Antífona de entrada
«El Señor los alimentó con flor de harina y
los sació con miel silvestre». Tomado del salmo 80, versículo 17. Estamos ante
la tradicional antífona “cibavit eos”
que da nombre a esta misa. Con esta antífona, la liturgia nos sitúa en el núcleo
de la fiesta: el alimento que nutre a los hijos de Dios. Este manjar viene
descrito con dos ingredientes: uno sólido, la harina de trigo molido; y otro
líquido, la miel pura que se extrae de los panales de la colmena. Ambos eran
ofrecidos en el templo para el culto de Yahvé de ahí su gran significación en
el mundo judío, y por tanto, su inclusión en el cristianismo, donde la flor de
harina se amasará para producir las formas para ser consagradas y la miel dará
lugar al fruto de la vida, el vino con el que se llena la copa del cáliz de la
misa. Por tanto, entremos en la celebración con ánimo de saciarnos de los
exquisitos manjares que el Señor nos brindará. Hoy es la fiesta del alimento.
Oración colecta
«Oh Dios, que en este sacramento admirable
nos dejaste el memorial de tu pasión, te pedimos nos concedas venerar de tal
modo los sagrados misterios de tu Cuerpo y de tu Sangre, que experimentemos
constantemente en nosotros el fruto de tu redención, Tú, que vives y reinas con
el Padre». Tomada del misal romano de 1570. Estamos ante un prodigio de la
ingeniería eucológica de santo Tomás de Aquino. Como particularidad de esta oración
hemos de destacar que está dirigida a Jesucristo. Esto es una excepción en el
conjunto oracional romano, pues lo normal es que la oración esté dirigida al
Padre tal como lo dispuso en el canon 21 del Concilio de Hipona (390) “Cum altari adsistitur semper ad Patrem dirigatur oratio” (= cuando se asiste al
altar siempre sea dirigida la oración hacia el Padre).
El
segundo aspecto que destacamos en esta oración es el uso de la categoría teológica
de “memorial”. El memorial es un concepto judío, incorporado al cristianismo,
que, en síntesis, significa que la fuerza salvífica de los prodigios y hazañas
del pasado pueden volver al presente afectando a quienes las recuerda, es
decir, confiriendo esa misma gracia que se prefiguraba entonces. De tal modo
esto es así, que con razón la Iglesia ha sostenido que la Eucaristía es la
actualización incruenta del sacrificio de Cristo en la cruz.
Así
pues, en virtud de esta actualización del misterio pascual de Cristo (la
redención), al adorar tanto como se pueda el Sacrosanto Cuerpo y Sangre del
Señor podemos estar seguros de que estaremos recibiendo las gracias insondables
y suficientes que de él se desprende.
Oración sobre las
ofrendas
«Señor, concede propicio a tu Iglesia los
dones de la paz y la unidad, místicamente representados en los dones que hemos
ofrecido. Por Jesucristo, nuestro Señor». Tomada del misal romano de 1570. Dos
son los dones por los que se ofrece el Cuerpo y la Sangre del Señor, pero ¿por
qué dice la oración que están representados en estas ofrendas? En primer lugar,
respecto del don de la paz: no podemos olvidar que Cristo, muriendo en la cruz,
ofrece un sacrificio de expiación que busca reconciliar con Dios todos los
seres del cielo y de la tierra (cf. Col 1, 20), su sangre es signo de la paz
entre Dios y los hombres. La alianza de amor, rota por el pecado de Adán, ahora
se reestablece por la sangre del Cordero, que habla mejor que la de Abel (cf. Heb
12, 24).
En
segundo lugar, respecto de la unidad, hemos de acudir al antiguo texto de
Didaje IX “Como este fragmento estaba disperso
sobre los montes, y reunido se hizo uno, así sea reunida tu Iglesia de los
confines de la tierra en tu reino. Porque tuya es la gloria y el poder, por
Jesucristo, por los siglos”. Aquí se hace un símil entre la dispersión
de los granos de trigo y la dispersión de los hijos de la Iglesia y como en
Cristo, ambos forman una unidad, pues tanto los granos como los fieles
dispersos, se unen para formar el único Cuerpo del Señor. De este modo, vemos
que los dones de la paz y la unidad expresados en el ofertorio hacen referencia
a una realidad eclesial: la Iglesia hace la Eucaristía y la Eucaristía hace la
Iglesia (Henri de Lubac).
