viernes, 29 de septiembre de 2017

DOMINGO XXVI DEL TIEMPO ORDINARIO





Antífona de entrada

«Cuanto has hecho con nosotros, Señor, es un castigo merecido, porque hemos pecado contra ti y no hemos obedecido tus mandamientos; pero da gloria a tu nombre y trátanos según tu gran misericordia». Del libro del profeta Daniel, capítulo 3, versículos 31 y 29 y 30 y 43 y 42. Tras la profanación del templo de Jerusalén por parte del rey Nabucodonosor, Azarías eleva una súplica de la comunidad confesando la culpa del pueblo por haber caído en el pecado de idolatría. Pero al lado de la confesión de culpas encontramos la apelación a la misericordia infinita de Dios. La antífona de la misa de hoy nos indica el tono penitencial del resto del formulario; sin embargo, debemos tener en cuenta que es domingo y por tanto la confesión de la culpa está marcada por el poder indulgente del resucitado que nos lleva al cielo borrando nuestros delitos.

Oración colecta

«Oh Dios, que manifiestas tu poder sobre todo con el perdón y la misericordia, aumenta en nosotros tu gracia, para que aspirando a tus promesas, nos hagas participar de los bienes del cielo. Por nuestro Señor, Jesucristo». Aparece por vez primera en el sacramentario gelasiano antiguo (s. VIII) y mantenida en el misal romano de 1570. Frente a la antífona de entrada donde hemos visto como Azarías habla de la posibilidad de un castigo como expresión del poder divino, la oración colecta dice que Dios como verdaderamente manifiesta su poder es con el poder y la misericordia. De este Dios misericordioso nos viene la gracia de poder un día participar de su vida divina, la mayor promesa referida y la más alta aspiración del hombre.

Oración sobre las ofrendas

«Concédenos, Dios de misericordia, aceptar esta ofrenda nuestra y que, por ella, se abra para nosotros la fuente de toda bendición. Por Jesucristo, nuestro Señor». De nueva incorporación. El hombre no puede ofrecer a Dios otra cosa que la que Dios le ha dado para que le ofrende. Los dones del pan, del vino y el agua, al ser convertidas en Cuerpo y Sangre del Señor, son la llave que abre la puerta de la gracia del cielo que no es otra sino el mismo Jesucristo.

Antífonas de comunión

«Recuerda la palabra que diste a tu siervo, Señor, de la que hiciste mi esperanza; este es mi consuelo en la aflicción». Del salmo 118, versículos del 49 al 50. Siguiendo el tono penitencial de la misa, la recepción del Cuerpo y la Sangre del Señor nos ofrece un momento propicio de solaz y consuelo en el duro combate contra el mal y el pecado en esta vida. La palabra prometida que inspira la esperanza del cristiano es la de aquella por la cual Cristo dijo que estaría con nosotros hasta el fin del mundo. Su continua presencia en la Eucaristía es la cumplida promesa que nos consuela y alienta para seguir adelante.

«En esto hemos conocido el amor de Dios: en que él dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar nuestra vida por los hermanos». De la primera carta del apóstol san Juan, capítulo 3, versículos 16. La Eucaristía es sacramento de la entrega pascual de Cristo y por tanto figura y ejemplo de nuestra propia entrega pues nadie tiene más amor que el que entrega su vida por los demás.

Oración después de la comunión

«Señor, que el sacramento del cielo renueve nuestro cuerpo y nuestro espíritu, para que seamos coherederos en la gloria de aquel cuya muerte hemos anunciado y compartido. Él, que vive y reina por los siglos de los siglos». Esta oración hunde sus raíces en su primera parte [Señor,…espíritu] en el sacramentario de Angoulenme (s. IX) el resto es nuevo. Es una oración que parte de una antropología unitaria: la gracia del sacramento afecta a todo el hombre entero, pues todo él (cuerpo y alma) está llamado a la gloria, primero el alma en el juicio particular y después el cuerpo resucitando en el juicio universal. Por otra parte, la Eucaristía, en este sentido, vuelve a ser considerada desde la óptica escatológica: por este sacramento anticipamos la gloria eterna que Cristo nos ganó con su pascua; pascua que anunciamos y compartimos en este alimento sacramental.

