Antífona
de entrada
«Alegraos
siempre en el Señor, os lo repito, alegraos. El Señor está cerca». Tomada
de la carta del apóstol san Pablo a los filipenses, capítulo 4, versículos del
4 al 5. Este domingo es muy especial en el año litúrgico. Como veremos al final
del artículo, recibe su nombre de la primera palabra que aparece en la antífona
de entrada “Gaudete”. Además, para expresar la alegría por las próximas fiestas
de Pascua de Navidad y atenuar la penitencia del tiempo de Adviento la Iglesia
usa ornamentos de color rosa. Ya la antífona de entrada nos indica el tono
espiritual de la celebración de hoy: desde el comienzo de la santa misa se nos
invita a la alegría espiritual porque el Señor está pronto a venir en las
fiestas de Navidad.
Oración
colecta
«Oh Dios, que
contemplas cómo tu pueblo espera con fidelidad la fiesta del nacimiento del
Señor, concédenos llegar a la alegría de tan gran acontecimiento de salvación y
celebrarlo siempre con solemnidad y júbilo desbordante. Por nuestro Señor
Jesucristo». Tomada de la compilación veronense (s.V) que la recoge del
famoso rótulo de Rávena. Se trataría de un documento del s. V atribuido a la
influencia del obispo san Pedro Crisólogo, quien presidió aquella sede en torno
al 432-450. En él se hallan 40 oraciones colectas para el tiempo de Adviento
aunque no conocemos, realmente, el uso que tenían. La única copia que tenemos
de este documento es del s. VII. En sus oraciones se ve la influencia de los
concilios de Éfeso (431) y de Calcedonia (451). Las oraciones de este documento
han sido incorporadas al misal actual para las misas del 17 al 23 de diciembre
y versan sobre el rol de María en la Encarnación.
La oración está redactada con términos líricos y
ampulosos impropios del rito romano, que se caracteriza por la brevedad y la
concisión. Es Dios quien, como si a un balcón se asomara, mira con atención la
algarabía y agitación del pueblo cristiano que se prepara ya para el inminente
nacimiento del Señor. La “alegría”, tono espiritual de la misa de hoy, es el
tema central de la colecta. Pues no es cualquier cosa la que celebramos sino el
único acontecimiento que cambió el rumbo de la historia humana.
Oración
sobre las ofrendas
«Haz, Señor,
que te ofrezcamos siempre este sacrificio como expresión de nuestra propia
entrega, para que se realice el santo sacramento que tú instituiste y se lleve
a cabo en nosotros eficazmente la obra de tu salvación. Por Jesucristo, nuestro
Señor». Presente en todos los sacramentarios romanos antiguos, y conservada
en el misal romano de 1570. Esta oración tan querida y conservada a lo largo de
los siglos resume perfectamente las dimensiones del sacrificio eucarístico: a)
Es expresión de la entrega personal de cada uno de nosotros, en virtud de
nuestro sacerdocio bautismal; b) fue mandado e instituido por el mismo Cristo
en la última cena, donde anticipa proféticamente lo que se hará realidad en el
ara de la Cruz; c) es un sacrificio ofrecido para expiar los pecados y por
tanto para obrar la salvación del género humano. De este modo, Cristo ha
querido perpetuar su presencia y obra a lo
largo de los siglos hasta que vuelva glorioso desde el cielo para juzgar
a los vivos y a los muertos.
ESTE DOMINGO SE USA EL PREFACIO II O IV DE ADVIENTO
Antífona
de comunión
«Decid a los
cobardes de corazón: sed fuertes, no temáis. He aquí nuestro Dios que viene y
nos salvará». Formada con el capítulo 35, versículo 4 del libro del profeta
Isaías. Esta antífona viene a ser continuación de la anterior: los “cobardes de
corazón” son los primeros destinatarios de alegría espiritual del Adviento, esa
misma alegría será la fuerza y valentía para recibir a Cristo bien sea en esta
Navidad o bien sea en este momento en concreto de la celebración cuando la
Eucaristía nos anticipa el esperado encuentro.
