viernes, 13 de octubre de 2017

DOMINGO XXVIII DEL TIEMPO ORDINARIO





Antífona de entrada

«Si llevas cuenta de los delitos, Señor ¿quién podrá resistir? Pero de ti procede el perdón, Dios de Israel». Tomada del salmo 129, versículos del 3 al 4. Iniciamos la celebración apelando a la misericordia de Dios que no lleva el haber de los pecados sino que espera el arrepentimiento y la conversión de cada uno de nosotros. Su perdón depende de nuestra actitud. Hasta tal punto llega el respeto de Dios por nuestra libertad que sujeta su misericordia a nuestra contrición. Invoquemos pues a lo largo de la celebración la gracia divina para llorar nuestros pecados y experimentar el amor y el perdón de Dios. 

Oración colecta

«Te pedimos, Señor, que tu gracia nos precede y acompañe, y nos sostenga continuamente en las buenas obras. Por nuestro Señor Jesucristo». Esta oración la encontramos en el sacramentario de gelasiano de Angoulenme (s. IX) y en el sacramentario gregoriano del papa Adriano (s. X) fue conservada en el misal romano de 1570. Esta oración está centrada en el efecto de la gracia de Dios en nosotros: una gracia antecedente porque esta al inicio de cualquier obra humana querida por Dios, una gracia asistente que hace que las obras se mantengan estables y lleguen a buen fin. Esta oración nos recuerda que no estamos solos en el mundo sino que Dios no cesa nunca de acompañarnos y asistirnos con la fuerza de su auxilio. La gracia no es otra cosa sino el mismo Jesucristo.

Oración sobre las ofrendas

«Acepta las súplicas de tus fieles, Señor, juntamente con estas ofrendas, para que lleguemos a la gloria del cielo mediante esta piadosa celebración. Por Jesucristo, nuestro Señor». Este texto también ha sido tomado de los sacramentarios gelasiano de Angoulenme (s. IX) y el gregoriano adrianneo (s. X) y del misal romano de 1570. Breve pero intensa es esta oración. Las preces y la oblación del pueblo de Dios tienen un único fin: hacernos llegar un día al cielo. El cielo es el fin y la meta de la vida del hombre y a él solo accedemos por la participación en la celebración del sacrificio eucarístico, antesala y pregustación de lo que un día se nos descubrirá en total plenitud.   

Antífonas de comunión

«Los ricos empobrecen y pasan hambre, los que buscan al Señor no carecen de nada». Tomada del salmo 33, versículo 11. En el momento de comulgar esta antífona es una explícita llamada a la confianza en Dios. Cuando nos acercamos a recibir la comunión nuestra actitud ha de ser la del mendigo que tímidamente se acerca a pedir limosna; nuestra limosna es Dios mismo. Por el contario, la soberbia y la prepotencia de los que creen tenerlo todo y por tanto no necesitan de Dios va empobreciendo poco a poco su alma y arrastrándola al pecado de apatía hasta el olvido de Dios.

«Cuando se manifieste el Señor, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es». De la Primera Carta del apóstol san Juan, capítulo 3 versículo 2. Esta promesa de la carta de san Juan solo es posible en proceso espiritual de configuración con Cristo que llamamos “cristificación”, es decir, mediante nuestra relación con Cristo y el contacto asiduo con Él en los sacramentos vamos sintonizando en sus sentimientos (cf. Flp 2, 5) e interiorizando las actitudes que nos muestra de Él el santo evangelio. Esta transformación dura toda la vida pero el punto de inflexión lo experimentamos cuando la asistencia a misa deja de ser una obligación cristiana y pasa a ser una necesidad humana y espiritual.

Oración de postcomunión

«Señor, pedimos humildemente a tu majestad que, así como nos fortaleces con el alimento del santísimo Cuerpo y Sangre de tu Hijo, nos hagas partícipes de su naturaleza divina. Por Jesucristo, nuestro Señor». Esta oración ha sido tomada de la compilación veronense (s. V). Se ve implícitamente, de nuevo, la teología del “admirable intercambio” (recordemos: Dios se hace hombre para que el hombre llegue a ser Dios). En este caso, la participación en la naturaleza divina nos viene por la recepción de las especies sacramentales que no son sino el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo.


