sábado, 11 de febrero de 2017

DICHOSO EL QUE CAMINA EN LA VOLUNTAD DEL SEÑOR


HOMILIA DEL VI DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO


Queridos hermanos en el Señor:

            El domingo VI del “Tempus per annum” de este ciclo A nos ofrece meditar en esta homilía sobre la importancia de buscar y realizar la voluntad de Dios, es decir, aquello que Dios quiere como lo mejor para mí.

            El libro del Eclesiástico, cuyo autor es del s. II a.C., sabe conjugar la sabiduría tradicional pagana con la tradición sapiencial judía. Se presenta ante nosotros con la siguiente disyuntiva: o elegir fuego o elegir agua, o elegir muerte o elegir vida. La vida y el agua, que son sinónimos, supone querer los mandatos de Dios, cumplir su voluntad y escudriñar su sabiduría; mientras que el fuego y la muerte, que son sinónimos, supone escoger las acciones del hombre (vs los mandatos de Dios), el pecado (vs cumplir su voluntad) y la mentira (vs la sabiduría divina). De tal modo que ambas cosas ni pueden ser elegidas ni pueden ser tenidas porque virtud y pecado son tan opuestos como el fuego al agua y la muerte a la vida.

            Así pues, al hombre lo que más le conviene es optar siempre y de manera firme y definitiva por querer cumplir la voluntad de Dios, seguir sus mandatos e inteligir su sabiduría. La seguridad de que obrando así no nos equivocamos nos la ofrece el salmo responsorial en forma de bienaventuranza “Dichoso el que camina en la voluntad del Señor”.

            El salmo 118 es una oda a la ley de Dios. Una pieza única de la arquitectura literaria bíblica. Sus versos están configurados de tal manera que sus estrofas y divisiones recogen 7 +1 expresiones sinónimas de la ley de Dios, como queriendo indicar al orante que la voluntad de Dios es la perfección extrema, llevada al grado superlativo: pues si el 7 es un número simbólico que indica perfección y plenitud, 7 + 1 será la perfección y plenitud más radical. 7 + 1 da como resultado de la suma un total de 8, otro número de excepcional contenido simbólico para el mundo semita y protocristiano.

            El 8 es un número que supera todo cálculo humano. Es el número de la vida eterna, de la resurrección, de la plenitud de vida y existencia cristiana. Los baptisterios de la antigüedad, por ejemplo, estaban edificados sobre planta octogonal. Sirva como ejemplo este verso de san Ambrosio de Milán elogiando la pila bautismal del baptisterio de santa Tecla de Milán: “Se ha levantado un templo de ocho nichos, para santos fines; una fuente bautismal octogonal es un don que le conviene”. La simbología del 8 llega a su culmen en los relatos de apariciones de Cristo cuando vienen enmarcados al octavo día como en la aparición al apóstol Tomás (cf. Jn 20, 26).

            Con esta explicación simbólica, quizá un tanto farragosa dada mi torpeza, quiero decir que solo dejándonos guiar por las inspiraciones divinas y buscando y cumpliendo la voluntad de Dios nuestra vida cambia totalmente, entramos en una nueva dimensión espiritual: la dimensión del justo de la que hemos hablado en homilías anteriores. El hombre nuevo es el que resurge de las cenizas de su pecado, cual ave Fénix, y por la acción de la gracia entra en la vida de los hijos de Dios, disfruta de la herencia que Cristo nos ha ganado. En otras palabras: el hombre experimenta el misterio de la misericordia en sí mismo en la medida en que no obedece a leyes humanas inicuas sino que se fía del dato inmutable y eterno que el ofrece la Palabra de Dios.

            En este sentido, san Pablo en su carta a los Corintios nos indica cuál es (o quién es) la sabiduría de Dios: que no es un misterio abstracto, que no es ningún tipo de gnosis, que no es un concepto puramente nominal y sin base real; sino al contrario: el mismo Señor crucificado, el Señor de la gloria. Ése es nuestra sabiduría. Y nos ha sabido dado a conocer (revelado) por medio del Espíritu Santo que habita en nuestros corazones. El Espíritu que nos hace hermanos en Cristo y que nos hace hijos en el Hijo.

            Y esto, queridos hermanos, comporta un riesgo para nosotros, pero ¿qué es la vida cristiana sino un don y una tarea de alto riesgo? Y el riesgo está en que seguimos el destino y los pasos de un crucificado, de aquel Maestro, Señor y Mesías que no vino a abolir la ley sino a darle cumplimiento, como hemos escuchado en el Evangelio de hoy.

            Cristo ha llevado con su vida y su predicación la ley al octavo día, es decir, a su perfección: no ha presentado ninguna dicotomía entre culto y compromiso social, como hoy algunos pretenden; no ha venido a regalarle los oídos a nadie, como hoy algunos quieren. Cristo ha mantenido el dato tradicional del Antiguo Testamento dándole un sentido profundo y verdadero: recuperar la voluntad originaria de Dios.

            Ante la corrupción moral a la que habían llegado los diversos grupos y sectas religiosas judías en la interpretación de la ley, Cristo quiere volver al sentido primero del plan de Dios. ¿No nos faltará a nosotros arrojo en la predicación? ¿No estaremos nosotros más pendientes de agradar al mundo que de predicar y vivir en la verdad? ¿No tendremos nosotros, como aquellos, esa extraña y seductora tentación de adaptar la verdad del Evangelio a los criterios del mundo? ¿No se estará infiltrando en nosotros el espíritu de mundanidad tan criticado por el papa Francisco?

            Por lo pronto, la predicación de Jesús hoy es una llamada a afinar la conciencia y a formarla rectamente según el Evangelio y la tradición de la Iglesia. No es este tiempo para componendas ni para pactos de silencio, sino para subir a la atalaya como el vigía de la noche y gritar a todos que es necesario convertirse, abrazar la voluntad de Dios en nuestras vidas y obtener así vida eterna, vida en abundancia.

Dios te bendiga

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