Oración
para después de la comunión
«Imploramos tu
misericordia, Señor, para que este divino alimento que hemos recibido nos
purifique del pecado y nos prepare a las fiestas que se acercan. Por
Jesucristo, nuestro Señor». Aparece en el sacramentario gelasiano de
Angoulenme (s. IX), el sacramentario gregoriano del papa Adriano (s. X) y
mantenida en el misal romano de 1570. La Eucaristía, sacramento de la presencia
única y cercana y misericordiosa de Cristo, es el mejor medio que los
cristianos tenemos para mejor preparar la venida del Señor, solo el pensar la
cercanía de estas fiestas, ya llena nuestro corazón de alegría y regocijo.
Visión
de conjunto
Nos situamos en el domingo llamado de “Gaudete”, el
domingo de la alegría, del gozo. Es llamado así porque comienza con la cita de
San Pablo “Gaudete in Domino, iterum
dico, gaudete in Domino (= alegraos en el Señor, os lo repito, alegraos en
el Señor)” (Flp 4, 4). A mi modo de ver, la alegría es un tema del que poco se
habla en nuestra Iglesia. Solemos hablar de esperanza, de fe, de penitencia…
pero de la alegría como estado propio del cristiano se habla poco. Quisiera yo
en este blog (en algunos venideros), hacer unas consideraciones breves y
sencillas acerca de la alegría cristiana. Para ello me valdré de un documento
poco conocido, se trata de la Exhortación Apostólica Gaudete in Domino del Papa Pablo VI en el año jubilar de 1975.
Esta exhortación fue promulgada el domingo de
Pentecostés de aquel año. El Papa pretende en este documento poner de nuevo
sobre la mesa el estado, no emocional, sino espiritual del cristiano. Porque la
alegría del hijo de Dios no puede reducirse ni interpretarse como un mero
estado emocional, pues las emociones van y vienen; sino como un estado
espiritual según el cual el hombre «conoce la alegría y felicidad espirituales cuando su espíritu entra en
posesión de Dios, conocido y amado como bien supremo e inmutable» (GID 6). Así pues, nuestro espíritu aspira a los
bienes mayores y que le son conocido, esto es, Dios. Dios es el único que puede
colmar nuestros anhelos e ilusiones, esperanzas y expectativas. San Agustín
supo condensar esta experiencia en la siguiente frase “Nos hiciste, Señor, para Ti y
nuestro corazón está inquieto hasta que repose en Ti”. En nuestro interior llevamos la marca de Dios, la
tendencia hacia lo infinito, la sed de algo más grande que nos supera y esa sed
debe ser colmada, esa tendencia debe ser culminada. Son muchas las experiencias
históricas, antropológicas que apuntan a este sentido de lo trascendente innato
en el hombre. El adviento vuelve a recordarnos que esta ansia de eternidad ya
se ha visto colmada por la venida de Dios en la carne de un niño, nuestro
Salvador.
Hoy en día, son muchas las cosas que presumen de dar
felicidad y alegría al hombre moderno. Dice el Papa: «El dinero, el confort, la higiene,
la seguridad material no faltan con frecuencia; sin embargo – continúa el Papa-, el tedio, la
aflicción, la tristeza forman parte, por desgracia, de la vida de muchos. Esto
llega a veces hasta la angustia y la desesperación que ni la aparente
despreocupación ni el frenesí del gozo presente o los paraísos artificiales
logran evitar. ¿Será que nos sentimos impotentes para dominar el progreso
industrial y planificar la sociedad de una manera humana? ¿Será que el porvenir
aparece demasiado incierto y la vida humana demasiado amenazada? ¿O no se trata
más bien de soledad, de sed de amor y de compañía no satisfecha, de un vacío
mal definido?» (GID
8).