Visión de conjunto

¡Cuán difícil es la función de ser padres! ¡Qué complicado es educar a los hijos! Por ellos harías cualquier cosa. Estás pendiente de todo. Te importa todo lo suyo. A veces debes echar mano de la severidad y otra de la vehemencia para que te obedezcan, sazonado todo ello con la ternura y el cariño. Pues bien. Todo esto, queridos lectores, los que sois padres o madres de familia y tenéis o habéis tenido hijos a vuestro cargo sabéis bien lo que es, lo que significa y lo que supone.

Creo que educar a una persona debe ser de las tareas más hermosas que hay, a la par que difícil. Nunca sabes cómo vas a atinar con ellos. Sin embargo, todo lo haces por su bien y con miras a su mejor formación y defensa en la vida.

Del mismo modo, actúa Dios con nosotros, sus hijos. Él, a través de diversos modos, va educándonos en la vida de la gracia. Sus enseñanzas se van mostrando a los hombres a través de aquello que llamamos “los signos de los tiempos”, esto es, acontecimiento o señal de diverso orden por medio del cual Dios se muestra a los hombres. Pero… ¿Y el castigo? ¿Dios castiga? La experiencia humana de quien le toca educar a los hijos nos dice que cuando uno de la prole hace algo malo debe recibir una reprimenda para hacerle ver la maldad y fealdad del acto cometido. Luego es deber y obligación de los padres, en aras a la buena educación de su hijo, el castigarlo.


¿Qué dice la Escritura? Veamos: “Hijo mío, no desprecies la disciplina del Señor, ni te ofendas por sus reprensiones. Porque el Señor disciplina a los que ama, como corrige un padre a su hijo querido” (Prov 3, 11-12). Otra: “Ciertamente, ninguna disciplina, en el momento de recibirla, parece agradable, sino más bien penosa; sin embargo, después produce una cosecha de justicia y paz para quienes han sido entrenados por ella” (Heb 12,11) y “Yo reprendo y disciplino a todos los que amo. Por lo tanto, sé fervoroso y arrepiéntete” (Ap 3,19).

Según se desprende de estos textos, Dios castiga a sus hijos buscando su perfeccionamiento. En este sentido, el castigo divino es una prueba de amor que busca aquilatar nuestra vida espiritual para sacar lo mejor de nosotros.

Otras veces, el castigo viene motivado por el mismo pecado: “Arrepiéntanse y apártense de todas sus maldades, para que el pecado no les acarree la ruina”(Ez 18, 30). Porque el pecado del cual no se arrepiente uno, no queda impune. Recordemos la vieja pregunta del Catecismo: “¿Quién es Dios? - Dios es nuestro Padre, que está en los cielos; Creador y Señor de todas las cosas, que premia a los buenos y castiga a los malos”. Los buenos no son tales por si mismos sino por el arrepentimiento y la acción de la gracia en ellos. Los malos son tales en cuanto han pecado y no quieren redimirse.

Tener esto claro puede ayudarnos a vivir una vida espiritual sana y evitar dos extremos: 1. La “manga ancha”: es la actitud del que piensa que Dios no mira los pecados sino que lo perdona y comprende todo y transige todo. Es un Dios sin incidencia personal. Me quiere tal como soy y eso basta y se conforma. 2. Los “escrúpulos espirituales”: es la actitud del que ve pecado en todo y a cada paso que da incurre en un pecado nimio. Es un Dios vengador de maldades, incapaz de sentir compasión ni lástima por el hombre pecador. El horizonte de la salvación se ve cada vez más lejano. Ambas posturas son erróneas y pueden llevar a la perdición.

La actitud intermedia es la de aquel que confía toda su vida en la gracia divina, que reconoce que sin Dios no puede hacer nada y por tanto sabe que todo lo bueno que tiene es don suyo y que lo malo es corrección divina para superarse y seguir progresando humana y espiritualmente. Es la actitud del que se reconoce pecador y necesitado de misericordia y compasión. Quien así lo vive es el justo y el bueno.

De esta manera se entiende y soluciona la aparente contradicción que descubríamos en el formulario de la misa de hoy: “Cuanto has hecho con nosotros, Señor, es un castigo merecido” (Ant. entrada) y “Oh Dios, que manifiestas tu poder sobre todo con el perdón y la misericordia” (O. Colecta). El castigo merecido no es incompatible con la misericordia y el perdón generoso, pues tras la absolución viene la penitencia y la restitución.

Así pues, queridos lectores, dejémonos educar por Dios y transformar por su gracia y su perdón.

Dios te bendiga

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