Visión de conjunto

            ¿Cuántas veces escuchamos hablar de la gracia de Dios? Pero… ¿sabemos a qué nos referimos con este concepto? La oración colecta de la misa de hoy nos habla de la gracia de Dios que nos precede, acompaña y sostiene nuestras obras.

            En síntesis podemos definir la gracia de Dios como el favor divino hacia nosotros. La gracia es el don más grande que se pueda imaginar porque es Cristo mismo ¿porqué? Porque la gran obra que Dios ha hecho en favor nuestro es el habernos dado a su propio Hijo para nuestra salvación. En Cristo Dios nos comunica su amor divino. Así, la gracia es el acontecimiento salvador de Cristo en la medida en que participamos de ellos.

Tradicionalmente la gracia ha sido entendida como una ayuda o auxilio que Dios envía en favor nuestro, la ayuda que Dios concede al pecador para impulsarle en su nueva vida pero esto es una visión que si bien es cierta no es menos verdad que es bastante parcial y reducida porque la gracia en nosotros tiene no solo un efecto sanante sino también el de hacernos hijos de Dios, esto es, la filiación divina.

La gracia es el favor, el auxilio gratuito que Dios nos da para responder a su llamada: llegar a ser hijos de Dios (cf Jn 1, 12-18), hijos adoptivos (cf Rm 8, 14-17), partícipes de la naturaleza divina (cf 2 P 1, 3-4), de la vida eterna (cf Jn 17, 3). La gracia es una participación en la vida de Dios. Nos introduce en la intimidad de la vida trinitaria: por el Bautismo el cristiano participa de la gracia de Cristo, Cabeza de su Cuerpo. Como “hijo adoptivo” puede ahora llamar “Padre” a Dios, en unión con el Hijo único. Pero solo es posible en la medida en que aceptemos la obra de Cristo y su efecto como fuente de salvación para nosotros. De este modo se entiende claramente la expresión paulina de la “justificación por la fe” como justificación de todos los hombres, con independencia de la ley a la que estuvieran sometidos (fueran judíos o paganos), es la universalidad de la salvación de Jesucristo. Así pues, uno no se salva por cumplir una ley única y determinada sino por la aceptación personal de Cristo y la puesta en obra de la nueva ley que se adquiere con él. Así salvamos el binomio “fe-obras”.

También debemos tener en cuenta que la fe por la cual efectuamos esta aceptación no es obra puramente humana sino también don de Dios, lo que san Agustín llamaba el “initium fidei (= el inicio de la fe)” sin embargo, la libertad del hombre no se ve limitada sino que entra en juego en el abandono que hace a este don, la renuncia a la propia afirmación de uno mismo para dar la primacía a Dios en la vida. La libre iniciativa de Dios exige la respuesta libre del hombre, porque Dios creó al hombre a su imagen concediéndole, con la libertad, el poder de conocerle y amarle. El alma sólo libremente entra en la comunión del amor. Dios toca inmediatamente y mueve directamente el corazón del hombre.

Pero no olvidemos que el hombre está bajo el signo del pecado y, por tanto, todo lo dicho anteriormente se topa con el escollo de una libertad inclinada hacia el mal. Pero si hemos dicho que la gracia actúa en el hombre en la medida en que éste participa de la redención de Cristo ¿Cómo es posible esto? ¿Pueden convivir gracia y pecado en el hombre? Veamos cómo se resolvió este problema. Para ello, hagamos un viaje en el tiempo y retrocedamos a las sesiones del Concilio de Trento.

Lutero había dicho que el pecado original había tenido un efecto devastador en el hombre. La naturaleza humana había quedado totalmente destruida por lo que poco o nada podía hacer para salvarse. Ante este pesimismo antropológico, Lutero propone el concepto de justificación foránea o externa, es decir, que Dios mira a su hijo muerto en la cruz y hace la vista gorda hacia nosotros, perdonándonos externamente pero por dentro seguimos igual de corruptos y pecadores.

Ante esta posición de Lutero, el Concilio de Trento redactará su “Decreto sobre la justificación”. Este documento ha sido calificado como la joya del Concilio. Tiene un valor incuestionable puesto que su contenido es de plena actualidad y nunca ha sido ni cuestionado ni enmendado por nadie.

