Antífona de entrada
«Aclamad al Señor, tierra entera; tocad en
honor en su nombre, cantad himnos a su gloria. Aleluya». Tomado del salmo
65, versículos 1 al 2. Esta antífona con la que se abre la celebración nos
invita a mantener el tono alegre y festivo de este tiempo. Toda la creación
esta llamada a experimentar la energía del Resucitado. La gloria del triunfo de
Cristo ejerce una fuerza centrífuga que alcanza del uno al otro confín de la
tierra. Pero también una fuerza centrípeta que dirige todas las cosas hacia el
mismo Cristo. Hoy la Iglesia, reunida en torno al altar, con esta antífona,
quiere poner voz a las criaturas para alabar y glorificar a su Señor Resucitado.
Oración colecta
«Que tu pueblo, oh Dios, exulte siempre al
verse renovado y rejuvenecido en el espíritu, para que todo el que se alegra
ahora de haber recobrado la gloria de la adopción filial, ansíe el día de la
resurrección con la esperanza cierta de la felicidad eterna. Por nuestro Señor
Jesucristo». La oración colecta prolonga la alegría de los dones del
bautismo, es decir, el haber renacido a la vida nueva, haber muerto y
resucitado con Cristo.
Este
texto oracional está estructurado en dos partes diferenciadas por el sujeto
cada una: la primera parte tiene como protagonista a todo el pueblo de Dios que
ha sido “renovado y rejuvenecido” por la Pascua. Se trata de volver a nacer. Como
Pueblo de Dios, la Iglesia, la noche de la Vigilia, ha experimentado el baño
regenerador que devuelve la inocencia de espíritu a sus hijos. La segunda parte
tiene como sujeto al cristiano individualmente, denominado como “el que se
alegra”. La alegría nos viene de haber sido injertados en el tronco de Cristo,
que nos hace hijos en el Hijo. Este mismo, y por el mismo motivo de la adopción
final, es invitado a esperar con ansía la resurrección final que se le ha dado,
ahora, como don y como promesa.
Oración sobre las
ofrendas
«Recibe, Señor, las ofrendas de tu Iglesia
exultante, y a quien diste motivo de tanto gozo concédele disfrutar de la
alegría eterna. Por Jesucristo, nuestro Señor». Su antecedente primero lo
encontramos en el sacramentario gelasiano antiguo (s. VIII) y en el de
Angoulemme; del mismo modo también lo hallamos en el sacramentario gregoriano
del papa Adriano (s. IX). Todo, en esta oración, está referido a Jesucristo,
quien, por un lado, es la ofrenda de la Iglesia, su víctima eucarística; y, por
otra parte, es la causa del gozo y de la eterna alegría de la misma Iglesia.
Antífonas de comunión
«Los discípulos reconocieron al Señor Jesús
al partir el pan. Aleluya». Tomada de Lucas 24, versículo 35. Tal como hoy
los fieles lo reconocen en la Eucaristía. Esta antífona, para el año A,
pretende introducirnos, místicamente, en el cenáculo de Emaús, con una
diferencia: que es Jesús quien nos advierte para que no pasemos de largo.
Jesús, mientras caminamos hacia la comunión, también quiere calentar nuestro
corazón para que, reconociéndole en el pan eucarístico, lo comamos como
alimento de vida eterna.
«Convenía que el Mesías padeciera, resucitara
de entre los muertos al tercer día, y, en su nombre, se proclamara la
conversión para el perdón de los pecados a todos los pueblos. Aleluya».
Tomada de Lucas 24, versículos del 46 al 47. Esta antífona está estipulada para
el año B. La Eucaristía es el alimento para aquellos que reciban el perdón de
los pecados y que abracen la conversión. Y, precisamente, porque la Iglesia
sabe que el camino de la conversión es arduo y duro, nos administra este Pan de
Vida que le ha entregado su Señor
«Jesús dijo a sus discípulos: “Vamos,
almorzad”. Y tomó el pan y se lo dio. Aleluya». Tomada del evangelio según
san Juan 21, versículos 12 al 13. Hoy, de nuevo, el Señor nos invita a hacer un
alto en el camino y almorzar para retomar fuerzas para la escarpada subida
hacia la gloria. Esta antífona esta prescrita para el año C. Cada comunión
sacramental es un banquete festivo y reparador con el mismo Jesús ¿Tenemos esta
convicción? Ojalá que así fuera.