Tenemos mucho de todo para hacernos la vida más
fácil, pero carecemos de lo fundamental para hacer esta vida más llevadera: la
generosidad, la paz, la fe, los valores espirituales que han forjado la amistad
y la convivencia de nuestras calles y plazas durante siglos. Seguramente,
muchos de nosotros habremos añorado con cierto halo de melancolía, la vecindad
de épocas pasadas, la inocencia de los niños de nuestras generaciones, que no
teníamos tanto y éramos felices. ¿Veis? Hoy vivimos en una abrumadora sequia de
valores espirituales que está diluyendo la humanidad, el humanismo, para poco a
poco ir formando un modelo de persona que viva solo para sí, sin tener en
cuenta a nada ni a nadie, por eso, dice el Papa “¿O no se trata más bien de soledad, de sed de amor y
de compañía no satisfecha, de un vacío mal definido?”.
Pero ante todo esto, debemos aprender a descubrir y
valorar las múltiples alegrías que Dios pone en nuestra vida, Pablo VI enumera:
«la alegría
exultante de la existencia y de la vida; la alegría del amor honesto y
santificado; la alegría tranquilizadora de la naturaleza y del silencio; la
alegría a veces austera del trabajo esmerado; la alegría y satisfacción del
deber cumplido; la alegría transparente de la pureza, del servicio, del saber
compartir; la alegría exigente del sacrificio. El cristiano podrá purificarlas,
completarlas, sublimarlas: no puede despreciarlas. La alegría cristiana supone
un hombre capaz de alegrías naturales»
(GID 12). Estas pequeñas dosis de alegría que se entrecruzan en nuestro camino
de la vida son las que debemos ir aprendiendo a valorar, porque son las que
hacen que la vida merezca la pena, son las que nos ayudan a entender el mucho
amor que Dios nos tiene, nos tuvo y nos promete cada día. Así pues, podemos resumir la alegría cristiana como «participación espiritual de la alegría insondable, a la vez divina y
humana, del Corazón de Jesucristo glorificado» (GID 16).
Aterricemos un poco más… ¿Qué es eso que llena de
alegría el corazón del cristiano? ¿En que se concreta la alegría espiritual? El
cristiano es ante todo un oyente, pero no un oyente de una palabra cualquiera,
sino un oyente de una palabra concreta, de una palabra que llena de sentido
toda su vida, que responde a todas sus preguntas: Jesucristo, palabra última y
definitiva de Dios Padre. Esa palabra pronunciada sobre nosotros, debe llenar
nuestro corazón de regocijo y tal debe ser esa fiesta espiritual en nosotros
que no podemos ser los mismos que éramos antes de haberla oído.
Nos dice el evangelista Lucas que los pastores, ante
el anuncio de los ángeles en la noche de Navidad, se ven embargados de emoción,
de gozo, de alegría, y dejan el rebaño, lo que tienen, y acuden a ver aquello
que les habían anunciado. Ya no eran los mismos que habían salido a pastorear.
Y qué verían en aquel humilde portal de Belén que lo único que podían hacer era
anunciar a todos que el Mesías había llegado al mundo. Oyen, experimentan y
anuncian. Esa es la dinámica de la nueva evangelización de la que tanto se
habla hoy.
Al ser evangelizados nuestro espíritu y nuestro
corazón se sienten identificados con lo que se les ha dicho. Dios va actuando
en nuestro corazón. El anuncio de Jesucristo vivo y presente en nuestra vida y
en nuestra historia produce en nosotros frutos de alegría. Nos sentimos
interpelados por la vida divina y aspiramos no a las cosas de este mundo, sino
a las cosas del cielo, como lo expresa Pablo VI «Esta alegría de estar dentro del amor de Dios comienza
ya aquí abajo. Es la alegría del Reino de Dios. Pero es una alegría concedida a
lo largo de un camino escarpado, que requiere una confianza total en el Padre y
en el Hijo, y dar una preferencia a las cosas del Reino» (GID 26). La serena alegría de haber sido llamados
por Dios a incorporarnos a su vida, la alegría de haber sido invocado sobre
nosotros el nombre de Dios trino en el bautismo nos hace salir de nosotros
mismos y salir al encuentro de Dios que nos espera y que vive en nosotros.
