sábado, 17 de junio de 2017

LAUDETUR IESUS CHRISTUS


HOMILIA EN LA SOLEMNIDAD DEL CUERPO Y LA SANGRE DE CRISTO



Queridos hermanos en el Señor:

¡Alabado sea el Santísimo Sacramento del altar! ¡Sea por siempre bendito y alabado!” con esta fórmula el pueblo católico ha saludado el misterio de la Eucaristía desde el s. XIII. Hoy, festividad del Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo, la Iglesia se viste de fiesta, con sus mejores galas, para hacer memoria de este gran misterio que nos identifica como pueblo de Dios, como nación santa, tal como ya dijo el libro del Deuteronomio “Porque ¿dónde hay una nación tan grande que tenga unos dioses tan cercanos como el Señor, nuestro Dios, siempre que lo invocamos?” (Dt 4,7).

Las lecturas que la liturgia nos propone para este día pretenden desarrollar el dogma de la Eucaristía, de la presencia real y sustancial de Jesucristo partiendo de una misteriosa prefiguración del Antiguo Testamento: el Maná, aquel alimento matutino conque Dios alimentaba a su pueblo y lo fortalecía en su dura marcha por el desierto. Un desierto “inmenso y terrible con dragones y alacranes”, fiel reflejo de la propia vida. Ser cristiano no nos promete la ausencia de problemas, de conflictos, de turbaciones. Esos son los alacranes y dragones, la acción habitual y ordinaria del diablo que nos tienta y pretende separarnos del amor de Dios.

Conociendo, pues, nuestra debilidad, Dios dispuso para su pueblo (y hoy para nosotros) un alimento celestial, no sujeto a la corrupción de este mundo, que tuviera como finalidad no solo saciar nuestra hambre de Él, sino establecer una profunda comunión con la divinidad. Así, aquel pan misterioso para los hebreos, Jesús lo interpretó como anticipo de sí mismo. Cristo es el verdadero Maná, el verdadero alimento bajado del cielo para darnos vida y conducirnos a Dios. En este sentido, la fiesta del Corpus concentra en sí tres ideas: caminar, unión y vida.


En este día, la Iglesia camina por las calles tras los pasos de Jesucristo Eucaristía. Como aquellos hebreos, la Iglesia de la historia es peregrina por excelencia. Vamos caminando a la patria del cielo, a la Jerusalén celestial. Pero lo hacemos no de un modo ciego, sino que sabemos que ese Cristo que nos precede en la custodia, es anticipo, promesa, pregustación de aquellos que anhelamos y por lo que caminamos. Mirar a Cristo en la custodia es contemplar, anticipadamente, la Jerusalén del cielo.

Al emprender la larga marcha por el desierto del mundo y de la historia, el cristiano sabe que no está solo. Aquel pueblo hebreo se sabía unido en una asamblea santa. Una asamblea convocada y reunida en nombre de Yahvé. La Iglesia, nuevo Israel, sabe que entorno a la Eucaristía forma un solo cuerpo, un solo pueblo de Dios, una sola asamblea. De ahí que con razón san Pablo diga que formamos un solo cuerpo en Cristo y lo mismo fue recogido por la primigenia liturgia cuando afirma en Didajé: “Como este fragmento estaba disperso sobre los montes, y reunido se hizo uno, así sea reunida tu Iglesia de los confines de la tierra en tu reino”.

El término de toda vida cristiana es la entrada en la Patria del cielo. El pueblo hebreo caminaba unido por el desierto guiado por la promesa de Yahvé de entrar en la tierra prometida. La Iglesia camina hoy guiada por la promesa de la vida eterna. Cristo, al alimentarnos con su cuerpo y su sangre, nos muestra el camino recto hacia aquel fin. Comulgar con Él es viático para la vida eterna. Pero las lecturas son muy claras: la vida eterna no es premio de nada sino que comienza en nosotros, está en nosotros, habita en nosotros. La vida eterna, anticipada en la Eucaristía, se nos da más plenamente al final de nuestra mortalidad; por eso, cada comunión, si es realizada convenientemente y en gracia de Dios, garantía de eternidad.

Queridos hermanos, celebrar el Corpus es algo grandioso y profundo para nosotros. Contemplar el misterio de Cristo suscita en nosotros intensos anhelos de eternidad, de gustar plenamente de la visión beatífica de Cristo. Pero mientras caminamos en esta tierra, la comunión con el Señor va haciendo nacer en nosotros hermosos sentimientos de caridad y justicia, puesto que adorar a Cristo no quita de practicar la caridad sincera. Hermanos, saluden conmigo a este Augusto Sacramento que se nos ha dado en alimento: “¡Alabado sea el Santísimo Sacramento del altar! ¡Sea por siempre bendito y alabado!”.

Dios te bendiga

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