HOMILÍA DEL IV DOMINGO DE ADVIENTO
Queridos
hermanos en el Señor:
«Alégrate, María». Hermanos, estas
palabras del Ángel Gabriel a nuestra Señora cruzan, como un rayo, los
incesantes ciclos de la historia humana hasta nuestros días porque en estas
palabras se unen el pasado, el presente y el futuro. En María hallan
cumplimiento las antiguas profecías como la que hoy acabamos de oír en boca del
profeta Natán al rey David: cuando éste quiere construir una casa al Señor,
Dios sale al paso y le bendice diciendo que a cambio Él le dará una
descendencia que “durará para siempre”,
las mismas palabras que el Ángel referirá a María en la Anunciación: «le dará el trono de David, su padre, reinará
sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin». De este
modo Jesucristo entra a formar parte de la continuidad histórica del pueblo de
Israel. En Jesús vuelve a concretarse el actuar de Dios: es el Dios vivo, el
Dios de la historia, el Dios siempre atento y cercano a su pueblo, el Dios que
no se desentiende de nosotros sino que nos ama a cada uno de nosotros,
apasionadamente.
Pero
con María también se produce el presente. Con ella ha llegado la plenitud de
los tiempos, el momento oportuno para la revelación «del misterio mantenido en secreto durante siglos eternos» como nos
recordaba San Pablo. Ha llegado, por tanto, hermanos, el tiempo de la manifestación
del Señor, ya está llegando el esperado de los siglos. Jesucristo, Nuestro
Señor, ya ha sido fecundado en las purísimas entrañas de María por la acción
del Espíritu Santo que la cubre con su sombra. Que expresión tan bella y tan
profunda para describir el misterio de la acción todopoderosa de Dios “cubrir
con su sombra”.
Esta
misma expresión la hayamos al inicio de la creación cuando el Espíritu aleteaba
sobre las aguas y lo fecundaba todo, el mismo espíritu que aparecerá fecundando
las aguas del Jordán en el Bautismo del Señor, el mismo Espíritu que un momento
fecundará el pan y el vino haciendo de ellos cuerpo y Sangre de Cristo. Así lo
diremos en la oración sobre las ofrendas “El mismo Espíritu, que cubrió con su sombra
y fecundó con su poder las entrañas de María, la Virgen Madre, santifique, Señor, estos dones que hemos colocado sobre tu altar”.
Por
último, María nos proyecta hacia el futuro: el que va nacer dentro de poco lo
hace para salvarnos. La profecía del Gabriel a María conlleva el anuncio «reinará sobre la casa de Jacob para siempre,
y su reino no tendrá fin». Para que esto se cumpla es necesario que el Niño
Mesías pase por la ignominia de la Cruz. Nacer, morir y resucitar forman un
todo y son el paso previo para ser exaltado a la derecha de Dios en lo más alto
del cielo y así reinar para siempre. En el niño que ha de nacer, como vemos, se
concentran todos los misterios que luego se desplegarán a lo largo de su vida.
Esta proyección hacia el futuro nos muestra la única misión de María, la misión
más elevada y más humilde, la más excelsa y la más cotidiana, la misión de ser
para siempre “la esclava del Señor”, en otras palabras, la Hija de Sión que se alegra por su Rey.
Permitidme,
como llevo haciendo todos estos domingos de Adviento que os vuelva a proponer
una oración para interiorizar y meditar el contenido que se destila de las
lecturas de hoy:
«Cantamos eternamente tu misericordia, Señor,
porque en el Misterio de la Virgen Madre se cumplen las profecías dadas a David
y su linaje: Cristo Jesús, el eterno misterio escondido, ahora se nos
manifiesta gloriosamente confirmándonos en la obediencia de la Fe. La misma
obediencia que profesó la Esclava del Señor, que virginalmente concibe en su
seno al Hijo del Altísimo. Haz pues, Señor, que el mismo Santo Espíritu que
obró estos prodigios entonces, venga hoy
a nosotros y nos cubra con su sombra para que, también en nosotros nazca la
imagen del Hijo de Dios que se nos dio en el Bautismo. Amén».
Dios
te bendiga
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