“Oh memorial de la muerte del Señor, pan vivo
que das la vida al hombre”. Con este verso, comienza la liturgia romana del
Jueves Santo, antesala del llamado Triduo Pascual.
MEDITACIÓN PARA EL JUEVES SANTO
En
el día de hoy, la Iglesia celebra la entrega del Señor. Entrega, en su amplio
sentido: entrega en el amor, entrega en el sacerdocio y entrega en la
Eucaristía, porque, ante todo, el misterio de la Eucaristía es un misterio de
entrega. Quiso Él, en el pan y en el vino, quedarse con nosotros para siempre
entregándose, de este modo, a la Pasión salvadora.
Ha
sido santo Tomás de Aquino quien bellamente lo ha expresado en su poema hímnico
“Pange lingua”. Allí se nos dice que
fue en la postrera noche cuando, sentado a la mesa con los suyos, tomó pan y
vino y pronunciando las palabras rituales se lo dio en alimento de vida eterna.
Su carne y su sangre, místicamente presentes en el pan y en el vino, son desde
entonces, la realidad permanente de su amor por nosotros y de su misma
presencia entre nosotros.
Contemplar
en esta noche el misterio eucarístico, debe suscitar en nosotros profundos
sentimientos de acción de gracias. Gracias por su entrega y por su generosidad;
gracias por su valentía de hacer la voluntad del Padre al morir en la
cruz.
A
escasas horas de sufrir su ignominiosa pasión, el Señor, lejos de odios y
venganzas mundanas, nos lega el mandamiento nuevo del amor: “amaos los unos a los otros como yo os he
amado”. Juan enmarca este testamento con una frase que ha atravesado los
siglos: «sabiendo Jesús que había llegado
su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el
extremo» (Jn 13,1). Permítanme que me detenga en esta frase, muy breve pero
de un gran contenido espiritual.
“sabiendo Jesús que había llegado su hora de
pasar de este mundo al Padre”: Jesús, en esta noche, debe abandonar el
mundo, y lo hará de un modo dramático. El tránsito de Cristo, es su propia
pascua, su propio paso. El que un día abandonó la gloria que tenía para hacerse
hombre, ahora se encamina hacia ella. Pero, esta vez, el camino a la gloria
pasa por la muerte en cruz. Por eso, la antífona de entrada de la misa de hoy
nos recordaba precisamente este misterio: “Nosotros
hemos de gloriarnos en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, en Él esta nuestra
salvación, vida y resurrección. Él nos ha salvado y libertado”. Así pues,
hoy contemplamos la Pascua de Cristo realizada en la liturgia de la Eucaristía.
Su paso de este mundo al Padre, su Pascua, se ha de realizar por la entrega en
la cruz, y es lo que se realiza con el pan y el vino: el cuerpo entregado y la
sangre derramada, son el anticipo de esto mismo en el árbol de la cruz.
“habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo”: Jesús, nos
dicen los evangelios, pasó por el mundo haciendo el bien y dándonos ejemplo de
cómo debemos comportarnos los cristianos. El mandamiento nuevo del amor es la
concreción de toda su vida y su obra. Comulgar, en esta noche, con el cuerpo y
la sangre del Señor, implica unas serias consecuencias morales para nosotros:
la cruz conlleva el mandamiento del amor. Si en algo se caracteriza la vida
cristiana es en la capacidad de amar, incluso, a los enemigos. Esa es la
excelencia del cristianismo y su verdadero tesoro. Si Jesús fue capaz de
amarnos a nosotros, pobre pecadores, cómo no vamos a ser nosotros capaces de
amar a nuestros coetáneos, a nuestros prójimos.
“los amó hasta el extremo”: Cristo no
sólo no nos amó durante su vida mortal entre nosotros, ni tampoco nos ama de
una forma abstracta desde el cielo, sino que ha querido hacer concreto y
palpable su amor a nosotros por medio del sacerdocio. Hasta tal punto, llegó el
amor del Señor que confirió su propio poder y su propia autoridad a hombres
tomados del mundo, para que haciendo sus veces, administraran los sacramentos a
sus fieles. Y en esto se realiza el amor extremo del Señor hacia nosotros, en
que por medio de sus sacerdotes puede seguir presente en medio de su pueblo.
Por medio de ellos, Él puede seguir perdonando, bautizando, ungiendo,
permanecer en el pan y en el vino, acoger a los enfermos y moribundos e
interceder por los difuntos.
En
esta noche, ofrecemos, pues en el altar la victima pascual, el cordero
inmolado. En esta noche, elevamos el cáliz de la bendición, el cáliz de la
sangre de Cristo. En esta noche, contemplamos a Cristo entregando su cuerpo y
su sangre por la redención del mundo; a Cristo legándonos el testamento de su
propia obra. Así pues, hermanos, demos gracias a Dios por su Hijo Jesucristo y
gloriémonos en su Cruz, por la cual nos vino la salvación, la vida y toda
bendición.
Pero
también es la noche de Getsemaní, la noche de la agonía (= gr. Lucha, combate).
El verdadero hombre entra en liza con el verdadero Dios, la humanidad contra la
divinidad, la voluntad humana contra la voluntad divina. Por una parte, Jesús
se resiste a beber el cáliz de la pasión, pero inmediatamente se decide a hacerlo
hasta las heces. Y lo hace, precisamente, por el mismo motivo que exponíamos
anteriormente: por su extremo amor hacia nosotros. Getsemaní sigue vivo en la
noche de los tiempos, en cada situación de agonía que experimentamos.
Un
ángel le fue enviado para consolarlo y fortalecerlo. Dios nos mira a cada uno
con misericordia. Se hace cargo de nuestros problemas y situaciones. Continuamente
está enviándonos a sus ángeles para que hagan lo mismo con nosotros, es decir,
para que podamos sentir su consuelo y su fortaleza a cada instante de la vida.
Queridos
lectores, contemplando las estampas que esta noche nos presentan nuestro
corazón no puede por menos que estremecerse, que palpitar al ritmo de la serena
agonía de Cristo. Es noche de pasión y de amor, de entrega y sumisión, de lucha
y de paz. Es la noche del fracasado triunfo de las tinieblas y del triunfante
fracaso de la luz. Os invito a tomar un taburete y sentarnos en el cenáculo con
Él; a atravesar el torrente Cedrón; y velar, agazapados entre las piedras,
contemplando como Jesucristo se pone en manos de sus enemigos porque el bien
que ha de venir será mucho mayor que el mal que está aconteciendo.
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