Oración de pos comunión
«Mira, Señor, con bondad a tu pueblo y, ya
que has querido renovarlo con estos sacramentos de vida eterna, concédele
llegar a la incorruptible resurrección de la carne que habrá de ser
glorificada. Por Jesucristo, nuestro Señor». Se recoge la conclusión de las
oraciones precedentes de este formulario: la renovación y rejuvenecimiento espiritual
que se opera en el pueblo de Dios y en cada cristiano individual, no es sino el
anticipo de aquella vida eterna e inmarcesible en que la carne, y ya no solo el
espíritu, se verá renovada y rejuvenecida, es decir, exenta de todo tipo de
incorruptibilidad. El cristiano está llamado a perpetuarse con su mismo cuerpo,
pero este glorificado.
Visión de conjunto
Si nos detenemos a observar nuestro cuerpo, podremos
observar que nosotros, desde el día de nuestra concepción, somos los mismos y a
la vez diferentes. Cada uno de nosotros ha sufrido cambios en su cuerpo, en su
organismo. Nuestra piel y nuestras células se han ido renovando, poco a poco,
desde el minuto uno de nuestra existencia. Somos el mismo sujeto personal pero
en un cuerpo que ha ido evolucionando desde el principio. Con la muerte, esta
constante metamorfosis llega a su fin. Nuestro cuerpo se detiene, entra en
pausa, esperando el último y definitivo impulso evolutivo que ofrece la fuerza
de la Resurrección de Cristo; a esto lo llamamos “la resurrección de la carne”.
El
formulario de hoy nos ofrece una bella exposición sobre el dogma de la
resurrección de la carne. El origen de este misterio se halla en el bautismo. En
este sacramento, puerta de la vida eterna, se nos da el don de la vida eterna
porque participamos, por medio de él, de la muerte y resurrección del Señor. La
clave para mejor comprender este misterio es la imagen de la Iglesia, cuerpo de
Cristo. La Iglesia experimenta todo aquello que Cristo tiene o padece: si
Cristo padece persecución, la Iglesia padece persecución; si Cristo resucita,
la Iglesia resucita. Pues lo mismo ocurre con la carnalidad de Cristo.
Éste,
cuando se levanta del sepulcro, lo hace con su cuerpo marcado con las llagas de
la Pasión; la resurrección de Cristo es corporal, real e histórica; el cuerpo
carnal de Cristo es necesario y sustancial para la resurrección. Y aquí es
donde radica el “quid” de toda la cuestión. Su carne resucitada es anticipo e
imagen de la nuestra.
Pero
no es menos cierto que sus mismos compatriotas no le reconocen con su cuerpo
sino es por su voz o por las llagas, lo que da a entender que la carne de
Cristo es una carne glorificada y que no recoge las carencias y defectos de la
vida mortal. Respecto de nosotros, aunque nuestra identidad permanece, nuestra
carne experimentará una transformación tal que, aun siendo los mismos, seremos
diferentes, es decir, no permanecerán los defectos, taras, carencias que en la
vida mortal hemos padecido, palabras de la liturgia de hoy, tendremos una carne
incorruptible.
Por
tanto, pues, todo esto es una llamada y un motivo para mantener viva la llama
de la esperanza, para valorar, en su justa medida, el cuerpo humano como
llamado a salvarse. La resurrección de la carne nos evita entorpecer nuestro
camino de salvación haciendo casos a los cantos de sirenas que conceptos como “reencarnación”,
“fusión holística con la naturaleza” nos proporcionan.
Aquí
radica la razón teológica, espiritual y litúrgica de por qué el cristiano ha de
preferir la inhumación del cadáver antes que la cremación. Y en caso de
preferir la cremación nunca se ésta por motivos contrarios a la fe. He aquí la
razón por la que la Iglesia prescribe a sus fieles que las cenizas no sean
esparcidas por ningún lado para unirse y perderse en la naturaleza, sino que
sean colocadas en un lugar concreto, en el cementerio, para poder ser honradas
como cuerpo-templo del Espíritu que fueron. Queridos lectores, ánimo y a
esperar en Dios y a confiar en Cristo resucitado.
Dios
te bendiga
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