Para concluir estos artículos sobre Liturgia y enfermedad, vamos a realizar un comentario a la oración colecta primera que aparece en el misal y que no comentamos en el segundo post.
«Tú quisiste, Señor, que tu Hijo unigénito
soportara nuestras debilidades, para poner de manifiesto el valor de la enfermedad y la paciencia…» esta
primera sección de la oración a la que denominamos “anamnesis”, que significa recordar, hacer memoria; está centrada en
la imagen del siervo sufriente de Isaías 53y de 1 Pe 2, 25 «Él soportó nuestros
sufrimientos y aguantó nuestros dolores: nosotros lo estimamos leproso, herido
de Dios y humillado; pero él fue herido por nuestras rebeldías, triturado por nuestros
crímenes. Él soportó el castigo que nos trae la paz, por sus llagas hemos sido
curados» (Is 53, 4-5), ubica su cumplimiento en el mismo Jesucristo.
Él cual, asumiendo una humanidad real como la nuestra excepto en el pecado,
sintió en sus carnes la pena de lo que no tuvo.
«…escucha ahora las plegarias que te dirigimos
por nuestros hermanos enfermos, y concede a cuantos se hallan sometidos al dolor,
la aflicción o la enfermedad…» “Escucha” y “concede” son los dos verbos
sobre los que pivota la epíclesis de esta oración colecta. “escucha” a la
Iglesia suplicante que está presente, reunida en asamblea santa, en oración
litúrgica, celebrando la Eucaristía y que pide por los ausentes hermanos
enfermos, esto es, “a los sometidos al
dolor, la aflicción o la enfermedad”.
«…la gracia de sentirse elegidos entre
aquellos que tu Hijo ha llamado dichosos y de saberse unidos a la pasión de Cristo para la redención del mundo»
La aitesis (peticiones) de esta breve oración comprende una doble
gracia: que los que pasan por la enfermedad, aflicción o dolor: a) se sientan
elegidos como dichosos y b) se unan a la Pasión de Cristo. La enfermedad y el
dolor son, ciertamente, consecuencia del pecado, pero no son castigo por los
pecados. Dios quiere en su providencia divina que luchemos contra ellos usando
la inteligencia y la investigación. Pero también, estas realidades entran
dentro del plan de Dios de modo que estemos siempre dispuestos a completar en
nosotros lo que falta a la Pasión de Cristo. Los enfermos tienen la misión de
recordar, con su testimonio, a todos los cristianos e incluso a todos los
hombres las realidades superiores y esenciales, así como mostrarles que la vida
mortal se redime con el misterio de la Muerte y Resurrección de Cristo.
El misterio de la elección está muy
presente en la Sagrada Escritura y, de manera particular en el Nuevo
Testamento. Mt 24, 22 habla de la salvación para los elegidos cuando se sucedan
los acontecimientos últimos; Jn 15, 16 nos recuerda que no somos nosotros, sino
Cristo el que nos elige. Por tanto, “la
gracia de sentirse elegidos” está en estrecha relación con la predilección
de Cristo por cada uno de nosotros y para llevarnos a su destino último
querido: la salvación. Le enfermedad, en este sentido, es camino de salvación. Vivida
en plenitud puede ser un medio del que Dios se vale para llevar a una multitud
de hijos a la gloria (cf. Heb 2, 10). En la oración, a la gracia de la elección
le acompaña la gracia de la Bienaventuranza (cf. Mt 5,4). Porque la mayor dicha
del hombre esta en sentirse amado por Dios, elegido por Él y salvado por Él. En
definitiva, la mayor y mejor bienaventuranza es la de morir con el nombre de
Jesús en los labios.
Pero esta elección en medio de la
enfermedad se concreta en la ser “unidos
a la pasión de Cristo”, “para la
redención del mundo”. El misterio de la enfermedad y del mal se ilumina,
precisamente, en esta realidad espiritual: la unión mística con los sufrimientos
padecidos por el Señor. Con harta frecuencia escuchamos la expresión piadosa “cargar
con la cruz de Cristo”, “vivir la cruz en la vida”. Y con la misma frecuencia
la entendemos en un sentido negativo, como si de una llamada a la resignación
se tratase. Creo que esto es un error. La resignación no es cristiana; el
conformismo anímico no es propio de un espíritu cristiano. La vivencia de la cruz
en nuestro existir terrenal es, ante todo, un don y una gracia que Dios concede
a quien puede cargar con ella. La cruz es fuente de vida y salvación o como
canta aquella antífona bizantina “por el
madero ha venido la alegría al mundo entero”.
De aquí surge una doble dimensión:
por un lado hay un aspecto negativo, es decir, de dolor, de sufrimiento; pues
cargar con la cruz siempre es difícil, duro, amargo y algo que repugna a la
voluntad humana. Pero por otro lado, hay un aspecto positivo, pues no se puede
olvidar que el misterio de Cristo no se agota en la cruz sino que culmina en la
gloriosa resurrección. Esto significa, que el sufrimiento, el dolor o la
enfermedad no son para siempre sino que son antesala para gozar de la plenitud
de la vida, pues allá en la eternidad ya no habrá más enfermedad ni luto, ni
llanto ni dolor (cf. Ap 21, 4). Cruz y gloria forman, por tanto, un único
misterio: el de la pasión salvadora de Jesucristo.
Por último, este misterio de Cristo
que se actualiza y concreta en la carne de nuestros hermanos enfermos no es,
tampoco, un fin en sí mismo sino que está en función de la gran misión de Jesús
y su Iglesia: la redención del mundo. El enfermo en su postración hace verdad
lo dicho por el apóstol Pablo “Completo en mi carne lo que falta a los sufrimientos de
Cristo” (Col 1, 24). Viviendo la enfermedad como
ofrenda permanente, como Hostia santa y agradable a Dios (cf. Rom 12,1) estamos
contribuyendo a la salvación y santificación del mundo y de la humanidad. Ningún
sufrimiento es estéril, ni se padece de balde. Al contrario, Cristo lo une a sí
mismo en su eterna intercesión por el mundo, teniendo su culmen en la misma
celebración del sacrificio del altar.
Así pues, con estos últimos
artículos dedicados a la enfermedad y a los enfermos, hemos querido poner una
luz de esperanza y paz en la pesada carga que, a veces, supone estar enfermos,
sobre todo, cuando el término de una enfermedad será la misma muerte. Pero… ¿qué
es la muerte sino una puerta que hemos de cruzar para contemplar a Dios y
obtener la vida eterna? ¿A qué temer? ¿Acaso no es esto a lo que aspiramos? Es
verdad que el drama de la muerte supone una ruptura y un abandono de los que aquí
anudan nuestro querer pero ellos también serán cuidados por Dios mientras
tanto. Ánimo pues, hermanos míos, vivamos la enfermedad con entereza y alegría
cristiana. Demos gracias a Dios por todo y pensemos con cuanto bien estamos
contribuyendo a la Iglesia y al mundo.
Dios te bendiga
P.D.: para profundizar en esto, lo
mejor es leer la Constitución Apostólica
Salvifici Doloris de san Juan Pablo II, quien mejor supo encarnar el
misterio de la enfermedad. Aquí os dejo el enlace:
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