HOMILIA
DEL XXV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
Queridos hermanos en el
Señor:
Las
lecturas de este domingo nos plantean un tema de extrema importancia para
nosotros: las expectativas de la vida espiritual.
Cada
uno de nosotros puede tener legítimas aspiraciones en la vida. Todos, legítimamente,
podemos generar expectativas de prosperar en la vida, de obtener cada vez más
beneficios. Del mismo modo puede ocurrir en la vida espiritual, iniciamos un
camino de fe con una generosa entrega a Dios y esto lo hacemos a veces por diversos
motivos que pueden ir desde buscar la salvación hasta el hacer de Dios un
refugio que nos proteja de los males de nuestro mundo a los que no queremos
enfrentarnos. Lo malo de las expectativas está en cuando llega el momento en
que no se cumplen, es decir, cuando viene la defección, la frustración y la
tristeza. Y en la vida espiritual se concluye con la duda de que Dios exista y,
por tanto, se da el paso o bien a un ateísmo opcional o a cambiar al Dios
verdadero por el dios personal y a la carta que nos construimos.
Algo
semejante le pasaba a los jornaleros de la parábola de hoy: habían sido
contratados a diversas horas del día por un salario adecuado, como era
costumbre en aquella época. Pero a la hora de cobrar comenzaron las expectativas
en los primeros de cobrar más que los últimos. Es esta una perfecta imagen de
la vida espiritual: podemos ser llamados a la gracia en cualquier instante de la
existencia; Dios puede llamarnos a su servicio en el momento que menos
esperemos…y aun así, por más temprano o tarde que sea, la recompensa será siempre
la misma: la alegría de servirlo y la eternidad. Y si esto no nos conviene pues comenzamos a vivir como si Dios no existiera.
En
este sentido, Dios es justo y bueno porque da a cada uno lo suyo. Pero,
lógicamente, esta justicia no es la humana por eso dice Isaías en la primera
lectura “mis planes no son vuestros planes”. Efectivamente, para entender a
Dios lo primero es romper con la lógica retributiva y mercantilista humana que
en aras de defender la justicia impone la ideología de la igualdad como un
absoluto sin darnos cuenta de que la igualdad es lo más injusto y desigual
porque mientras que la justicia es dar a cada uno lo suyo, la igualdad es dar a
todos lo mismo sin tener en cuenta ninguna otra variante.
Esta
parábola es también un antídoto frente al “carrerismo” que puede sobrevenir en
la vida de la Iglesia. Entendemos por “carrerismo” el afán exacerbado de buscar
el éxito y la promoción personal en la vida y en la Iglesia. Este veneno,
aunque a veces se presente revestido de
piedad y buenos motivos, genera siempre en nosotros una insatisfacción y una
amargura de vida ya que siempre estamos esperando más y más; y lo que es peor,
puede conducirnos a usar medios moralmente reprobables para ocupar puestos y
plazas. Y es que el cristiano no debe buscar la promoción personal por medios
injustos sino por méritos propios y honestidad personal y entender que donde
Dios le pone debe dar testimonio y santificarse.
No
habrá, pues, al final de la vida más recompensa que la misma gloria del cielo y
el saber que el trabajo estaba bien hecho. No habrá más recompensa que la
satisfacción del deber cumplido y la salvación de la humanidad a la que hemos
contribuido. Solo en Dios esta nuestra esperanza y nuestra justicia, no
desesperemos pues de esta verdad de fe. No nos cansemos de esperar en Él y de
amar como Él nos ama. Aquí reside el gozo de la vida espiritual perfecta y
plena: amar aquí para ser amados allí.
Dios
te bendiga
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