HOMILÍA DEL III DOMINGO DE ADVIENTO
Queridos
hermanos en el Señor:
«Me alegro con mi Dios». Hermanos, la
antífona del salmo nos recuerda hoy, una vez más, la causa de nuestra alegría:
el mismo Dios que viene a salvarnos. Estamos celebrando el tercer domingo de
Adviento llamado Domingo de “Gaudete” o de la alegría, ya que situado en el
ecuador del Adviento nos aproxima, cada vez más, a las fiestas navideñas de la
Encarnación del Verbo. Para entender la alegría cristiana, es necesario hoy,
volver al oráculo del profeta Isaías donde se nos habla de una unción
espiritual que nos impulsa a salir de nosotros y a “dar la buena noticia”, “vendar
los corazones desgarrados” y “proclamar
la libertad a los cautivos”.
En
otras palabras: anunciar, sanar y perdonar. Tres claves para vivir la recta
final del adviento. Además, Isaías nos habla, también de un gozo desbordante
que siente el alma creyente al saber que su Dios está cerca. Qué bueno sería
que para los cristianos, hoy, fuera también esta noticia motivo de alegría.
Porque saber que Dios viene a nuestra vida nos libra del lastre pesado en que,
a veces, convertimos la existencia cuando nos hacemos esclavos de los valores y
lisonjas que nos ofrece el mundo. Saber que Dios quiere estar conmigo nos saca
de nuestra mediocridad y nos hace levantar la mirada a la trascendencia, a
abrazar lo eterno en el tiempo. Dios y la criatura en uno solo.
El
apóstol Pablo nos da hoy unas claves para vivir la alegría espiritual
cristiana: constancia en la oración, acción de gracias en toda ocasión, ser
profetas y alejarnos de toda maldad. Que cuatro claves tan sencillas pero
difíciles de vivir. Los cristianos del s. XXI estamos llamados a redoblar
nuestra oración. Crear un espíritu orante; y una oración ante todo agradecida a
Dios por todo lo que tenemos, lo bueno y lo malo; de este modo iremos creando
en nosotros un alma profética como se nos ungió en el bautismo: anunciar con la
propia existencia la relatividad y caducidad de lo mundano y la perennidad de
lo divino; pero además, el fiel orante, el que vive muy unido al Señor se ve
alejado de la maldad que le rodea, como nos indica San Pedro “el diablo está
como león rugiente buscando a quien devorar, resistidle firmes en la fe”. La
oración es la mejor arma para lidiar este constante combate espiritual con las
fuerzas del mal.
En
este domingo vuelve a presentarse ante nuestra meditación, la figura de Juan
Bautista, la voz del desierto, que nos repite lo dicho el domingo pasado
“preparad el camino del Señor”. Pero hay un matiz en el evangelio de Juan: la
gente que oye al Bautista comienza a sentirse interpelada por las palabras y el
testimonio de vida de éste. de ahí que surja espontáneamente la pregunta por la
identidad de aquel extraño personaje “¿Tú quién eres?” y la respuesta de san
Juan no alberga duda: él no es el importante o el objeto de su predicación sino
la voz que anuncia al que ha de venir. Esto nos enseña que el Adviento debemos
vivirlo reconociendo quiénes somos, como cristianos, para el mundo. Si nuestro
testimonio de vida interpela, si nuestra forma de hablar o de situarnos en las
diversas circunstancias de la vida llama la atención, también la decadente
sociedad de hoy se sentirá interrogada y buscará el porqué de nuestro modo de
vivir.
Y
es que la venida de Cristo está cada vez más cerca. El camino del Señor se
prepara desde la alegría cristiana del ser hijos de Dios. Los cristianos en el
mundo somo la voz que grita y resuena en las calles y en las plazas anunciando
que el Mesías está a punto de llegar. Nosotros somos ese pueblo bautizado no
solo con agua sino, además, con Espíritu Santo para que nuestro testimonio y
nuestra voz sean palabra y vida ungidas
por la fuerza del cielo. La oración que podría concentrar la esencia que se
destila de estos textos de la Palabra de Dios, y que les propongo para meditar las
mismas es la siguiente:
«Alégranos, Señor, con la unción de tu Santo
Espíritu. Que desbordemos de gozo con el anuncio de tu venida. Que no seamos
sordos a la voz que grita en el desierto y preparemos tu llegada, para que
cuando llegues tú, oh luz inmortal y eterna, seamos envueltos en tu manto de
triunfo y enjoyados con tus virtudes, de tal modo que, constantes en el orar y
agradecidos en toda ocasión, no apaguemos el espíritu y nos guardemos de toda
forma de mal. Amén».
Dios
te bendiga
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