viernes, 28 de abril de 2017

III DOMINGO DE PASCUA




Antífona de entrada

«Aclamad al Señor, tierra entera; tocad en honor en su nombre, cantad himnos a su gloria. Aleluya». Tomado del salmo 65, versículos 1 al 2. Esta antífona con la que se abre la celebración nos invita a mantener el tono alegre y festivo de este tiempo. Toda la creación esta llamada a experimentar la energía del Resucitado. La gloria del triunfo de Cristo ejerce una fuerza centrífuga que alcanza del uno al otro confín de la tierra. Pero también una fuerza centrípeta que dirige todas las cosas hacia el mismo Cristo. Hoy la Iglesia, reunida en torno al altar, con esta antífona, quiere poner voz a las criaturas para alabar y glorificar a su Señor Resucitado.

Oración colecta

«Que tu pueblo, oh Dios, exulte siempre al verse renovado y rejuvenecido en el espíritu, para que todo el que se alegra ahora de haber recobrado la gloria de la adopción filial, ansíe el día de la resurrección con la esperanza cierta de la felicidad eterna. Por nuestro Señor Jesucristo». La oración colecta prolonga la alegría de los dones del bautismo, es decir, el haber renacido a la vida nueva, haber muerto y resucitado con Cristo.

Este texto oracional está estructurado en dos partes diferenciadas por el sujeto cada una: la primera parte tiene como protagonista a todo el pueblo de Dios que ha sido “renovado y rejuvenecido” por la Pascua. Se trata de volver a nacer. Como Pueblo de Dios, la Iglesia, la noche de la Vigilia, ha experimentado el baño regenerador que devuelve la inocencia de espíritu a sus hijos. La segunda parte tiene como sujeto al cristiano individualmente, denominado como “el que se alegra”. La alegría nos viene de haber sido injertados en el tronco de Cristo, que nos hace hijos en el Hijo. Este mismo, y por el mismo motivo de la adopción final, es invitado a esperar con ansía la resurrección final que se le ha dado, ahora, como don y como promesa.

Oración sobre las ofrendas

«Recibe, Señor, las ofrendas de tu Iglesia exultante, y a quien diste motivo de tanto gozo concédele disfrutar de la alegría eterna. Por Jesucristo, nuestro Señor». Su antecedente primero lo encontramos en el sacramentario gelasiano antiguo (s. VIII) y en el de Angoulemme; del mismo modo también lo hallamos en el sacramentario gregoriano del papa Adriano (s. IX). Todo, en esta oración, está referido a Jesucristo, quien, por un lado, es la ofrenda de la Iglesia, su víctima eucarística; y, por otra parte, es la causa del gozo y de la eterna alegría de la misma Iglesia.

Antífonas de comunión

«Los discípulos reconocieron al Señor Jesús al partir el pan. Aleluya». Tomada de Lucas 24, versículo 35. Tal como hoy los fieles lo reconocen en la Eucaristía. Esta antífona, para el año A, pretende introducirnos, místicamente, en el cenáculo de Emaús, con una diferencia: que es Jesús quien nos advierte para que no pasemos de largo. Jesús, mientras caminamos hacia la comunión, también quiere calentar nuestro corazón para que, reconociéndole en el pan eucarístico, lo comamos como alimento de vida eterna.

«Convenía que el Mesías padeciera, resucitara de entre los muertos al tercer día, y, en su nombre, se proclamara la conversión para el perdón de los pecados a todos los pueblos. Aleluya». Tomada de Lucas 24, versículos del 46 al 47. Esta antífona está estipulada para el año B. La Eucaristía es el alimento para aquellos que reciban el perdón de los pecados y que abracen la conversión. Y, precisamente, porque la Iglesia sabe que el camino de la conversión es arduo y duro, nos administra este Pan de Vida que le ha entregado su Señor

«Jesús dijo a sus discípulos: “Vamos, almorzad”. Y tomó el pan y se lo dio. Aleluya». Tomada del evangelio según san Juan 21, versículos 12 al 13. Hoy, de nuevo, el Señor nos invita a hacer un alto en el camino y almorzar para retomar fuerzas para la escarpada subida hacia la gloria. Esta antífona esta prescrita para el año C. Cada comunión sacramental es un banquete festivo y reparador con el mismo Jesús ¿Tenemos esta convicción? Ojalá que así fuera.

