Antífona de entrada
«Cuanto has hecho con nosotros, Señor, es un
castigo merecido, porque hemos pecado contra ti y no hemos obedecido tus
mandamientos; pero da gloria a tu nombre y trátanos según tu gran misericordia».
Del libro del profeta Daniel, capítulo 3, versículos 31 y 29 y 30 y 43 y 42.
Tras la profanación del templo de Jerusalén por parte del rey Nabucodonosor,
Azarías eleva una súplica de la comunidad confesando la culpa del pueblo por
haber caído en el pecado de idolatría. Pero al lado de la confesión de culpas
encontramos la apelación a la misericordia infinita de Dios. La antífona de la
misa de hoy nos indica el tono penitencial del resto del formulario; sin
embargo, debemos tener en cuenta que es domingo y por tanto la confesión de la
culpa está marcada por el poder indulgente del resucitado que nos lleva al
cielo borrando nuestros delitos.
Oración colecta
«Oh Dios, que manifiestas tu poder sobre todo
con el perdón y la misericordia, aumenta en nosotros tu gracia, para que
aspirando a tus promesas, nos hagas participar de los bienes del cielo. Por
nuestro Señor, Jesucristo». Aparece por vez primera en el sacramentario
gelasiano antiguo (s. VIII) y mantenida en el misal romano de 1570. Frente a la
antífona de entrada donde hemos visto como Azarías habla de la posibilidad de
un castigo como expresión del poder divino, la oración colecta dice que Dios
como verdaderamente manifiesta su poder es con el poder y la misericordia. De
este Dios misericordioso nos viene la gracia de poder un día participar de su
vida divina, la mayor promesa referida y la más alta aspiración del hombre.
Oración sobre las
ofrendas
«Concédenos, Dios de misericordia, aceptar
esta ofrenda nuestra y que, por ella, se abra para nosotros la fuente de toda
bendición. Por Jesucristo, nuestro Señor». De nueva incorporación. El
hombre no puede ofrecer a Dios otra cosa que la que Dios le ha dado para que le
ofrende. Los dones del pan, del vino y el agua, al ser convertidas en Cuerpo y
Sangre del Señor, son la llave que abre la puerta de la gracia del cielo que no
es otra sino el mismo Jesucristo.
Antífonas de comunión
«Recuerda la palabra que diste a tu siervo,
Señor, de la que hiciste mi esperanza; este es mi consuelo en la aflicción».
Del salmo 118, versículos del 49 al 50. Siguiendo el tono penitencial de la
misa, la recepción del Cuerpo y la Sangre del Señor nos ofrece un momento
propicio de solaz y consuelo en el duro combate contra el mal y el pecado en
esta vida. La palabra prometida que inspira la esperanza del cristiano es la de
aquella por la cual Cristo dijo que estaría con nosotros hasta el fin del
mundo. Su continua presencia en la Eucaristía es la cumplida promesa que nos
consuela y alienta para seguir adelante.
«En esto hemos conocido el amor de Dios: en
que él dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar nuestra vida por
los hermanos». De la primera carta del apóstol san Juan, capítulo 3,
versículos 16. La Eucaristía es sacramento de la entrega pascual de Cristo y
por tanto figura y ejemplo de nuestra propia entrega pues nadie tiene más amor
que el que entrega su vida por los demás.
Oración después de la
comunión
«Señor, que el sacramento del cielo renueve
nuestro cuerpo y nuestro espíritu, para que seamos coherederos en la gloria de
aquel cuya muerte hemos anunciado y compartido. Él, que vive y reina por los
siglos de los siglos». Esta oración hunde sus raíces en su primera parte
[Señor,…espíritu] en el sacramentario de Angoulenme (s. IX) el resto es nuevo. Es
una oración que parte de una antropología unitaria: la gracia del sacramento
afecta a todo el hombre entero, pues todo él (cuerpo y alma) está llamado a la
gloria, primero el alma en el juicio particular y después el cuerpo resucitando
en el juicio universal. Por otra parte, la Eucaristía, en este sentido, vuelve
a ser considerada desde la óptica escatológica: por este sacramento anticipamos
la gloria eterna que Cristo nos ganó con su pascua; pascua que anunciamos y
compartimos en este alimento sacramental.
Visión de conjunto
¡Cuán
difícil es la función de ser padres! ¡Qué complicado es educar a los hijos! Por
ellos harías cualquier cosa. Estás pendiente de todo. Te importa todo lo suyo.
