HOMILIA
DEL XXIV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
Queridos hermanos en el
Señor:
Dice un refrán muy castizo: “nadie da lo que no tiene”. Y,
efectivamente, es así. Las lecturas de este domingo parten precisamente de la
experiencia del perdón, o mejor dicho: de la experiencia del sentirse
perdonado; de haber recibido una palabra concreta capaz de borrar sus pecados y
devolverle a la vida de la gracia.
Tanto el libro del Eclesiástico como la parábola del
evangelio de Mateo se centran en el mismo tema: perdonar para ser perdonados.
Ciertamente, para el hombre es muy difícil perdonar. Las ofensas
que recibimos con frecuencia van agrietando nuestra alma hasta el punto de que
no somos capaces de perdonarlas ni a quienes nos ofenden; o en el mejor de los
casos, podemos perdonar pero no olvidar la deuda que los ofensores contraen con
nosotros. Y aquí entran en juego los interrogantes que el Eclesiástico nos
propone “¿Cómo puede un hombre guardar
rencor a otro y pedir la salud al Señor?”, “No tiene compasión de su semejante, ¿y pide perdón de sus pecados?”.
Este es un tema crucial para los cristianos de hoy y de
ayer. A veces, acudimos a Dios creyendo que tenemos derecho a ser perdonados, a
recibir su misericordia; y no nos percatamos de que, como dice la carta de
Santiago, “el juicio será sin
misericordia para quien no practicó la misericordia” (cf. Sant 2,13), que
es el caso de la parábola del evangelio y tan real como la vida misma: el mismo
empleado a quien el rey perdonó su deuda no dudó en mandar a prisión a quien a
él le debía menos. El primero recibió misericordia del rey mientras que el
segundo no la recibió del primero, por eso, cuando el rey se entera, no vacila
en mandarle también a prisión. De esta manera, la parábola viene a ser como un
recordatorio de que la paciencia y la misericordia no son infinitas, porque su
único límite lo pone la injusticia obstinada y pertinaz del pecador.
Expliquemos esto: a veces tenemos una visión ingenua e
infantil de la misericordia. Pensamos que es algo que nos pertenece, algo a lo
que tenemos derecho, algo que va de suyo en Dios, pero esto no deja de ser una
comprensión falsa y tramposa de lo que realmente es la misericordia y la
paciencia de Dios. Como se desprende de los textos de la misa de hoy, la
misericordia es un don que generosamente Dios regala a quien en este mundo
ejerce y vive su ser misericordioso, aun en medio de la debilidad y el pecado, pero
no para quedarse instalado en el pecado sino para salir de él, aunque cueste,
aunque signifique perder muchas cosas, aunque suponga salir de la estabilidad y
la comodidad de vida. Cuando un pecador inicia su camino de conversión, es la
gracia la que le mueve al inicio de la misma, le sostiene en su peregrinar y le
hace llegar a la plenitud de la vida nueva. Pero el pecador que no hace propósito
de enmienda no puede esperar la misericordia divina; no porque Dios no quiera
concedérsela, sino porque él mismo se ha auto-limitado y auto-impedido el poder
experimentarla.
Así pues, queridos hermanos, solo quien busca a Dios, lo
encuentra; solo quien necesita misericordia, la recibe; solo quien ha sido
perdonado, puede perdonar; solo quien se sabe que no es el centro del mundo,
puede acoger a su prójimo. En definitiva, es volver al refrán con el que
habíamos comenzado esta homilía: “nadie da lo que no tiene”, pero en nuestro
caso, hemos recibido mucho amor de Dios, por tanto, y con gran razón, hemos de
dar amor, paciencia y misericordia aun a aquellos que, humanamente, no la merecieran.
Y no tanto por ellos sino por nosotros para hallar gracia y paz de parte de
Dios.
Queridos hermanos, que por nuestra parte no quede nunca
nada por hacer; que podamos presentarnos siempre ante Dios con una conciencia
pura y tranquila de saber que hemos hecho lo que teníamos que hacer y que hemos
pasado por este mundo haciendo el bien. “¿Siete veces? Hasta setenta veces
siete” ahí está la esencia y la excelencia del cristiano. Que así sea.
Dios
te bendiga
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