Antífona de comunión
«El que come mi carne y bebe mi sangre habita
en mí y yo en él, dice el Señor». Tomada de Jn 6, 57. En este momento de la
celebración ya no es flor de harina ni miel silvestre lo que se nos da a comer,
sino el mismo Cuerpo y Sangre de Jesucristo; garantía de su presencia entre
nosotros. Vuelve a aparecer aquí el misterio de la inhabitación: Dios quiere
hacer morada en nosotros y esto se hace realidad, de manera excelente, en
virtud de la comunión sacramental. Recibir este sacramento crea entre Dios y
nosotros un vínculo fuerte que se va acrecentando poco a poco hasta alcanzar su
culmen en el cielo. Por eso es importante comulgar frecuentemente, y hacerlo
siempre en gracia de Dios.
Oración después de la
comunión
«Concédenos, Señor, saciarnos del gozo eterno
de tu divinidad, anticipado en la recepción actual de tu precioso Cuerpo y
Sangre. Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos». Tomada del
misal romano de 1570. Esta breve oración expone de manera sencilla la dimensión
escatológica de la Eucaristía, esto es, la Eucaristía como prenda de la gloria
futura, como viático para ir al cielo, como anticipo de la eternidad.
Visión de conjunto
Esta fiesta, centrada en el misterio del Cuerpo y la
Sangre del Señor, es muy reciente en la liturgia de la Iglesia. Surge en el s.
XIII con motivo de las revelaciones privadas a santa Juliana de Lieja (Bélgica).
Al principio se celebraba de modo particular en aquella ciudad, pero será el
papa Urbano IV quien la extienda para toda la Iglesia con la bula Transiturus de hoc mundo (1264)
atribuyendo el formulario del oficio y de la misa al angélico doctor santo
Tomás de Aquino, también del mismo siglo. Este formulario se ha conservado
hasta hoy.
Como
cada año la festividad del “Corpus” trae a nuestra contemplación uno de los
misterios centrales de nuestra fe católica: la presencia real de nuestro Señor
Jesucristo bajo las especies de pan y de vino; o lo que es lo mismo: la
conversión de toda la sustancia del pan y del vino en la sustancia del Cuerpo y
Sangre de Jesucristo. A esta conversión la llamamos “Transubstanciación”.
Desde
el inicio del cristianismo siempre se tuvo muy claro que este prodigio era real
en virtud de las mismas palabras que el Señor había dicho. Desde la mañana de
Pascua la Iglesia no ha cesado de creer en que en el pan y en el vino, Cristo
estaba presente; pero no es menos cierto, que la forma de comprender y entender
este misterio se fue perfilando a lo largo de los siglos. Los Santos Padres
afirmaban sin más que el pan y el vino eran el Cuerpo y la Sangre del Señor, el
mismo Cuerpo encarnado en María, crucificado en la Cruz y Resucitado al tercer
día. Ese mismo Cuerpo que hoy se encuentra sentado a la derecha del Padre en el
cielo. Esta verdad de fe se mantuvo sin contradicción hasta la gran controversia
de Berengario de Tours (s. XI).
La
herejía de Berengario se basa en una concepción simbólica de la Eucaristía, es
decir, el pan y el vino son un simple símbolo de la presencia de Cristo, de su
Cuerpo y su Sangre pero no hay ninguna conversión real. Esta desviación fue
contestada por dos sínodos romanos (1059 y 1079) en que se definió el dogma
eucarístico aunque en términos de un realismo muy crudo, veamos “tocados
y partidos por el sacerdote y masticados por los dientes de los fieles”.
Tras esta herejía, el dogma eucarístico se mantuvo pacíficamente, a pesar de
algunos pronunciamientos muy localizados. A partir de la controversia de
Berengario comienzan a elaborarse tratados para defender y exponer el misterio
de la Eucaristía. La liturgia no se ve exenta de este movimiento y, como
consecuencia, se introducen algunas innovaciones: la elevación en la
consagración, la lámpara del Santísimo, doblar la rodilla ante la Eucaristía,
incensar las especies eucarísticas, etc.