A veces debes echar mano de la severidad y otra de la vehemencia para que te
obedezcan, sazonado todo ello con la ternura y el cariño. Pues bien. Todo esto,
queridos lectores, los que sois padres o madres de familia y tenéis o habéis
tenido hijos a vuestro cargo sabéis bien lo que es, lo que significa y lo que
supone.
Creo
que educar a una persona debe ser de las tareas más hermosas que hay, a la par
que difícil. Nunca sabes cómo vas a atinar con ellos. Sin embargo, todo lo
haces por su bien y con miras a su mejor formación y defensa en la vida.
Del
mismo modo, actúa Dios con nosotros, sus hijos. Él, a través de diversos modos,
va educándonos en la vida de la gracia. Sus enseñanzas se van mostrando a los
hombres a través de aquello que llamamos “los signos de los tiempos”, esto es,
acontecimiento o señal de diverso orden por medio del cual Dios se muestra a
los hombres. Pero… ¿Y el castigo? ¿Dios castiga? La experiencia humana de quien
le toca educar a los hijos nos dice que cuando uno de la prole hace algo malo
debe recibir una reprimenda para hacerle ver la maldad y fealdad del acto
cometido. Luego es deber y obligación de los padres, en aras a la buena
educación de su hijo, el castigarlo.
¿Qué
dice la Escritura? Veamos: “Hijo mío, no
desprecies la disciplina del Señor, ni te ofendas por sus reprensiones. Porque
el Señor disciplina a los que ama, como corrige un padre a su hijo querido”
(Prov 3, 11-12). Otra: “Ciertamente,
ninguna disciplina, en el momento de recibirla, parece agradable, sino más bien
penosa; sin embargo, después produce una cosecha de justicia y paz para quienes
han sido entrenados por ella” (Heb 12,11) y “Yo reprendo y disciplino a todos los que amo. Por lo tanto, sé
fervoroso y arrepiéntete” (Ap 3,19).
Según
se desprende de estos textos, Dios castiga a sus hijos buscando su
perfeccionamiento. En este sentido, el castigo divino es una prueba de amor que
busca aquilatar nuestra vida espiritual para sacar lo mejor de nosotros.
Otras
veces, el castigo viene motivado por el mismo pecado: “Arrepiéntanse y apártense de todas sus maldades, para que el pecado no
les acarree la ruina”(Ez 18, 30). Porque el pecado del cual no se
arrepiente uno, no queda impune. Recordemos la vieja pregunta del Catecismo: “¿Quién es Dios? - Dios es
nuestro Padre, que está en los cielos; Creador y Señor de todas las cosas, que
premia a los buenos y castiga a los malos”. Los buenos no
son tales por si mismos sino por el arrepentimiento y la acción de la gracia en
ellos. Los malos son tales en cuanto han pecado y no quieren redimirse.
Tener
esto claro puede ayudarnos a vivir una vida espiritual sana y evitar dos
extremos: 1. La “manga ancha”: es la actitud del que piensa que Dios no
mira los pecados sino que lo perdona y comprende todo y transige todo. Es un
Dios sin incidencia personal. Me quiere tal como soy y eso basta y se conforma.
2. Los “escrúpulos espirituales”: es la actitud del que ve pecado en
todo y a cada paso que da incurre en un pecado nimio. Es un Dios vengador de
maldades, incapaz de sentir compasión ni lástima por el hombre pecador. El
horizonte de la salvación se ve cada vez más lejano. Ambas posturas son
erróneas y pueden llevar a la perdición.
La
actitud intermedia es la de aquel que confía toda su vida en la gracia divina, que
reconoce que sin Dios no puede hacer nada y por tanto sabe que todo lo bueno
que tiene es don suyo y que lo malo es corrección divina para superarse y
seguir progresando humana y espiritualmente. Es la actitud del que se reconoce
pecador y necesitado de misericordia y compasión. Quien así lo vive es el justo
y el bueno.
De
esta manera se entiende y soluciona la aparente contradicción que descubríamos
en el formulario de la misa de hoy: “Cuanto
has hecho con nosotros, Señor, es un castigo merecido” (Ant. entrada) y “Oh Dios, que manifiestas tu poder sobre todo
con el perdón y la misericordia” (O. Colecta). El castigo merecido no es
incompatible con la misericordia y el perdón generoso, pues tras la absolución
viene la penitencia y la restitución.
Así
pues, queridos lectores, dejémonos educar por Dios y transformar por su gracia
y su perdón.
Dios
te bendiga
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