HOMILIA DEL XXIX DOMINGO DEL TIEMPO
ORDINARIO
Queridos
hermanos en el Señor:
Si nos tuviéramos que preguntar por nuestra
identidad, responderíamos con dos palabras: cristianos y ciudadanos. Efectivamente,
eso es lo que somos en líneas generales. Somos cristianos por fe y somos
ciudadanos en cuanto vivimos en el mundo. Y ambas cosas no están separadas en
nosotros sino que van unidas en la misma persona; lo que supone que una debe
informar a la otra, o dicho de otra manera, somos cristianos ciudadanos:
Iglesia en el mundo.
Las lecturas de este domingo, nos plantean una
situación un tanto delicada para el pueblo de Israel, por un lado; y por otro,
para el mismo Jesucristo. Tanto la primera lectura como el evangelio tienen en
común que el pueblo de Israel está sometido a una potencia extranjera:
Babilonia y Roma, respectivamente. En ambas dos debe desenvolver su vida y su
trabajo. Pero también, en ambas dos, encontramos a un Mesías.
Ciro, extraordinario militar y político, según las
crónicas, acomete la liberación del pueblo de Israel. Sus reformas en materia
de “derechos humanos” queda consignada en un cilindro (documento antiguo), que
se conserva en el British Museum y dice así “las personas serán libres en todas las regiones de mi imperio para
moverse, adorar a sus dioses y emplearse, mientras no violen los derechos de
otros. Prohíbo la esclavitud, y mis gobernadores y subordinados quedan obligados
a prohibir la compraventa de hombres y mujeres”. Es curioso que Ciro, rey
de Babilonia y por tanto pagano, será el único extranjero (goyim) que, en el AT
reciba el título de “Ungido” (=heb. Mesias, gr. Cristo). Pues bien, este rey pagano
gobierna a su pueblo con sabiduría y justicia, guiado por la mano de un Dios
que no conoce y que hará posible su victoria en medio de Israel. A primera
vista se podría pensar que el dios poderoso y verdadero fuera el dios Bel –Marduk,
una divinidad a quien el nuevo rey debía coger de la mano en el día de su
entronización. Pero no es así, el verdadero dios que conduce la mano de Ciro no
es otro que el Dios de Israel, a quien no conoce pero que es Señor del mundo y
de la historia.
En el tiempo de Jesús, la potencia extranjera que
somete a Israel es Roma, quien había impuesto su cultura y economía a todo el
imperio, incluido a los judíos. Estos eran muy reacios a someterse a la
autoridad civil vigente y no querían pagar impuestos de ahí que quisieran
comprobar la rectitud moral de Cristo. ¿Podían prescindir de su vinculación
ciudadana a Roma? ¿Agradaría a Dios el pago de los impuestos? Tengamos en
cuenta que en el mundo bíblico-semita no se comprende el poder político
separado del religioso. Para todo ello, las autoridades fariseas y herodianas
tenderán una trampa a Jesús con una pregunta tan simple como ambigua: ¿Es
lícito pagar impuestos al César o no? La respuesta de Jesús es clara y, por
tanto, no abundaremos en ella.
Al fin y al cabo,
que aplicación moral podemos extraer de estos pasajes bíblicos. En primer
lugar, es una llamada a los cristianos a respetar el legítimo orden civil. Veamos
lo que dice el Catecismo de la Iglesia sobre este tema: “El amor y el servicio de la patria forman parte del deber de
gratitud y del orden de la caridad. La sumisión a las autoridades legítimas y
el servicio del bien común exigen de los ciudadanos que cumplan con su
responsabilidad en la vida de la comunidad política. La sumisión a la autoridad
y la corresponsabilidad en el bien común exigen moralmente el pago de los
impuestos, el ejercicio del derecho al voto, la defensa del país”
(2239-2240).
En
segundo lugar, hemos de tener en cuenta la correcta autonomía del Estado y de
la Iglesia, lejos de la intromisión y fundadas en el mutuo respeto y el
recíproco reconocimiento. Veamos que nos dice el Magisterio de la Iglesia respecto
de esta cuestión: “La comunidad política y la Iglesia son
independientes y autónomas, cada una en su propio terreno. Ambas, sin embargo,
aunque por diverso título, están al servicio de la vocación personal y social
del hombre. Este servicio lo realizarán con tanta mayor eficacia, para bien de
todos, cuanto más sana y mejor sea la cooperación entre ellas, habida cuenta de
las circunstancias de lugar y tiempo. El hombre, en efecto, no se limita al
solo horizonte temporal, sino que, sujeto de la historia humana, mantiene
íntegramente su vocación eterna. La Iglesia, por su parte, fundada en el amor
del Redentor, contribuye a difundir cada vez más el reino de la justicia y de
la caridad en el seno de cada nación y entre las naciones. Predicando la verdad
evangélica e iluminando todos los sectores de la acción humana con su doctrina
y con el testimonio de los cristianos, respeta y promueve también la libertad y
la responsabilidad políticas del ciudadano” (GS 76c).
En
tercer lugar, los cristianos no tenemos motivos para estar aislados y separados
del mundo puesto que, en los tiempos que estamos, donde Dios ha sido expulsado
de todos los ambientes, los cristianos tenemos el grave deber de llevar su
presencia amorosa en medio de la realidad profana donde cada uno desarrolla su
vida. Eso es lo que hoy estamos llamados a darle: nuestra vida como compromiso
de amor a Él. Volver a repetir como dijimos el domingo pasado: ¡Sin Dios no
queremos nada! Debemos procurar una realidad imbuida del espíritu cristiano. Porque
somos eso: cristianos ciudadanos de este mundo, donde peregrinamos y vivimos,
sabiendo que nuestra verdadera patria es el cielo, donde, entonces sí: Dios lo
será todo en todos y todo será de Dios. Así sea.
Dios
te bendiga
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