Será
con la nueva negación por parte de la herejía luterana cuando la Iglesia
aquilata el dogma de la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía y el carácter
sacrificial de la Misa:
1.
La
presencia real del Cuerpo y Sangre de Cristo: se afirma con
tres adverbios real, verdadera y sustancialmente
2.
Presencia
de Cristo entero en cada una de las especies y partes.
3.
Presencia
de Cristo no solamente durante el uso, es decir, mientras
dura la celebración y la administración, sino siempre.
4.
La
Transustanciación: la substancia es lo que hace que una
cosa sea lo que es como soporte de los accidentes, que la configuran. Hablar de
“Transubstanciación” significa que permaneciendo los accidentes del pan y del
vino, lo que realmente cambia es la substancia de la Hostia que ya no es pan
sino ni vino sino el cuerpo y la sangre de Jesucristo.
5.
La
adoración y la reserva: en el sacramento de la
Eucaristía, Cristo, Hijo unigénito de Dios, debe ser adorado con culto de
adoración incluso externo, y que, por lo tanto, debe ser adorado en una fiesta
particular, y que debe ser paseado en procesiones, según el rito y la costumbre
laudable y universal de la Iglesia, o que debe ser expuesto públicamente al
pueblo para que sea adorado.
6.
La
remisión de los pecados: el perdón de los pecados no es el
fruto principal de la Eucaristía. los que tengan conciencia de pecado mortal,
por muy contritos que se sientan deben confesarse antes de comulgar.
Y
esta ha sido la doctrina eucarística de la Iglesia hasta el día de hoy,
repetida por los últimos pontífices como Pablo VI en la encíclica “Mysterium
fidei” (1965), Juan Pablo II en la encíclica “Ecclesia de Eucharistia” (2003) o
Benedicto XVI en su exhortación postsinodal “Sacramentum Caritatis” (2007).
En
conclusión: como vemos, la fe en el misterio eucarístico ha sido siempre
fundamental en el conjunto dogmático católico. No se puede ser verdaderamente
católico si no se cree con fe firme y sincera en la presencia real y verdadera
del Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de nuestro Señor Jesucristo bajo las
especies de pan y de vino. Bien entendió esto el pueblo cristiano que siempre
se volcó en celebrar con gran entusiasmo y profusión esta fiesta, hasta el
punto de que aun hoy hay hermandades y cofradías en España que renuevan cada
año su adhesión de fe a este verdad con estas o parecidas palabras: “Y que estamos dispuestos con el favor de
Dios, a derramar hasta la última gota de nuestra sangre, si fuera necesario, en
defensa de estas verdades, particularmente en la Confesión de la Real presencia
de Jesucristo en el Sacramento adorable de la Eucaristía, y que la Santísima
Virgen Madre de Dios y Madre Nuestra fue, por especial gracia y privilegio”.
Nosotros,
los católicos, al acercarnos al misterio de la Eucaristía hemos de tener
presente aquella pregunta que Moisés le hace al pueblo hebreo “Porque, en efecto, ¿hay alguna nación tan
grande que tenga los dioses tan cerca como lo está Yahvé nuestro Dios siempre
que lo invocamos?” (Dt 4,7). Y es que, efectivamente, la Eucaristía, es el
gran misterio de la cercanía de Dios y su presencia en medio de su pueblo. La Eucaristía
hace posible que Jesús siga caminando al paso de su grey. Sin Eucaristía no hay
vida cristiana que se precie. La Eucaristía ha de ser el imán de atracción de
las almas porque es allí donde reside el Amor. La Eucaristía es al alimento
celestial del cual se sacian los ángeles del cielo y del cual también nosotros
podemos saciarnos.
Caminemos,
pues, en esta fiesta, al lado de Jesucristo. Unamos nuestro paso al suyo y
avancemos por esta vida con gran confianza al saber que Dios, en la Eucaristía,
se hace cercano a su pueblo y que, al alimentarlo con este divino alimento,
nunca lo dejará de su mano. ¡Alabado sea el Santísimo Sacramento del Altar!
¡Sea por siempre bendito y alabado!
Dios
te bendiga
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