Los pastores tras ir y ver al niño, a José y a su
madre, volvieron contándolo por todas partes dando gloria a Dios por lo que habían visto. Esto
es la alegría de anunciar a otros el gran acontecimiento de nuestra vida, el
haber sido alcanzados por la voz de Dios y su acción misericordiosa en
nosotros. Quien ha descubierto la acción de Dios en su vida no puede hacer otra
cosa más que evangelizar y ¿qué es
evangelizar? Contagiar a otros la alegría de saberse amado y alcanzado por
Dios, contar a otros la experiencia del amor de Dios que por la encarnación y
la pasión de nuestro Señor Jesucristo transforma nuestra vida y nos hace salir
de nuestras tinieblas, miedos y debilidades, para ir a la luz de la paz, la
vida eterna, la alegría.
Pero nos encontramos en este punto con lo que Pablo
VI llama las paradojas de la vida cristiana, atención a sus palabras: «la paradoja de la condición
cristiana que esclarece singularmente la de la condición humana: ni las
pruebas, ni los sufrimientos quedan eliminados de este mundo, sino que
adquieren un nuevo sentido, ante la certeza de compartir la redención llevada a
cabo por el Señor y de participar en su gloria» (GID 28). La clave de este texto es la siguiente:
¿cómo conjugar la alegría cristiana con la experiencia del mal y el sufrimiento
en nuestra vida? El Papa es muy claro: no se trata de eliminar el mal sino de
darle un sentido nuevo.
En efecto, Cristo nos redimió por medio del
sufrimiento en la cruz, del mismo modo los cristianos, si queremos imitar a
nuestro maestro, sólo contribuiremos a la salvación del mundo uniendo nuestro
sufrimiento, nuestras limitaciones, enfermedades, y todo lo malo que podamos
experimentar a la cruz y la acción de Cristo. No conozco otro modo de
configuración cristiana con Cristo que pasando con Él la prueba de la cruz. De
este modo se conjuga la alegría cristiana con la experiencia del dolor.
Podríamos afirmar con San Ignacio de Antioquía: “Con gran alegría os escribo, deseando morir. Mis
deseos terrestres han sido crucificados y ya no existe en mí una llama para
amar la materia, sino que hay en mí un agua viva que murmura y dice dentro de
mí: "Ven hacia el Padre»”.
Ante las dificultades y persecuciones,
incomprensiones y difamaciones de las que somos o podemos ser objeto los
católicos, la Iglesia,… me gustaría que resonara en vuestros
corazones las palabras del Papa San León Magno citadas por Pablo VI en la
exhortación apostólica que comentamos. Dice así: «Preciosa es a los ojos del Señor la muerte de sus
santos y ninguna clase de crueldad puede destruir una religión fundada sobre el
misterio de la Cruz de Cristo. La Iglesia no es empequeñecida sino engrandecida
por las persecuciones; y los campos del Señor se revisten sin cesar con más
ricas mieses cuando los granos, caídos uno a uno, brotan de nuevo multiplicados» (GID 36).
Que Dios os inunde el corazón de santa alegría. Que
esa alegría sea por haber escuchado el anuncio de la salvación. Que ese anuncio
os lleve a la misión de la evangelización en la Iglesia con alegría. Acabo con
las palabras con las que comencé citando a San Pablo “Gaudete in Domino, iterum dico, gaudete in Domino: estad alegres en el
Señor, os lo repito, estad alegres”.
Dios os bendiga
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