HOMILIA
DEL VI DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
Queridos hermanos en el
Señor:
El domingo VI del “Tempus per annum” de este ciclo A nos
ofrece meditar en esta homilía sobre la importancia de buscar y realizar la
voluntad de Dios, es decir, aquello que Dios quiere como lo mejor para mí.
El libro del Eclesiástico, cuyo autor es del s. II a.C.,
sabe conjugar la sabiduría tradicional pagana con la tradición sapiencial
judía. Se presenta ante nosotros con la siguiente disyuntiva: o elegir fuego o
elegir agua, o elegir muerte o elegir vida. La vida y el agua, que son
sinónimos, supone querer los mandatos de Dios, cumplir su voluntad y escudriñar
su sabiduría; mientras que el fuego y la muerte, que son sinónimos, supone
escoger las acciones del hombre (vs los mandatos de Dios), el pecado (vs
cumplir su voluntad) y la mentira (vs la sabiduría divina). De tal modo que
ambas cosas ni pueden ser elegidas ni pueden ser tenidas porque virtud y pecado
son tan opuestos como el fuego al agua y la muerte a la vida.
Así pues, al hombre lo que más le conviene es optar
siempre y de manera firme y definitiva por querer cumplir la voluntad de Dios,
seguir sus mandatos e inteligir su sabiduría. La seguridad de que obrando así
no nos equivocamos nos la ofrece el salmo responsorial en forma de
bienaventuranza “Dichoso el que camina en
la voluntad del Señor”.
El salmo 118 es una oda a la ley de Dios. Una pieza única
de la arquitectura literaria bíblica. Sus versos están configurados de tal
manera que sus estrofas y divisiones recogen 7 +1 expresiones sinónimas de la
ley de Dios, como queriendo indicar al orante que la voluntad de Dios es la
perfección extrema, llevada al grado superlativo: pues si el 7 es un número
simbólico que indica perfección y plenitud, 7 + 1 será la perfección y plenitud
más radical. 7 + 1 da como resultado de la suma un total de 8, otro número de
excepcional contenido simbólico para el mundo semita y protocristiano.
El 8 es un número que supera todo cálculo humano. Es el
número de la vida eterna, de la resurrección, de la plenitud de vida y
existencia cristiana. Los baptisterios de la antigüedad, por ejemplo, estaban
edificados sobre planta octogonal. Sirva como ejemplo este verso de san
Ambrosio de Milán elogiando la pila bautismal del baptisterio de santa Tecla de
Milán: “Se ha levantado un templo de ocho
nichos, para santos fines; una fuente bautismal octogonal es un don que le
conviene”. La simbología del 8 llega a su culmen en los relatos de
apariciones de Cristo cuando vienen enmarcados al octavo día como en la aparición
al apóstol Tomás (cf. Jn 20, 26).
Con esta explicación simbólica, quizá un tanto farragosa
dada mi torpeza, quiero decir que solo dejándonos guiar por las inspiraciones
divinas y buscando y cumpliendo la voluntad de Dios nuestra vida cambia
totalmente, entramos en una nueva dimensión espiritual: la dimensión del justo
de la que hemos hablado en homilías anteriores. El hombre nuevo es el que
resurge de las cenizas de su pecado, cual ave Fénix, y por la acción de la
gracia entra en la vida de los hijos de Dios, disfruta de la herencia que
Cristo nos ha ganado. En otras palabras: el hombre experimenta el misterio de
la misericordia en sí mismo en la medida en que no obedece a leyes humanas inicuas
sino que se fía del dato inmutable y eterno que el ofrece la Palabra de Dios.
En este sentido, san Pablo en su carta a los Corintios
nos indica cuál es (o quién es) la sabiduría de Dios: que no es un misterio
abstracto, que no es ningún tipo de gnosis, que no es un concepto puramente
nominal y sin base real; sino al contrario: el mismo Señor crucificado, el
Señor de la gloria. Ése es nuestra sabiduría. Y nos ha sabido dado a conocer (revelado)
por medio del Espíritu Santo que habita en nuestros corazones. El Espíritu que
nos hace hermanos en Cristo y que nos hace hijos en el Hijo.
Y esto, queridos hermanos, comporta un riesgo para
nosotros, pero ¿qué es la vida cristiana sino un don y una tarea de alto riesgo?
Y el riesgo está en que seguimos el destino y los pasos de un crucificado, de
aquel Maestro, Señor y Mesías que no vino a abolir la ley sino a darle
cumplimiento, como hemos escuchado en el Evangelio de hoy.
Cristo ha llevado con su vida y su predicación la ley al
octavo día, es decir, a su perfección: no ha presentado ninguna dicotomía entre
culto y compromiso social, como hoy algunos pretenden; no ha venido a regalarle
los oídos a nadie, como hoy algunos quieren. Cristo ha mantenido el dato
tradicional del Antiguo Testamento dándole un sentido profundo y verdadero:
recuperar la voluntad originaria de Dios.
Ante la corrupción moral a la que habían llegado los
diversos grupos y sectas religiosas judías en la interpretación de la ley,
Cristo quiere volver al sentido primero del plan de Dios. ¿No nos faltará a
nosotros arrojo en la predicación? ¿No estaremos nosotros más pendientes de agradar
al mundo que de predicar y vivir en la verdad? ¿No tendremos nosotros, como
aquellos, esa extraña y seductora tentación de adaptar la verdad del Evangelio
a los criterios del mundo? ¿No se estará infiltrando en nosotros el espíritu de
mundanidad tan criticado por el papa Francisco?
Por lo pronto, la predicación de Jesús hoy es una llamada
a afinar la conciencia y a formarla rectamente según el Evangelio y la
tradición de la Iglesia. No es este tiempo para componendas ni para pactos de
silencio, sino para subir a la atalaya como el vigía de la noche y gritar a
todos que es necesario convertirse, abrazar la voluntad de Dios en nuestras
vidas y obtener así vida eterna, vida en abundancia.
Dios
te bendiga
No hay comentarios:
Publicar un comentario