La justificación se inserta en la misma Historia de la Salvación. Por el pecado de los primeros padres, todos éramos reos de la ira divina (cf. Ef 2,3), éramos esclavos del pecado (Rom 6,20). Pero Dios mismo, movido por su misericordia y su compasión, llegada la plenitud de los tiempos (cf. Gal 4,4), envió a su propio hijo para que el mundo fuera salvado por Él (cf. Jn 3, 17). Por Él fuimos hijos adoptivos de Dios (cf. Gal 4,5). Cristo mismo se hace ofrenda y víctima de propiciación por nuestros pecados como lo recoge el discurso sacerdotal de Juan 17.

Esta ofrenda de Jesucristo es causa de mérito infinito ante Dios Padre, quien se complace en su Hijo amado (Mt 3, 17). Los efectos salvíficos del misterio pascual de Jesucristo se han dado de una vez para siempre, es lo que se denomina redención objetiva, pero cada uno de nosotros ha de apropiarse de ellos, ha de hacerlos suyos, es lo que llamamos redención subjetiva. Nosotros aquí nos centramos en esta última, dado que la justificación vendrá en la medida en que por nuestra fe y nuestras obras nos aprovechemos de los méritos de Cristo en su Pasión-muerte y resurrección. La redención, pues, si bien es universal, solo le aprovecha quien se lucra de ella, de ahí el cambio en la traducción de las palabras de consagración del Cáliz, “por muchos” en lugar de “por todos los hombres”.

El mismo Concilio dice que la justificación en los adultos deviene de la gracia de Dios preveniente por medio de Cristo Jesús y explica “la vocación, por la que son llamados sin que exista mérito alguno en ellos, para que quienes se apartaron de Dios por los pecados, por la gracia de Él, que los excita y ayuda a convertirse, se dispongan a su propia justificación, asintiendo y cooperando libremente a la misma gracia, de suerte que, al tocar Dios el corazón del hombre por la iluminación del Espíritu Santo, ni puede decirse que el hombre mismo no hace nada en absoluto al recibir aquella inspiración, puesto que puede también rechazarla; ni tampoco, sin la gracia de Dios, puede moverse, por su libre voluntad, a ser justo delante de Él”.

La única condición para ello es acercarse con plena confianza a Dios misericordioso que perdona los pecados (cf. Mt 9,2; Mc 2,5), un trono maravilloso, a millares de ángeles en fiesta y a una sangre que habla mejor que la de Abel (Heb 12, 22-24). En definitiva, la disposición para enderezar el corazón (cf. 1 Sam 7,3).

Si para Lutero, Dios, mirando a su Hijo muerto en la cruz, hacía la vista gorda hacia nuestros pecados, Trento afirma que su Pasión fue la que nos mereció a nosotros la justificación, que nos llega por el Bautismo. De ahí que se concluya que “la única causa formal es la justicia de Dios, no aquella con que él es justo, sino aquella con que nos hace a nosotros justos”. Es decir la gracia por la que hemos sido renovados en el espíritu de nuestra mente y no solamente desde fuera, “verdaderamente nos llamamos y somos justos”.

Así pues, en resumen: dos son los efectos principales de la gracia en nosotros: la filiación divina y la justificación perfecta. ¿Cómo podemos participar de la redención para que los efectos de la gracia sean una realidad en nosotros? Para ello la gracia puede clasificarse en diversas categorías según sean sus efectos:
1.      La gracia santificante: es un don habitual, una disposición estable y sobrenatural que perfecciona al alma para hacerla capaz de vivir con Dios, de obrar por su amor. Se debe distinguir entre:

2.      La gracia habitual: disposición permanente para vivir y obrar según la vocación divina.

3.      Las gracias actuales: que designan las intervenciones divinas que están en el origen de la conversión o en el curso de la obra de la santificación.

4.      Las gracias sacramentales: dones propios de los distintos sacramentos.

5.      Las gracias especiales: llamadas también carismas, según el término griego empleado por san Pablo, y que significa favor, don gratuito, beneficio. Los carismas están ordenados a la gracia santificante y tienen por fin el bien común de la Iglesia. Están al servicio de la caridad, que edifica la Iglesia.

6.     Las gracias de estado: que acompañan el ejercicio de las responsabilidades de la vida cristiana y de los ministerios en el seno de la Iglesia.


Vivamos, pues, la gracia de Dios y en gracia de Dios.

Dios te bendiga


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