Hoy
la Iglesia celebra la entrañable fiesta de “La presentación del Señor”. Una
fiesta muy querida y celebrada en nuestros pueblos con un folclore rico y
sentido, preñado de espiritualidad y amor a Santa María, Madre de Dios. Con el
fin de vivir esta fiesta intensamente presentamos algunos rasgos de la misma de
tipo histórico litúrgico y teológico-espiritual que nos ayudarán.
Historia
Los primeros datos de esta fiesta los refiere la monja
peregrina Egeria en su diario de viajes a Jerusalén en el s. IV (380 aprox.)
donde narra una procesión, sin velas, de todo el pueblo, llegado al lugar
indicado predican el obispo y los presbíteros sobre el pasaje de Lc 2, 22-40,
terminando con la Eucaristía. Poco a poco esta fiesta viaja a Antioquía y Asia
menor llegando en el s. V a Egipto y desembarcando en Constantinopla, Bizancio,
en el s. VI.
Al comienzo, cuando la fiesta de la navidad en oriente se
celebraba el 6 de enero, la fiesta de la presentación del Señor acaecía cuarenta
días después, el 14 de febrero; pero al fijarse, definitivamente por influencia de Roma, el 25 de
diciembre como fiesta de la Natividad del Señor, la fiesta se fue desplazando
hasta el 2 de febrero, día en que actualmente se celebra. Su nuevo
emplazamiento fue fijado por el emperador Justiniano I (527-565) con el nombre
de Hypapanté (encuentro del Señor) quien decretó que fuera día de fiesta en
todo su imperio. Según refiere san Cirilo de Alejandría aparecen ya las luces y
las candelas en el s. V.
Tras la emigración y posterior exilio de los monjes
bizantinos por la cruel persecución desencadenada por la controversia
iconoclasta, estos llegan a Roma donde se instalan y fundan monasterios
trayendo sus fiestas consigo. De ahí que a finales del s. VI la Iglesia romana
adoptara esta fiesta con el confuso nombre de “Purificación de la
Bienaventurada Virgen María”; nombre, por otra parte, con el que se ha
denominado hasta 1970 y aún subyace en la piedad popular. Esto explica el
nombre “purificás” que se dan a las
doncellas que en este día visten el traje propio y bailan y cantan coplas en
honor de la Virgen.
Respecto de la procesión de las candelas ya era conocida
en el s. V, según dijimos anteriormente, pero pronto pasó a Roma para
contrarrestar otra pagana conocida como Amburbale
y que cada cinco años tenía lugar por la ciudad a principios de febrero. Este carácter
penitencial se mantendrá hasta 1960, en la que se revestía de color morado. En el
s. VII encontramos ya una procesión, propiamente cristiana, de las velas y la
letanía en el Orden de san Pedro (667) pero una bendición organizada de las
candelas no la encontraremos hasta el s. X en las Galias y en el s. XI en
Hispania cuando se introduce la popular antífona “Lumen ad revelationem gentium”. Posterior será la introducción del
canto “Nunc dimitis”. Lo más original
y primigenio es la antífona griega “Adorna
Thalamum tuum” de la que luego hablaremos. El carácter mariano de esta
fiesta fue dado por el papa Sergio I (687-701).
Liturgia
El misal romano surgido tras la reforma del Concilio
Vaticano II ha mantenido sustancialmente la liturgia tradicional de este día,
es decir, la procesión de las candelas (opcional) y la celebración de la misa. Para
la procesión se han conservado las antífonas tradicionales, antes dichas,
mientras que para la misa se recoge la oración colecta del misal romano de 1570,
ya presente en los sacramentarios Gelasiano de Angouleme y en el Gregoriano
Hadrianneo; la oración sobre las ofrendas, el prefacio y la oración de pos comunión
son nuevas.
Un cambio destacable ha sido el de la denominación de la
fiesta: el de “Purificación de la Bienaventurada Virgen María” por el de “Presentación
del Señor” pasando, así, del tono tradicional mariano de la fiesta a otro más
cristológico.
La monición de entrada del rito de la bendición de las
velas narra la escena evangélica que se celebra actualizándola por medio del
adverbio “hodie” (hoy). Destaca el último párrafo donde la asamblea eucarística
es invitada a caminar al encuentro de Cristo que viene “en la fracción del pan” y vendrá “revestido de gloria”.
El misal ofrece dos antífonas para ser cantadas en la
procesión: la primera es un canto responsorial sobre el “Nunc dimitis”. La segunda es la antífona nupcial griega
preconciliar “Adorna Thalamum tuum”
que expresa líricamente la escena evangélica invitándonos a acoger a María que
lleva en brazos a su hijo Jesús.
Respecto a los textos de la procesión de las velas y las candelas
destacan las referencias a la luz. Dios es denominado con los atributos de “fuente y origen de la luz”, “luz verdadera”, “autor y dador de la luz
eterna”. Se destaca la luminosidad de su gloria “la luz que no se extingue”. El símbolo de la luz son los cirios
encendidos que invitan a los fieles a perseverar en las buenas obras, obras de
la luz, para alcanzar la salvación eterna: “cuantos
son iluminados en tu templo santo por el brillo de estos cirios, puedan llegar
felizmente a la luz de tu gloria”, “llevándolos
en sus manos, merezcan llegar, por la senda de las virtudes, a la luz eterna”.
En la misa, el punto de gravitación de la eucología se trasvasa
de la “luz” al vocablo “templo”. Así, la antífona del introito es tomada del
salmo 47 versículos 10-11: en medio del templo se desarrolla la escena y desde allí
surge con fuerza la gloria de Yahvé (kabod Yahvé) llegando al confín de la
tierra. La oración colecta hace referencia a la presentación en el templo “hoy”
poniéndolo en relación con la gracia de ser presentados con igual santidad ante
la presencia de Dios que llena nuestros templos.
