viernes, 15 de septiembre de 2017

DOMINGO XXIV DEL TIEMPO ORDINARIO





Antífona de entrada

«Señor, da la paz a los que esperan en ti, y saca veraces a tus profetas, escucha la súplica de tus siervos y de tu pueblo Israel». Tomada del libro del Eclesiástico, capítulo 36, versículo 15. Al comenzar la celebración, nos reconocemos como aquellos que lo esperan todo de Dios y por eso imploramos de su bondad el don de su misericordia. La asamblea cristiana que se reúne cada domingo es imagen y cumplimiento del Israel peregrino que suplica con gran confianza a Dios para que le conceda profetas y ser profetas en medio del mundo. Pedimos profetas que anuncien y denuncien, que sean testigos valientes y veraces de lo que Dios dispone para nuestra salvación. Por otra parte, pedimos el carisma de la profecía para que con nuestras palabras y nuestra vida denunciemos las injusticias del mundo y seamos signo de la vida nueva y joven que Dios nos regala.

Oración colecta

«Míranos, oh Dios, creador y guía de todas las cosas, y concédenos servirte de todo corazón, para que percibamos el fruto de tu misericordia. Por nuestro Señor Jesucristo». Tomada de la compilación veronense (s. V). Esta oración, de las más antiguas de la Iglesia, recoge las características de la composición eucológica romana: la brevedad y la concisión: en primer lugar, Dios es denominado como “creador y guía”, es decir, como el providente; 2. Como consecuencia de esa providencia y confiados en ella, pedimos que nos mire para obtener misericordia; 3. Solo asím animados por su providencia e impulsados por su misericordia, podremos servirle denodadamente de “todo corazón”.

Oración sobre las ofrendas

«Sé propicio a nuestras súplicas, Señor, y recibe complacido estas ofrendas de tus siervos, para que la oblación que ofrece cada uno en honor de tu nombre sirva para la salvación de todos. Por Jesucristo, nuestro Señor». Con alguna variación gramatical, la hallamos en el misal romano de 1570. Esta oración recoge lo que en el credo decimos “Creo-creemos”. Me explico: la dimensión personal de la fe y la dimensión comunitaria o eclesial de la misma. Lo mismo ocurre con la deposición de dones en el altar: junto al sacrificio que ofrece la Iglesia entera, tributando una alabanza perfecta al Padre por medio de Cristo en el Espíritu Santo, tenemos los sacrificio personales que cada uno vive y ofrece a lo largo de la semana realizando así una existencia cultual como dispone su condición sacerdotal por el bautismo. Pero todo esto se realiza sabiendo que tanto la ofrenda eclesial como la personal va encaminada a conseguir la salvación de todos y cada uno de los que se acercan a Cristo, único sacerdote y único salvador.

Antífonas de comunión

«Qué inapreciable es tu misericordia, oh Dios. Los humanos se acogen a la sombra de tus alas». Del salmo 35, versículo 8. En Dios no suele abundar lo llamativo, ni lo estruendoso, ni lo ruidoso, más bien todo lo contrario. Como prueba singular de esto tenemos el sacramento de la Eucaristía donde de forma inapreciable Dios se contiene todo entero y se nos da para nuestra fortaleza. Al recibir la Santa Comunión nuestra alma se cobija a la sombra y el amparo del Dios altísimo que viene a ella para hacer morada en nosotros. Un don inapreciable pero de un valor infinito.

«El cáliz de la bendición que bendecimos es comunión de la Sangre de Cristo; el pan que partimos es participación en el Cuerpo del Señor». Inspirado en la primera carta de san Pablo a los Corintios, capítulo 10, versículo 16. Esta antífona poco comentario precisa ya que expresa muy a la perfección lo que se produce en este momento de la celebración: Dios y la humanidad entran en contacto sacramental sin que cada una de las partes pierda ni un ápice de su individualidad.

Oración de poscomunión

«Te pedimos, Señor, que el fruto del don del cielo penetre nuestros cuerpos y almas, para que sea su efecto, y no nuestro sentimiento, el que prevalezca siempre en nosotros. Por Jesucristo, nuestro Señor». Su origen más remoto está en los sacramentarios gelasianos antiguo (s. VIII) y de Angoulenme  (s. IX) pero donde la oración ya se encuentra tal como la conocemos hoy es en el misal romano de 1570. Esta breve oración nos plantea un tema complejo de la fe que veremos a continuación: el efecto de la gracia como antídoto ante cualquier interpretación sentimental de la fe o de la gracia. Los efectos de la comunión, según el Catecismo de la Iglesia son: 1. La comunión acrecienta nuestra unión con Cristo; 2. La comunión nos separa del pecado; 3. Nos preserva de futuros pecados mortales; 4. Procura la unidad del Cuerpo místico. 5. La Eucaristía entraña un compromiso a favor de los pobres.


