HOMILIA
DEL XXVII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
Queridos
hermanos en el Señor:
Este domingo las lecturas de la misa tienen como
hilo conductor la imagen de la viña, una alegoría muy recurrente para expresar
diversas realidades: bien sea el pueblo de Israel bien sea el nuevo Israel que
es la Iglesia.
El profeta Isaías nos describe con gran profusión
una supuesta viña, propiedad de un anónimo que la cuida y cultiva con gran amor
y dedicación, dotándola de todas las infraestructuras necesarias para que de
los mejores frutos posibles. Pero resulta que con el tiempo los frutos que da
son pobres e inservibles, lo que acarrea la indignación y el enfado del dueño
de la viña, que decide abandonarla a su suerte sustrayendo de ella todo lo que
había puesto para garantizar su desarrollo y productividad. Pues bien, esa viña
no es otra que el mismo Israel. A este pueblo, elegido por Dios para llamar a
todos los hombres a la salvación (para los judíos la salvación consiste en
pertenecer al pueblo de Israel), Dios le arrebata esta prerrogativa por su
infidelidad e idolatría.
Esta misma alegoría, y con una finalidad semejante,
va a ser usada por el evangelista Mateo, el más judío de los cuatro evangelios,
que la pone en labios de Jesús en forma de parábola. Pero como novedad, esta
viña no es abandonada a su suerte al ser dotada de infraestructura sino que se
la cede a una serie de viñadores para que la cuiden y la cultiven. Cuando llega
el tiempo de la cosecha, el anónimo dueño manda a una serie de empleados que
padecen un destino similar: al que no matan, le apalean; hasta que, por fin, es
enviado el hijo del dueño al que matan para quedarse su herencia. Según el
consenso de la exégesis de este texto, esta parábola es una alegoría que
sintetiza la Historia de la Salvación: la viña seguiría siendo Israel, los
viñadores son los sumos sacerdotes y fariseos, los enviados son los profetas
asesinados, apaleados y rechazados, el hijo es el mismo Jesús.
Pero lo más grave de este pasaje evangélico no es
tanto la parábola sino la conclusión del último versículo: “se os quitará a vosotros el reino de Dios y
se dará a un pueblo que produzca sus frutos”. Lo que se traduce como “se os
arrebatará el favor y la protección divina de la que habéis gozado desde el
principio como pueblo de Israel y se dará a otro pueblo que lo merezca para que
produzca los frutos esperados, este pueblo es la Iglesia”. Esta misma idea la
hallamos más tarde en la predicación del apóstol san Pablo: “Entonces Pablo y Bernabé dijeron con toda valentía: Teníamos
que anunciaros primero a vosotros la palabra de Dios; pero como la rechazáis y
no os consideráis dignos de la vida eterna, sabed que nos dedicamos a los
gentiles” (Hch 13,46).
Ahora bien, hoy ¿quién es esa viña? ¿nos debemos
sentir interpelados? Este domingo te propongo tres niveles para interpretar la
imagen de la viña con el fin de tomar conciencia de lo que debemos hacer para
una vida cristiana cada vez mejor.
En primer lugar, la “viña” es imagen de la
Iglesia: viña adquirida por la sangre de Cristo y dispuesta
convenientemente por la infraestructura sacramental de la cual Cristo es su
único autor y su única causa. La Iglesia ha sido fundada por el Señor con la
promesa de la asistencia del Espíritu Santo para conducir al pueblo hacia la
consumación final. Pero… esto no es algo que se garantice sino que siempre está
en riesgo por el pecado y la desobediencia humana. La tibieza es el gran mal de
la Iglesia. Una Iglesia tibia, callada y consintiente de todo se convierte en
una Iglesia estéril e inservible. Una Iglesia autorreferencial, replegada en si
misma y más preocupada de amasar dineros y llevarse bien con los poderes del
mundo es una Iglesia que se olvida de su Señor. Sabemos que junto a la
santidad, la Iglesia es pecadora porque sus miembros son pecadores pero esto ni
puede justificarnos ni puede consolarnos sino que debemos sobreponernos y vivir
santamente porque estamos edificados sobre la piedra angular, que es Cristo.
En segundo lugar, la “viña” es imagen de cada uno
de nosotros: de los cristianos que hemos sido bautizados y por tantos
hechos hijos adoptivos de Dios. Nosotros hemos recibido los sacramentos y los
medios de salvación dispuestos por Dios y administrados por la santa Iglesia
para caminar santamente hasta la eternidad. Pero cuántas veces corremos el
riesgo de acomodarnos a la estabilidad de creernos, ingenuamente, que lo
tenemos todo resuelto. Cuántas veces dejamos de ser testimonio vivo en medio
del mundo porque nuestras obras no coinciden con la fe. Cuántas veces la
incoherencia y la hipocresía abundan en nuestra vida porque es el mejor camino
para adaptarnos al medio en que vivimos. Y esto nos mata poco a poco en el
alma. En definitiva, es la corrupción de la mundanidad malsana que se va poco a
poco metiendo en nosotros. Por eso, es necesario tomar conciencia de todo esto
para ir progresando, poco a poco, en nuestro seguimiento fiel de Jesucristo,
quien nos acompaña y fortalece con su gracia.
En tercer lugar, y para iluminar la realidad actual,
echemos una mirada a España: si uno hace un repaso a nuestro país desde
su unidad con Roma hasta hoy observamos que fue una nación bendecida
copiosamente por la providencia divina para llevar el evangelio a todos los
lugares del mundo o para contener las herejías; ha sido la cuna de grandes
santos, mártires, confesores, vírgenes y pastores. Sin embargo, desde finales
del s. XIX hasta hoy se ha ido dando un progresivo
olvido de Dios y un abandono de la conciencia cristiana. ¿Y acaso,
ingenuamente, pensamos que esto saldría gratis? ¿Tan obtusos somos para no ver
que los desórdenes que hoy se suceden son consecuencia de haber abandonado la
práctica religiosa y haberla sustituido por ideologías materialistas y
nacionalistas que solo crean odios, divisiones y discordias? No olvidemos
aquella cita del evangelio “A quien mucho
se le dio mucho se le exigirá” (cf. Lc 12,48). Como nación y como pueblo se
nos ha dado mucho por parte de Dios ¿Hemos sabido administrarlo? ¿Hemos sabido
conservarlo? Quizá haya llegado el momento de la siega y ahora nos toque pagar
nuestro pecado y abandono. Así pues, hemos de tomar conciencia de todo esto no para
hundirnos en la indignación sino para remontar gallardamente y volvernos a nuestro
Dios para que Él tenga misericordia de nosotros, de su Iglesia y de nuestra
España.
Aprovechemos cada instante de nuestra vida para dar
frutos de vida eterna, para glorificar a nuestro Dios y favorecer con el bien a
nuestro prójimo. Que nunca tenga el Señor que arrebatarnos el favor divino y
entregarnos a las alimañas y las bestias que son el demonio y el pecado. Así
sea.
Dios te bendiga
No hay comentarios:
Publicar un comentario