HOMILIA
DEL VII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
Queridos hermanos en el
Señor:
La temática de las lecturas de este domingo es el
corolario de las del anterior. Si el domingo pasado el Señor nos exhortaba a
superarnos moralmente frente a los fariseísmos e hipocresías que se apegan a
cumplir el minimum indispensabile de
la ley, hoy no basta con esto, sino que la aspiración es a la de ser santos
como Dios es santo y perfectos como nuestro Padre Dios es perfecto.
El pasaje del libro de Levítico, que es un tratado
sacerdotal sobre prescripciones morales para incrementar la vida ética del
pueblo, nos presenta una profecía: “seréis santos”. Pero… ¿cómo será esto? ¿Qué
hemos de hacer? El mismo Dios nos da tres claves: 1. No odiar; 2. No buscar
venganza ni albergar rencor; 3. Amar al prójimo como a uno mismo. Sobre la
prescripción de no odiar, el texto nos llama a ponerla por obra advirtiendo al
otro de su pecado, pues el mayor acto de odio es consentir la condenación del prójimo
impidiendo cualquier posibilidad de salvación para éste. De ahí nace el grave
deber de la Iglesia, cuerpo de Cristo y Pueblo de Dios, de denunciar todo
aquello que corrompe la verdad y socaba los fundamentos más profundos de la
esencia del hombre.
La compasión y misericordia como atributos de Dios, que
el salmo no invita a cantar en esta liturgia de alabanza, vienen a poner
delante de nosotros cuál es el origen de la santidad que el hombre quiere
vivir. Cuando en las catequesis o charlas se aborda este tema se presenta como
si de un premio o un fin en sí mismo se tratase, como si ser santo fuera algo
que obtenemos al final de la vida. Y vemos que los textos de hoy nos dicen lo
contrario: la santidad es un don de Dios que se nos ha dado en el bautismo y
que configura y define a los miembros de la Iglesia; hasta el punto de que
san Pablo dirá en su Carta a los Corintios que los cristianos son templo de Dios y
el templo de Dios es santo, luego los cristianos son el pueblo de los santos. Pero
claro, muy ingenuos seriamos si pensáramos que la santidad es un medio de vida
que ya tenemos. No. La santidad es potencia y acto: es decir, acto en cuanto
que se nos ha dado por el bautismo, pero potencia en tanto en cuanto la vayamos
viviendo y actualizando cada día con nuestros actos, palabras y pensamientos
asistidos por la gracia divina. La santidad es, básicamente, tomar conciencia
del bautismo y, por ende, de nuestra pertenencia a Cristo, como dice san Pablo “vosotros
de Cristo y Cristo de Dios”.
El mismo filón teológico-espiritual del Levítico será
retomado por Jesús en su predicación. Seguimos en el llamado “Sermón de la
Montaña”. Tras la Bienaventuranzas como programa de vida del cristiano, la
imagen de la sal y la luz como dinamismo misionero del mismo y la llamada a la
superación moral de la estricta ley, Jesús sigue desarrollando este último tema
aboliendo la antigua “ley del talión”. Recibe su nombre de la palabra latina “Talis”
que significa “tal como” o “semejante”. Esta ley aparece en el código de
Hammurabi y en la ley romana de las 12 tablas. Al contrario de lo que pudiera
parecer, la redacción de esta ley supuso un progreso moral ya que limitaba la
venganza a la exacta reciprocidad, esto es, la hacía proporcional al daño
causado. Pero Jesús no se conforma con ni con la exacta reciprocidad ni con la
proporcionalidad humana. Él va más allá; por eso enumerará una serie de
acciones que suponen la superación del rencor y la venganza, que ya rechazaba
el Levítico.
La frase que desencadena la nueva ley moral de Jesús es
la de “no hagáis frente al que os agravia”
inspirada en Proverbios 25, 21: “si tu
enemigo tiene hambre, dale de comer; si tiene sed, dale de beber” y en
Romanos 12,21: “no te dejes vencer por el
mal, antes bien vence al mal con el bien”. Jesús rechaza una resistencia
violenta, Él quiere una psicológica y moral que obligue al adversario a cambiar
internamente. Sólo así se consigue la perfección. Idea ésta última interesante
de comentar: la palabra griega que usa
el evangelista para hablar de “ser perfecto” es “teleioi”
(teleioi) del sustantivo griego “teleios” que implica una obra acabada y
perfecta a la que no falta nada. En lenguaje bíblico significa “lo que es
conforme al ideal divino” es decir, la vivencia fiel a la alianza y al amor
constante. Así pues, la perfección supone un movimiento constante y
perseverante hacia el sumo bien, en otras palabras: un progreso dinámico de la
santidad, una búsqueda incesante de la santidad.
Esto
es a lo que Jesús nos llama hoy: a no quedarnos, de nuevo, en la pura
literalidad de la ley, a superarnos cada día en nuestra vivencia del
cristianismo. Porque, hermanos míos, esto es lo que distingue al cristiano de
las buenas personas: la capacidad de amar a los enemigos, de rezar por ellos,
de no sucumbir a los instintos primarios de la venganza o del odio. Este es el “plus” que el cristianismo añade a la pura
y desnuda filantropía. Quien vive de esta manera obtendrá méritos de santidad para
con Dios pues como bien dice el prefacio I de los santos “al coronar sus méritos, coronas tu propia obra”.
Hermanos
míos, no podemos quedarnos en un cristianismo ramplón y descafeinado. El amor
cristiano o escandaliza al mundo o no es verdadero amor. ¿Qué nos impide vivir
esto? ¿Dónde quedó nuestra pasión por Cristo? ¿Quiero ser santo o mediocre? ¿Tengo
conciencia de ser parte del templo vivo de Dios? ¿La compasión y la
misericordia son virtudes en mí? ¿En qué lugar del camino las dejé? Pidamos,
pues, la asistencia del Espíritu para que cada día nos superemos moralmente,
espiritualmente y humanamente y hagamos realidad en nuestra sociedad ese mundo
nuevo que anhelamos de justicia y paz, que es el Reino de Dios. Reino de paz y
justicia, Reino de vida y verdad que habrá de advenir al final de los tiempos.
Dios
te bendiga
No hay comentarios:
Publicar un comentario