HOMILÍA
EN LA SOLEMNIDAD DE PENTECOSTÉS
Queridos hermanos en el
Señor:
Estamos en el último día de la cincuentena pascual, en el
llamado Domingo de Pentecostés. Según el texto bíblico, en este día el Espíritu
Santo descendió sobre los apóstoles en forma de lenguas de fuego. Haciendo una
lectura a golpe de ojo del texto de los Hechos de los apóstoles podemos
observar tres detalles: el primero, la situación psicológica de los apóstoles,
que es de auténtico miedo, pavor, rechazo hostil a lo que los judíos pudieran
hacerle, pues el texto griego usa el sustantivo “fobos” (= miedo, de donde
viene “fobia”). Sin embargo, esos mismos hombres encerrados en la
clandestinidad, de repente los vemos predicando abiertamente a todos sin temor
a ser detenidos o asesinados. ¿Cómo explicar este cambio psicológico? Por la
acción del Espíritu. Y es que, queridos hermanos, solo cuando el Espíritu Santo
inunda nuestro corazón, llenando nuestra alma, podemos romper con toda clase de
miedo y hostilidad que nos impide crecer en gracia y dar valiente testimonio de
Jesús. Pueden ser muchas las ocasiones en que nuestro ánimo se muestre débil,
temeroso, cobarde,… pero es precisamente en esos instantes cuando con más fuerza
hemos de invocar la fuerza, la valentía y la acción del Paráclito.
Otro detalle que se destaca es esta expresión “se encontraban entonces en Jerusalén judíos
devotos de todas las naciones de la tierra”. Jerusalén es la ciudad donde
las profecías decían que confluirían las naciones para adorar al único Dios.
Jerusalén es la ciudad de la paz y de la reconciliación porque ha sido regada
por la sangre de muchos profetas, y, sobre todo, por la de Jesucristo. En Jerusalén
estaba el Templo, lugar físico de la presencia de Dios en la tierra. Pues bien,
allí tiene lugar, como esta profetizado, el encuentro de todos los pueblos de
la tierra, como indica la lista de nacionalidades que se enumeran incluidas
Roma y Arabia. Al contrario de Babel que supuso dispersión y barreras,
Pentecostés hace posible el encuentro y la inteligibilidad de las mismas lenguas
provocando la unión en la diversidad.
Y esta unión en la diversidad es, precisamente, el tercer
detalle aunque está más desarrollado en la lectura de la primera carta del
apóstol san Pablo a los corintios. Los dones pertenecen a un único Espíritu,
los ministerios fluyen de un único Señor y las diversas funciones sirven a un
único Padre. La diversidad en la Iglesia, hoy como ayer, debe remitirnos
siempre a la unicidad de Dios, esto es, a construir la única Iglesia de Dios,
el único pueblo de Dios, el único cuerpo de Cristo. Unidad en el amor y en el
bien común. Cuánto ganaríamos si todos los cristianos tuviéramos claro esto. Cuántas
disputas, rivalidades, envidias, celos, tropiezos se evitarían si cada uno
trabajásemos en la consecución de un único fin: la gloria de Cristo y el bien
de la Iglesia. Hemos de pedir, pues, el espíritu de amor y concordia, de unidad
y comunión que animó a la Iglesia de los primeros siglos.
No podemos olvidar, por último, que el Espíritu Santo es
el gran don del Resucitado, pues Él mismo dijo que era necesario que muriera y
resucitara para que el Padre nos lo enviara; por esto mismo, la mañana de
Pascua, cuando los apóstoles están escondidos, Cristo les regala el Espíritu otorgándoles
cuatro dones: la paz, la alegría, el envío y el poder o autoridad sobre el
pecado. Es Espíritu de la paz en cuanto les fortalece el alma y les disipa las “fobias”
que zaherían su ánimo; es Espíritu de alegría en cuanto les hace mantener la
confianza que creían haber perdido, una alegría que se mantiene intacta en
medio de las pruebas, dificultades, persecuciones, martirios. La misión también
es un don que Cristo les hace, pues sentirse elegido por Él para anunciar su
palabra es tan alto honor como grave responsabilidad por eso el Espíritu es
quien nos capacita para desempeñar la misión evangelizadora. Y para que esa
misión sea creíble y eficaz, Jesús les reviste un poder y una autoridad que se
ha ido transmitiendo a través de los obispos en la sucesión de los siglos hasta
hoy. Perdonar o retener pecados es un poder concedido desde lo alto, pero que
se debe administrar con generosidad y recibirlo con humildad.
Así pues, queridos hermanos, vivamos este Pentecostés
pidiendo que el Espíritu renueve nuestra alma para comprender la riqueza
incomparable que Dios quiere darnos con su gracia. Pidamos que este Espíritu
disipe nuestros miedos y resistencias; que nos haga crecer en la unidad y amor
a su Iglesia; que nos de conciencia de que nuestro servicio en la Iglesia solo
es para gloria de Dios y no nuestra. Pidamos que este Espíritu aumento en
nosotros la paz y la alegría que provienen de Dios para desempeñar la misión a
cada uno encomendada confiando en el poder y la capacitación que Dios nos
otorga. Ven Espíritu Santo y renueva nuestros corazones.
Dios
te bendiga
No hay comentarios:
Publicar un comentario