Visión de conjunto

            Con harta frecuencia pensamos que la fe es un sentimiento o una emoción. Hay gente que solo reza cuando se emociona y cuando no siente nada deja de orar hasta que vuelva a apetecerle y el cuerpo se ponga en disposición para volver a derretirse en amor, impostado pero amor.

            La oración última de la misa de este domingo nos propone reflexionar sobre el sentimiento en la fe. Ante todo hemos de decir que reducir la fe a un puro y mero sentimiento es una herejía modernista condenada por Pio X en la encíclica “Pascendi”. Veamos los orígenes:


            Plantear la fe como un sentimiento o como mera experiencia subjetiva de revelación se lo debemos a un teólogo protestante liberal llamado Friederich Schleiermacher (1768-1834), quien junto a otros autores como Sabatier concebían la fe como una pura experiencia a la que resulta extraña los conocimientos y nociones de la misma fe. De tal modo que la fe al ser sentimiento subjetivo no necesita de doctrinas ni de revelación ninguna; cada uno cree en lo que quiere y en aquello que experimenta, siente o le emociona.

            Siguiendo este planteamiento sentimentalista de la fe, la conclusión se impone dada su evidencia: la realidad divina se desvanece en la nebulosa de la subjetividad hasta el punto de que se cree en una divinidad más o menos subjetiva e impersonal sin incidencia moral en la vida. Todo esto ha quedado bastante bien concentrado en la expresión “Yo creo en Dios a mi manera”.  Y esto, queridos lectores, es el problema al que se enfrenta el catolicismo en estos momentos.

            El sentimentalismo religioso que prima la emoción por encima de lo objetivo y eclesial ha dado como resultado un “catolicismo light” en el que todo se puede cuestionar y del que todo se puede dudar. La subjetividad de la fe por encima del aspecto eclesial de la misma da como resultado la percepción de una deidad más o menos real, a la que puedo dirigirme cuando lo necesito sin más compromiso que el dar alguna dádiva o cumplir una promesa en el caso de que la deidad me haya escuchado y atendido mi petición.


            Este sentimentalismo sin fundamento acaba haciendo de Dios una mera proyección personal o bien de todo lo bueno que quisiéramos ser o tener o bien de las aspiraciones más nobles de lo humano. Así lo concibió Arthur Schopenhauer (1788-1860) quien definió al hombre como animal metafísico y por tanto Dios solo sería una proyección de lo bueno del hombre y su ansía de infinitud. En este sentido Schopenhauer sigue la filosofía atea de Feuerbach (1804-1872).

            Así pues, sin entrar en mas profundidas vemos el peligro en el que se puede caer si comprendemos la fe y la vida espiritual como un puro sentimiento o una reducción a la emoción.



            La fe es creer en lo que Dios ha revelado y dicho de sí mismo. Y esto entregarme totalmente y sin reservas, como nos indica el Concilio Vaticano II: “Cuando Dios revela hay que prestarle "la obediencia de la fe", por la que el hombre se confía libre y totalmente a Dios prestando "a Dios revelador el homenaje del entendimiento y de la voluntad", y asintiendo voluntariamente a la revelación hecha por El. Para profesar esta fe es necesaria la gracia de Dios, que proviene y ayuda, a los auxilios internos del Espíritu Santo, el cual mueve el corazón y lo convierte a Dios, abre los ojos de la mente y da "a todos la suavidad en el aceptar y creer la verdad". Y para que la inteligencia de la revelación sea más profunda, el mismo Espíritu Santo perfecciona constantemente la fe por medio de sus dones” (DV 5).

            La oración y la vida espiritual siguen el mismo camino: el objeto último de la oración no es la emoción ni sentir nada, sino simplemente estar con Él, alabarlo y adorarlo. Dejar que Él actúe silenciosa y discretamente en nosotros sin querer percibir nada más que la serenidad y la paz que da el saber que aunque no lo sintamos Él nunca abandona nuestra casa ni nuestra vida. Así pues, queridos lectores, no se preocupen sin no sienten nada en la oración, si su corazón no se esponja lo suficiente si se distraen o pasan el rato ante el sagrario sin decir nada…sepan solamente que Cristo está ahí y el hace todo cuando nosotros no somos capaces de hacer nada. La peor oración es la que no se hace porque se pierden las gracias que podrían venir.

Dios te bendiga

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