La oración sobre las ofrendas presenta un filón teológico
muy interesante: la relación Jerusalén-templo y Jerusalén-Calvario. Y lo hace
con la expresión “has querido que tu Hijo
Unigénito se ofreciera como Cordero inocente por la salvación del mundo”. En
el templo de la escena evangélica se anticipa el Calvario de dos maneras: por
medio de la profecía del anciano Simeón y por la unión del Hijo y la Madre,
pues del mismo modo que María ofrece a su Hijo en brazos a Dios, también en la
cruz lo ofrecerá a Dios como sacrificio
por el género humano. La misma madre que lo entra en brazos en el templo de
Dios (el mundo) lo sacará en brazos cuando lo reciba exánime en la cruz.
El prefacio propio de esta misa está centrado en el
misterio de la presentación del Señor. El protokolon es el tradicional romano,
el embolismo guarda cierta relación con el prefacio de la Epifanía, destacando
el adverbio “hoy”, la coeternidad del Hijo y su misión como luz de los pueblos
y gloria de Israel. El escatokolon hace referencia a la actitud del hombre ante
la manifestación de Dios: salir al encuentro del mismo. Tema este que se
desarrollará en la oración de pos comunión centrada en el papel del anciano
Simeón como representante de Israel y la humanidad en la recepción de la gloria
de Dios al entrar en el mundo.
Espiritualidad
Así pues, la fiesta de la presentación del
Señor nos presenta un cuadro pintado en cuatro trazos: teológico, cristológico,
mariológico y eclesiológico.
1.
Teológico: hemos de tener en cuenta
que es Dios el que entra en su santo templo. La fiesta del Hypapanté es el
solemne encuentro de Dios con su pueblo. Un hecho esperado desde siglos por
generaciones de israelitas piadosos, anunciado por profetas y sibilas y
anhelados por reyes. La presentación del Señor es una nueva epifanía, es el
cumplimiento de la expresión lucana “Dios ha visitado a su pueblo” (cf. Lc 7,16).
Dios es glorificado en la profecía de Simeón al exaltar al niño que sus brazos
sostienen y sus ojos contemplan.
2.
Cristológico: es el mensajero
anunciado por Malaquías. Cristo es el Salvador, la Gloria de Dios (kabod Yahvé)
esperada por Israel a entrar por el oriente (cf. Ez 43, 4-5) y que habría de
llenar todo el templo (cf. 2 Cro 5, 14). Cristo es la luz del mundo, luz para
los pueblos que yacen en tinieblas y en sombras de muerte (cf. Lc 1, 79). El
Hypapanté es la fiesta de la oblación por excelencia: Cristo es ofrecido al
Padre por manos de María y José y de Simeón, cumpliéndose así la profecía de
Malaquías “Entonces agradará al Señor la ofrenda de Judá y de
Jerusalén” (Mal 3, 4) donde Judá es significado por la
Sagrada Familia, pues José era de Belén de Judá; y Jerusalén es significado por
el anciano Simeón. Cristo es ofrecido en el templo como primicia a Dios del
mismo modo que será ofrecido en el ara de la cruz como cordero inmaculado; y en
ambas ofrendas, es María la que está presenta y la que la posibilita.
3.
Mariológico: es la Virgen oferente. La
Madre unida íntimamente a su Hijo desde el primer momento de su presentación
pública. Aunque la piedad popular sitúa esta escena evangélica entre los
misterios gozosos, realmente se trataría de un misterio doloroso, pues la
pasión de Cristo es anunciada como pasión, también, de María. Es la “Mater dolorosa” que permanece en pie con
el hijo en brazos. Es la Madre sacerdotal en cuanto que ofrece en sacrifico
perfecto a la perfecta víctima, el Cordero inocente, al Padre eterno. María en
el Hypapanté es ejemplo de sumisión y kénosis, pues ella, que no tenía nada de
que purificarse, quiso, como su Hijo Jesucristo, someterse a la ley y cumplir
con ella.
4.
Eclesiológico: esta fiesta nos
presenta la imagen de la Iglesia que recibe la gracia de Dios como el anciano
Simeón. Es una Iglesia orante como la profetisa Ana; es una Iglesia oferente
como María; es una Iglesia sacerdotal porque se une al sacrificio que supuso
para María el anticipo de la Pasión. Es, por último, una Iglesia que vive de la
esperanza escatológica de, como Simeón, poder ver un día al Amado que ha
anhelado en este mundo.
¿Cómo
lo vives tú? ¿Estás dispuesto a vivir tu vida como ofrenda permanente a Dios? ¿Acoges
a Dios en tu vida? ¿Sientes que Dios quiere llenar tu vida con su poder y su
gloria? ¿Con qué frecuencia te pones en manos de María? ¿Vives con la esperanza
de poder un día contemplar a Dios? ¿Tu corazón anhela a Dios?
El
tono espiritual de esta fiesta litúrgica se concentra en la antífona griega “Adorna
Thalamum tuum”. Rézala despacio e intenta sintonizar con los sentimientos de la
Iglesia y de María:
Sión, adorna tu tálamo nupcial
para recibir a Cristo Rey.
Abraza a María, puerta del cielo.
Ella lleva al Rey de la gloria de la nueva luz.
Se detiene la Virgen entregando con sus manos
al Hijo engendrado antes de la aurora,
y Simeón al recibirlo en sus brazos
predicó a los pueblos que Aquel era el Señor de la
vida y la muerte
y el Salvador del mundo. Amén.
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