la tradición judía
(curiosamente, en ninguno de los relatos se menciona que se comiera cordero en
la Última Cena), Juan nos presenta a Jesús como el verdadero “Cordero de Dios
que quita el pecado del mundo” (Juan 1:29). Precisamente por eso, Jesús es
sacrificado, entrega su espíritu, en la cruz justamente a la hora en que se
sacrificaban los corderos destinados a la cena pascual.
En este sentido, queda mucho más que
decir en torno a este segundo signo de la liturgia del Jueves Santo. El diálogo
entre Jesús y Pedro en torno al lavatorio de los pies nos recuerda el que había
mantenido con Nicodemo y anticipa el que seguirá después con los demás
discípulos. “¿Comprendéis lo que he hecho
con vosotros?” (13:12). Y es que lo que ha hecho Jesús es un acto tan
humillante que ni el miembro más bajo de Israel lo habría llevado a cabo. Se
suponía que eran los esclavos los encargados de realizar aquel trabajo tan
servil. Incluso en el recibimiento más cortés, a los invitados se les ofrecía
agua para que se lavaran los pies ellos mismos, pero ningún anfitrión se “rebajaría”
a lavárselos a nadie. En verdad, la Palabra “tomó la naturaleza de siervo” ¡en
el sentido más literal del término! Aunque nos sea éste el momento más
oportuno, debemos relacionar este detalle con la pena capital que aplicaban los
romanos y a la que se verá sometido Jesús: la crucifixión era el tipo de
ejecución que se reservaba para la peor clase de criminales, en particular los
que atentaban contra el estado (“terroristas” diríamos hoy día); en el caso de
los ciudadanos romanos, sólo para aquellos que habían sido declarados traidores
a la patria.
La cuestión es que Jesús asume la
condición más humillante y vergonzosa para mostrar su comunión con la
humanidad…, e invita a sus discípulos a hacer lo mismo. Recordemos cómo,
después de anunciar que su vida como predicador del Reino y su misión como
Mesías va a culminar con su persecución, juicio, tortura y ejecución (Mateo
16:21-23; 17:22-23; 20:17-19 y sus paralelos en los Sinópticos), invitaba a
quienes habían escuchado su mensaje: “Si alguno quiere venir en pos de mí, que
se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga” (Mateo 16:24-28 y paralelos). Es
importante notar que tanto Marcos (9:32) como Lucas (9:45) señalan que los
discípulos “no entendían lo que decía, y les daba miedo preguntarle”. Tampoco
Pedro le entendía, ni el mismo Nicodemo, “maestro de Israel”, había podido
captar lo que quería decir Jesús cuando anunciaba que el Hijo del Hombre tenía
que “ser elevado” para que tuviera vida quien creyera en él (Juan 3:14; véase
todo el pasaje, 3:1-21; también 8:28 y 12:32). Sólo más tarde, después de la
resurrección, llegarían a entender lo que había anunciado Jesús (Juan 20:8-9).
Nos queda un paso más, aunque no
figure en la liturgia de hoy. El resto del capítulo 13 incluye dos predicciones
dramáticas (vv. 21-30 y 36-38) en el clima de una cena fraterna cuyo contenido
de despedida de Jesús camino de la muerte le añade todavía más dramatismo a la
lucidez con que el Hijo afronta el destino al que le encamina el Padre. Hasta
tal punto, que “Jesús se turbó en su espíritu” (v. 21). No era para menos: uno
de los Doce va a traicionarle, pero ninguno de los compañeros es capaz de
entender la predicción. No sólo eso: Simón, uno de los tres más cercanos, que
le ha visto en la gloria de la Transfiguración, también acabará negándole, a
pesar de sus promesas de fidelidad hasta la muerte. En medio de esos anuncios
desoladores, un mandato, el último y único: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he
amado, amaos también unos a otros”. Qué lejos quedan los dos mandamientos
más importantes de la Ley, cuyo cumplimiento, a lo sumo, significaba que “no se
estaba lejos del reino de Dios” (Marcos 12:28-34). Qué lejos están los
discípulos de entender que las palabras de Jesús Maestro no son una lección de
ética, sino la proclamación de una manera de abordar la vida, de un modo de ver
la realidad desde una perspectiva totalmente distinta. Todos los
acontecimientos que sucederán aquella
misma noche los desconcertarán hasta tal punto que le abandonarán, dejándole
solo frente a su destino.
Podemos volver a tomar como punto
de partida los personajes, imaginar sus sentimientos y ver en qué coinciden o
divergen de los nuestros: el pueblo que recibió a Jesús el Domingo de Ramos con
todas las esperanzas que había puesto en él e ignora los pasos que en aquellos
momentos está dando en su camino como Mesías; los discípulos que acompañan a
Jesús en una cena en que ven los gestos con que el maestro se pone a sus pies y
escuchan el mensaje de entrega y sacrificio de su único mandamiento; en
particular, lo que sienten Pedro y Judas, cada uno de los cuales ha recibido un
mensaje especial…
Pero no nos limitemos al relato de
la cena y el lavatorio: los capítulos 14, 15 y 16 de Juan son el gran
“desahogo” de Jesús con sus amigos (ya no los llama “siervos”, 15:15). La otra
línea de esta meditación podría consistir en una lectura meditativa de todas
esas últimas confidencias de Jesús con los suyos. ¿Y si nos metiéramos en la
piel de Jesús y, conociendo todos los elementos y circunstancias que vimos en antes,
tratáramos de entender y participar de esos sentimientos que les comunica Jesús
a los discípulos, a nosotros mismos?
Nuestra
oración de hoy, “Día del Amor Fraterno”, “Día del Sacerdocio”, podría centrarse
en dos temas básicos de intercesión. Podemos dirigirnos a este Jesús, Siervo de
Yahveh, que se enfrenta lúcidamente a un futuro de zozobra y abandono, para que
se acuerde de quienes hoy día también se enfrentan a un llamamiento que
implique sacrificio y abnegación, sea cual sea su vocación específica. Podemos,
igualmente, dirigirnos a este Jesús, que, sin vestiduras sacerdotales, es el
Sumo Sacerdote de la Nueva Alianza, “sacerdote, víctima y altar”, y pedirle por
todos los que se han sido llamados a participar en su propio sacerdocio: los
jóvenes recién ordenado o a punto de serlo, los que viven su ministerio en
soledad y abandono, “en tierra hostil” o lejos de los suyos, los ancianos u
olvidados… podemos prolongar la lista. Pero no limitemos nuestra plegaria:
evidentemente, debemos añadir a todos aquellos que, de un modo u otro,
necesitan una palabra de aliento, una mano tendida, una presencia amiga.
Tengamos presente, insisto, que es el “Día del Amor Fraterno”: pensemos y pidamos
por cuantos colaboran en Cáritas o cualquier otro organismo dedicado a la
acción caritativa o asistencial.
Tomado de las reflexiones escritas por el
Rvdo. D. Mariano Perrón, Sacerdote Católico,
Archidiócesis de Madrid, España
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