HOMILÍA DEL I DOMINGO DE ADVIENTO
Queridos
hermanos en el Señor:
«Oh Dios, restáuranos, que brille tu rostro y
nos salve». Con esta antífona que nos proponía el salmo responsorial, ya
desde el comienzo de este nuevo año litúrgico, la Iglesia invoca a su Señor
Jesucristo para que le devuelva la santidad perdida por los pecados.
Al
Pastor de Israel se dirige el profeta Isaías con un anhelo que brota desde lo
más hondo del corazón creyente «¡Ojalá
rasgases el cielo y bajases!». El profeta describe con cierto dramatismo la
relación entre Dios y su pueblo. Dios es “nuestro padre”, “nuestro redentor” y
nosotros somos sus hijos “obra de tu mano”. Dios es, ante todo, un Dios
cercano, cuya presencia nunca se aparta ni se desdice de nosotros; aunque
seamos impuros, manchados y marchitos, aunque nos ocultemos de su presencia por
miedo o por vergüenza, Él sigue siendo el Señor, nuestro padre y nosotros
“arcilla” y Él el alfarero. Es el retrato del Dios que viene, que se acerca
para juzgar al mundo y para dar la victoria a sus hijos inocentes.
Es
el Dios, como hemos cantado en el salmo, que protege a su pueblo, a su Iglesia.
Esta Iglesia que ya, ahora, aguarda «la
manifestación de nuestro Señor Jesucristo», el que nos ha enriquecido con
su pobreza, el que nos mantiene firmes y el que nos llama a participar de su
misma vida, como nos recordaba el apóstol san Pablo. El mismo Jesucristo en el
evangelio nos ha llamado insistentemente a vigilar y a velar porque no sabemos
cuándo vendrá de nuevo, ni tan siquiera Él mismo lo sabe.
Porque
la figura de este mundo, todo lo que vemos, está llamado a desaparecer y a ser
transformado. Al principio del Adviento, la liturgia de la Iglesia nos recuerda
que los cristianos, somos un pueblo en marcha, peregrinos en tierra extraña, y
que, al levantar nuestra alma y todo nuestro ser al Señor, nuestra meta es el «poseer el reino eterno».
El
Adviento nos propone una actitud de constante e intensa vigilancia, de honda
expectación ante el parto de la Virgen Madre y ante la inminente llegada del
Señor a nuestra vida. Dios vino y quiere seguir viniendo. Ante este deseo
divino, nosotros hoy queremos acogerlo, queremos decir, como Iglesia-esposa de
Cristo, movidos por el Espíritu Santo: Ven, Señor Jesús, vena nuestra vida, Marana-tha.
En
este primer domingo de Adviento os invito a orar, hermanos, haciendo una
lectura pausada y meditativa de estas lecturas que hemos proclamado: «Ojalá rasgases los cielos y bajases, Pastor
de Israel, para que seamos restaurados y tu rostro brille sobre nosotros que
aguardamos la manifestación de tu Hijo, que nos ha enriquecido, nos mantiene
firmes y nos llama a participar de su gracia. Que velemos, Pastor de Israel, y
vigilemos para que cuando venga el dueño de la casa, nuestras almas estén
dispuestas para morar con Él en el cielo. Amén»
Dios
te bendiga
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