Oración de pos comunión

«Mira, Señor, con bondad a tu pueblo y, ya que has querido renovarlo con estos sacramentos de vida eterna, concédele llegar a la incorruptible resurrección de la carne que habrá de ser glorificada. Por Jesucristo, nuestro Señor». Se recoge la conclusión de las oraciones precedentes de este formulario: la renovación y rejuvenecimiento espiritual que se opera en el pueblo de Dios y en cada cristiano individual, no es sino el anticipo de aquella vida eterna e inmarcesible en que la carne, y ya no solo el espíritu, se verá renovada y rejuvenecida, es decir, exenta de todo tipo de incorruptibilidad. El cristiano está llamado a perpetuarse con su mismo cuerpo, pero este glorificado.

Visión de conjunto

            Si nos detenemos a observar nuestro cuerpo, podremos observar que nosotros, desde el día de nuestra concepción, somos los mismos y a la vez diferentes. Cada uno de nosotros ha sufrido cambios en su cuerpo, en su organismo. Nuestra piel y nuestras células se han ido renovando, poco a poco, desde el minuto uno de nuestra existencia. Somos el mismo sujeto personal pero en un cuerpo que ha ido evolucionando desde el principio. Con la muerte, esta constante metamorfosis llega a su fin. Nuestro cuerpo se detiene, entra en pausa, esperando el último y definitivo impulso evolutivo que ofrece la fuerza de la Resurrección de Cristo; a esto lo llamamos “la resurrección de la carne”.

El formulario de hoy nos ofrece una bella exposición sobre el dogma de la resurrección de la carne. El origen de este misterio se halla en el bautismo. En este sacramento, puerta de la vida eterna, se nos da el don de la vida eterna porque participamos, por medio de él, de la muerte y resurrección del Señor. La clave para mejor comprender este misterio es la imagen de la Iglesia, cuerpo de Cristo. La Iglesia experimenta todo aquello que Cristo tiene o padece: si Cristo padece persecución, la Iglesia padece persecución; si Cristo resucita, la Iglesia resucita. Pues lo mismo ocurre con la carnalidad de Cristo.

Éste, cuando se levanta del sepulcro, lo hace con su cuerpo marcado con las llagas de la Pasión; la resurrección de Cristo es corporal, real e histórica; el cuerpo carnal de Cristo es necesario y sustancial para la resurrección. Y aquí es donde radica el “quid” de toda la cuestión. Su carne resucitada es anticipo e imagen de la nuestra.

Pero no es menos cierto que sus mismos compatriotas no le reconocen con su cuerpo sino es por su voz o por las llagas, lo que da a entender que la carne de Cristo es una carne glorificada y que no recoge las carencias y defectos de la vida mortal. Respecto de nosotros, aunque nuestra identidad permanece, nuestra carne experimentará una transformación tal que, aun siendo los mismos, seremos diferentes, es decir, no permanecerán los defectos, taras, carencias que en la vida mortal hemos padecido, palabras de la liturgia de hoy, tendremos una carne incorruptible.

Por tanto, pues, todo esto es una llamada y un motivo para mantener viva la llama de la esperanza, para valorar, en su justa medida, el cuerpo humano como llamado a salvarse. La resurrección de la carne nos evita entorpecer nuestro camino de salvación haciendo casos a los cantos de sirenas que conceptos como “reencarnación”, “fusión holística con la naturaleza” nos proporcionan.

Aquí radica la razón teológica, espiritual y litúrgica de por qué el cristiano ha de preferir la inhumación del cadáver antes que la cremación. Y en caso de preferir la cremación nunca se ésta por motivos contrarios a la fe. He aquí la razón por la que la Iglesia prescribe a sus fieles que las cenizas no sean esparcidas por ningún lado para unirse y perderse en la naturaleza, sino que sean colocadas en un lugar concreto, en el cementerio, para poder ser honradas como cuerpo-templo del Espíritu que fueron. Queridos lectores, ánimo y a esperar en Dios y a confiar en Cristo resucitado.

Dios te bendiga

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