HOMILIA
EN LA SOLEMNIDAD DEL CUERPO Y LA SANGRE DE CRISTO
Queridos hermanos en el
Señor:
“¡Alabado sea el Santísimo Sacramento del
altar! ¡Sea por siempre bendito y alabado!” con esta fórmula el pueblo
católico ha saludado el misterio de la Eucaristía desde el s. XIII. Hoy,
festividad del Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo, la Iglesia se
viste de fiesta, con sus mejores galas, para hacer memoria de este gran
misterio que nos identifica como pueblo de Dios, como nación santa, tal como ya
dijo el libro del Deuteronomio “Porque ¿dónde hay una nación tan
grande que tenga unos dioses tan cercanos como el Señor, nuestro Dios, siempre
que lo invocamos?” (Dt 4,7).
Las
lecturas que la liturgia nos propone para este día pretenden desarrollar el
dogma de la Eucaristía, de la presencia real y sustancial de Jesucristo
partiendo de una misteriosa prefiguración del Antiguo Testamento: el Maná,
aquel alimento matutino conque Dios alimentaba a su pueblo y lo fortalecía en
su dura marcha por el desierto. Un desierto “inmenso y terrible con dragones y alacranes”, fiel reflejo de la
propia vida. Ser cristiano no nos promete la ausencia de problemas, de
conflictos, de turbaciones. Esos son los alacranes y dragones, la acción
habitual y ordinaria del diablo que nos tienta y pretende separarnos del amor
de Dios.
Conociendo,
pues, nuestra debilidad, Dios dispuso para su pueblo (y hoy para nosotros) un
alimento celestial, no sujeto a la corrupción de este mundo, que tuviera como
finalidad no solo saciar nuestra hambre de Él, sino establecer una profunda
comunión con la divinidad. Así, aquel pan misterioso para los hebreos, Jesús lo
interpretó como anticipo de sí mismo. Cristo es el verdadero Maná, el verdadero
alimento bajado del cielo para darnos vida y conducirnos a Dios. En este
sentido, la fiesta del Corpus concentra en sí tres ideas: caminar, unión y
vida.
En
este día, la Iglesia camina por las calles tras los pasos de Jesucristo
Eucaristía. Como aquellos hebreos, la Iglesia de la historia es peregrina por
excelencia. Vamos caminando a la patria del cielo, a la Jerusalén celestial. Pero
lo hacemos no de un modo ciego, sino que sabemos que ese Cristo que nos precede
en la custodia, es anticipo, promesa, pregustación de aquellos que anhelamos y
por lo que caminamos. Mirar a Cristo en la custodia es contemplar, anticipadamente,
la Jerusalén del cielo.
Al
emprender la larga marcha por el desierto del mundo y de la historia, el
cristiano sabe que no está solo. Aquel pueblo hebreo se sabía unido en una
asamblea santa. Una asamblea convocada y reunida en nombre de Yahvé. La
Iglesia, nuevo Israel, sabe que entorno a la Eucaristía forma un solo cuerpo,
un solo pueblo de Dios, una sola asamblea. De ahí que con razón san Pablo diga
que formamos un solo cuerpo en Cristo y lo mismo fue recogido por la primigenia
liturgia cuando afirma en Didajé: “Como este
fragmento estaba disperso sobre los montes, y reunido se hizo uno, así sea
reunida tu Iglesia de los confines de la tierra en tu reino”.
El
término de toda vida cristiana es la entrada en la Patria del cielo. El pueblo
hebreo caminaba unido por el desierto guiado por la promesa de Yahvé de entrar
en la tierra prometida. La Iglesia camina hoy guiada por la promesa de la vida
eterna. Cristo, al alimentarnos con su cuerpo y su sangre, nos muestra el
camino recto hacia aquel fin. Comulgar con Él es viático para la vida eterna.
Pero las lecturas son muy claras: la vida eterna no es premio de nada sino que
comienza en nosotros, está en nosotros, habita en nosotros. La vida eterna,
anticipada en la Eucaristía, se nos da más plenamente al final de nuestra
mortalidad; por eso, cada comunión, si es realizada convenientemente y en
gracia de Dios, garantía de eternidad.
Queridos
hermanos, celebrar el Corpus es algo grandioso y profundo para nosotros.
Contemplar el misterio de Cristo suscita en nosotros intensos anhelos de
eternidad, de gustar plenamente de la visión beatífica de Cristo. Pero mientras
caminamos en esta tierra, la comunión con el Señor va haciendo nacer en
nosotros hermosos sentimientos de caridad y justicia, puesto que adorar a
Cristo no quita de practicar la caridad sincera. Hermanos, saluden conmigo a
este Augusto Sacramento que se nos ha dado en alimento: “¡Alabado sea el Santísimo Sacramento del altar! ¡Sea por siempre
bendito y alabado!”.
Dios
te bendiga
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