HOMILIA DEL XXVIII DOMINGO DEL
TIEMPO ORDINARIO
Queridos
hermanos en el Señor:
Si el domingo pasado, las lecturas
nos invitaban a meditar sobre la necesidad de dar frutos de buenas obras, las
de este domingo siguen la misma línea teológica. Si el domingo pasado, el
evangelista Mateo nos presentaba una síntesis de la Historia de la Salvación de
forma alegórica, este domingo nos plantea otra parábola en labios de Jesús que
viene a ser otra alegoría sobre las bodas escatológicas que Dios quiere celebrar
con la humanidad. La parábola continúa el mismo esquema literario: dos llamadas
a los primeros invitados, a un primer destinatario que rechaza dicha propuesta,
y una llamada definitiva a un segundo invitado, a un segundo destinatario que
abraza la propuesta y se queda con ella. A los primeros se la quita y al
segundo se le da para que de nuevos y buenos frutos.
Se trata, hoy, de un rey que quiere
celebrar la boda de su hijo, imagen del tiempo mesiánico que se inaugura con
Jesucristo. Para dicha fiesta se ha dispuesto un banquete repleto de toda clase
de manjares exquisitos y vinos de solera, se trataría de ese banquete
definitivo que ya Isaías había profetizado en la primera lectura y que estaba
abierto para todos los que quisieran acercarse a él. Para dar a conocer este
banquete último de bodas, el rey manda a sus criados por dos veces a los
primeros destinatarios de la fiesta, es decir, manda profetas, signos y señales
al pueblo de Israel, primer destinatario de la salvación. Pero, también, por
dos veces, este pueblo rechaza la invitación. Frente al acto libre de la bondad
de Dios nos topamos con el rechazo terco del pueblo judío que no atiende a la
urgencia final de estos tiempos que Jesús inaugura, hasta, incluso, matar a los
enviados. La consecuencia no se hace esperar: el rey enfadado les arrebata la
invitación y los destruye; e, incluso, aniquila la ciudad, como ocurrió,
efectivamente, en el año 70 con la destrucción del Templo de Jerusalén y la
ciudad.
Aun así, la boda ni se retrasa ni se
anula. La invitación ahora se dirigirá a los no destinatarios principales, a
los que pululan por los cruces de los caminos, a los que negocian en los
mercados, es decir, a la gente normal que hace su vida, que lucha por vivir y
se siente marginada por las élites como si pensaran que esto de la salvación no
va con ellos. Pues bien, la invitación a participar de los tiempos nuevos de
Cristo va dirigida a todos sin excepción, buenos y malos: marginados de Israel,
publicanos y despreciados, pecadores y justos para formar un nuevo pueblo
integrados por todos a condición de que den frutos nuevos de buenas obras. De
ahí la importancia de ir bien vestido a la boda con el traje de fiesta. No basta
con formar parte de los nuevos invitados, o entrar de cualquier manera en la
boda, sino que debemos ir bien vestidos, bien dispuestos para no desmerecer el
festín en el que estamos, que es la Iglesia. Por eso, el rey no dudará en
expulsar de la boda a aquel invitado-intruso que no se había molestado en prepararse
bien, el típico invitado gorrón que se cuela para aprovecharse del banquete sin
importarle nada más.
Vemos, así que efectivamente muchos son los llamados
a la salvación, o dicho de otra manera, la llamada a salvarse es universal pero
son pocos los que perseveran en esta llamada y fracasan. Todos hemos sido convidados
a participar de la redención operada por Jesucristo pero muy pocos son los que
la hacen suya, las que la aceptan en sus vidas. Aquí se esconde el sentido
profundo del cambio en la traducción de las palabras del cáliz: no es “por
todos” sino “por muchos”, ofreciendo así una visión más realista de la
salvación.
Ahora bien, nosotros, los cristianos, los miembros
de este nuevo Pueblo de Dios ¿Cómo lo vivimos? Ahora nosotros somos los
convidados a las bodas escatológicas de Jesucristo; los llamados a entrar en la
sala del festín donde los manjares exquisitos y los vinos de solera nos esperan,
pero… ¿cómo vamos a entrar? ¿Tenemos el vestido de fiesta preparado? ¿Cómo es
nuestra actitud hacia los dones de Cristo? A este banquete no se puede acceder
de cualquier manera, la invitación es gratuita pero no barata: se nos exige el
cambio y la conversión. Hay quienes ingenuamente piensan que con pertenecer a
la Iglesia hay bastante, sin preocuparse de vivir honestamente la fe. Eso es un
error garrafal de consecuencias nefastas, como vimos en la parábola.
En estos tiempos que corren tenemos que sentir la
urgencia de confeccionarnos el traje nuevo de fiesta, que no es otra cosa que
la coherencia de la fe, la vivencia honrada del trabajo cotidiano, de la
caridad sincera, de la esperanza cierta. El traje nuevo es el amor a Dios
expresado en todas sus formas, externas e internas, que los cristianos tenemos
que aprender a vivir. En definitiva, queridos hermanos, este domingo la llamada
a perseverar en las buenas obras de fe se hace más urgente, si cabe, dado los
tiempos últimos en que nos toca vivir. No nos desanimemos sino que continuemos
adelante poniendo nuestra confianza en Dios de quien viene todo bien y quien
nunca abandona a sus hijos. Así sea.
Dios te bendiga
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