HOMILÍA
DE LA SOLEMNIDAD DE LA NATIVIDAD DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO
Queridos
hermanos en el Señor:
«Hoy una gran luz ha bajado a la tierra».
Hermanos, en primer lugar, desearos “felices pascuas del nacimiento de Nuestro
Señor Jesucristo”. La liturgia hoy de
hoy nos presenta un misterio a considerar que es fuente para el resto de
misterios cristológicos que se suceden a lo largo del año. Hermanos, hoy celebramos
el día santo del nacimiento del Hijo de Dios según la carne. Hoy se nos invita
a contemplar la tierna escena del portal de Belén y, ante ella, reflexionar
sobre la grandeza del amor de Dios con respecto a nosotros, los humanos.
Las
lecturas que acabamos de proclamar pueden ayudarnos en esta meditación. Isaías
expresaba gran alegría por un mensajero que llega para anunciar la paz, traer
la Buena Nueva, pregonar la victoria, y gritar la victoria de Dios. Pero… ¿Qué
victoria? ¿Cómo podemos hablar de victoria si contemplando el pesebre, lo único
que nuestros ojos ven es un mundo de pobres y marginados sociales, de una
familia que tiene que refugiarse en un establo porque no había sitio para ellos
en la posada? Pues bien, realmente podemos cantar la victoria de Dios porque
esta se realiza en favor de Israel, es decir, en favor de todos aquellos que
esperaban que Dios viniera a visitarlos. Con razón el profeta podrá decir: «porque ven cara a cara al Señor». Y es
que, hermanos, la Navidad es volver a ver a Dios cara a cara, al Dios humanado,
al Dios que condesciende con nosotros, al Dios que toma nuestra naturaleza
humana sin repugnancia y sin asco para hacerse “uno de tantos”.
La
Navidad nos sitúa, de nuevo, en diálogo con Dios. El mismo que, como nos recordaba
la carta a los Hebreos, tantas veces y de distintas formas quiso hablar con los
hombres a través de mediaciones humanas o acontecimientos, ahora quiere hablar
con nosotros, como quien habla con un amigo (cf. Ex 33, 11). Y lo hace, no por
medio de grandes manifestaciones o de lenguajes arcanos o desconocidos, sino
por medio de una Palabra que toma carne y rostro humano, una Palabra que se
hace niño, que se hace bebé, en palabras de Benedicto XVI “el Verbo se ha abreviado”.
Y
para desconcierto de los poderes del mundo, ha sido en la candidez, humildad y
ternura de un bebé como Dios ha querido venir a los suyos, a su casa. Como Dios
quiere seguir siendo luz y vida de los hombres y mujeres que poblamos la
tierra. Es una Palabra que nos invita a entrar en comunión con la divinidad.
Mirar al niño de Belén es mirar la eternidad. De nuevo se hace realidad la idea
de que la eternidad ha irrumpido en el tiempo, la historia humana es ahora la
historia de los pasos de Dios con ella. Mirar al niño de Belén es mirar la
noble sonrisa de Dios, es mirar a la misma divina debilidad.
Pero
la Liturgia, además, nos recuerda que esto no es un acontecimiento del pasado,
sino del presente, del HOY con mayúsculas, del hoy eterno de Dios. Expresiones
como “hoy una gran luz ha bajado a la
tierra” “Tú eres mi hijo yo te he
engendrado hoy” “aquel que hoy se ha
dignado compartir con el hombre la condición humana”, “hoy nos ha nacido el Salvador”, “el misterio santo que hoy celebramos”, nos invitan a considerar el
verdadero sentido de la Natividad, que no lo dan ni los turrones, ni los
regalos, ni las compras, ni las cenas, ni la ausencia de seres queridos, sino
el nacimiento de Jesucristo según la carne.
Porque,
hermanos, nosotros, los cristianos no celebramos el nacimiento del dios sol, ni
de una energía, ni de una fuerza universal, ni de un “algo tiene que haber”,
nosotros celebramos a una persona, a Jesucristo, encarnado, humanado en el seno
virginal de María a quien se dirigen en
último término nuestras miradas al contemplar el portal de Belén. A ella, a la
puerta de Dios en el mundo elevamos nuestros ojos y nuestro pensamiento y la
felicitamos en este día grande de fiesta. Alégrate, Virgen María, porque nos
has traído la salvación, guárdanos a todos en tu corazón. Así sea.
Dios
te bendiga
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